La historia chilena más conocida es aquella que afirma que Chile es el producto de la mezcla entre indígenas y colonos europeos. La tercera raíz, proveniente de África, ha estado silenciada desde la Colonia. Pero existe. Y ya no se puede negar más. Sobre todo cuando camina por las calles penquistas, cantando, danzando y con tambores vivos.
Por Rayén Faúndez.
La ascendencia africana de la población chilena ha sido ocultada y negada en el largo relato del país. Esta es la realidad que durante los últimos años ha motivado a investigadores para estudiar la tercera raíz histórica y cultural de Chile, reconociendo su existencia y brindándole mayor valor.
Paulina Barrenechea, periodista e investigadora en el Servicio Nacional del Patrimonio Cultural, junto a Montserrat Arre Marfull, historiadora e Investigadora en Ciencias Humanas y Estudios Afrodescendientes, afirman que hubo una negación sistemática de la africanía en Chile, con investigaciones que dieron la espalda a esta innegable historia, prefiriendo la versión de una población nacida por la mezcla de indígenas y europeos. De hecho, muchos hablaban de una “raza extinguida, blanqueada, ‘sangre diluida’ por la del europeo mestizado -en mayor o menor grado– con el indígena. Y, según ellos, felizmente diluida, ya que Chile no cargaba, supuestamente, con la injuria de aquella raza proscrita, patente en otras latitudes. Incluso afirmaban que en Chile nunca hubo esclavos negros”.
Pero sí los hubo. Los antecedentes históricos recopilados por Barrenechea en su tesis doctoral titulada La figuración del negro en la literatura colonial chilena. María Antonia Palacios, esclava y músico: la traza de un rostro Borrado Por/Para la literatura chilena, indican que los primeros africanos en llegar al continente lo hicieron junto con los colonos y conquistadores en las expediciones del Viejo Mundo, que iniciaron en el siglo XV, como parte de su servidumbre o como marineros. Colón los traía en sus barcos, así también Hernán Cortés y Francisco Pizarro, que tenían a su servicio una buena cantidad de esclavos. Hernando de Magallanes llegó a Chile con un esclavo negro de paje, y el mismo Diego de Almagro tuvo una esclava, también su amante, la negra Malgarida. Y es más, desde los primeros años de la Conquista, según Jorge Salvo en su estudio, El componente africano de la chilenidad, La Araucanía pudo ser refugio de negros cimarrones (esclavos que escapan de sus amos), donde se aliaron y mezclaron con los mapuche, pues la zona de Nahuelbuta y sus alrededores, ofrecía un ecosistema familiar y de fácil adaptación.
A finales del siglo XIX, en América se comienza a preferir la mano de obra negra, donde Chile no fue la excepción, pues el 23 de junio de 1823, en sesión del Senado, se liberan los 4 mil esclavos presentes en el país, y que sufrieron las peores vejaciones, muy poco registradas. “Por ejemplo, los relatos de las jóvenes que son llevadas a las haciendas para entretener a los trabajadores y que son violadas y vejadas hasta la infecundidad. Las historias de más de dos mil esclavos arrancados de las casas de sus amos y que son obligados a trabajar los campos en condiciones miserables, arrojados a galpones, atados a cordel y marcados a fuego”, relata Barrenechea. Luego de alcanzar su libertad, estos esclavos se insertaron como pudieron en la sociedad chilena.
Incluso, Concepción fue escenario y testigo de escenas similares. La más conocida es la historia de los 72 esclavos senegaleses que en 1805 se amotinaron en el buque mercante Trial. Mataron a la mayoría de la tripulación y exigieron volver a su país, aunque fueron engañados y llevados a la Isla Santa María, donde se encontraron con el barco estadounidense Perseverance. Los esclavos fueron capturados, nueve de ellos juzgados y condenados a muerte. Luego de eso, sus cuerpos fueron lanzados a la Laguna de Los Negros, hoy desaparecida en el centro de la ciudad. En 2006, la compañía Teatro del Oráculo rescató esta historia y, un par de años más tarde, en 2018, el proyecto de Cuento-documental La Laguna de las Negras la recreó desde el punto de vista de las mujeres y niños que dejó aquel motín en el territorio.
Para ese entonces, se celebraba la décima versión del Carnaval Africamérica, que cada 8 de enero, en conmemoración de la Navidad Etíope Genna, popularmente conocida como Pascua de Los Negros, recorre las calles de la ciudad al ritmo de diversas comparsas de música y danza de raíz afro. El nacimiento del Centro Cultural Africamérica, en 2003, como espacio para el diálogo de la cultura africana y afrolatina, activó a partir de entonces una serie de actividades en torno a lo afrochileno, transformando a Concepción en un lugar central de estudios y conversaciones. Aquí destacó en 2015 el ciclo formativo Movimiento Raíz, del colectivo Origen.
El recorrido ha sido largo. Pero, desde la silenciada historia colonial, hasta la amplia difusión contemporánea, la raíz africana en Chile es cada vez más visible, especialmente desde las artes escénicas, motivada también por la creciente llegada de afrodescendientes de toda Latinoamérica. Así, esta identidad, otrora nublada, hoy encuentra tierra fértil en personas que se han ocupado de materializarla y difundirla en el Gran Concepción. Porque el velo ya se deshizo, y aquel Chile negro, aquel Conce negro, ya no se oculta más.
La Laguna de las Negras
El 24 de marzo de 2022, en donde existiera la Laguna de Los Negros en Concepción (calle Cruz, entre Rengo y Caupolicán), Claudia Urbina Sotomayor y Sofía Fernández Mora, directoras del proyecto La Laguna de las Negras, conmemoraron junto a la Escuela Senegal Danzas, la partida y legado de aquellos senegaleses lanzados a las aguas hace más de dos siglos.
Este hecho histórico motivó el Cuento Documental La Laguna de las Negras, cuyo relato se centra en las 28 mujeres, 20 infantes y 9 lactantes que acompañaron el motín del Trial, condenadas a presenciar el ajusticiamiento de sus compañeros en absoluto silencio. Pero sobre todo, la obra busca contar la historia de los y las sobrevivientes, descendientes o herederos de aquellas esclavas, diluidos por el tiempo y el cemento penquista, al igual que la legendaria laguna.
Para estas creadoras, se trata de una búsqueda de la identidad a través de la recuperación de la historia familiar, para muchas oculta. Y a la vez, se trata de relevar la tercera raíz cultural, al debe en la sociedad chilena. “Esta generación ha tenido la misión de recuperar aquello que le fue quitado, un despojo identitario donde se niega la posibilidad de ser afro en Chile. Todo es posible, menos un Chile Negro. Nuestra misión es instalar la duda, impulsar el reconocimiento de la presencia africana en Chile y las posibles descendencias de los africanos, no solo del norte y centro sur del país, sino también, del sur extremo, que comienza en el Biobío. Nosotras tenemos el deber, como generación, de hacernos cargo de esa deuda histórica”, explica Claudia.
Pero, más que dudas, la investigación que acompaña este proyecto desde 2017, respecto a la presencia y descendencia de africanos en el territorio, ha brindado frutos y certezas. Sofía comenta que hallaron un documento de venta de una esclava africana y su hijo realizada en Concepción, con fecha de dos días posteriores a la condena de los amotinados. Asimismo, en las conversaciones con vecinos antiguos del sector cercano a la Laguna, una anciana recordaba un dato no menor. “Una señora muy anciana nos contó que cuando era niña siempre hablaban de un negro que fue esclavo, y que tenía un negocio donde vendía una comida tan popular, que las personas hacían fila para comer allí. Se trataba de un platillo nunca visto, y que eran porotos con tallarines. Ese dato para mí fue clave, porque nos estaba diciendo que muchas cosas que consideramos ‘más chilenas que los porotos’, en realidad podrían tener una raíz africana”.
De este modo, las creadoras buscan derribar la historia contada por tantos años, de un Chile nacido a raíz de la mezcla entre indígenas y colonos, principalmente europeos. Pero en la actualidad, Sofía afirma que “se hace más urgente y se hace más vigente esta historia, porque es importante si nos reconocemos como afrodescendientes, recibir a nuestros hermanos y hermanas migrantes en su diáspora”. Claudia la secunda: “Es una verdad histórica, y las verdades salen a flote. Está el relleno del cemento, que es el olvido, pero está la fuerza del agua que lo desborda todo. Por más que la república quiera blanquearse, es difícil seguir negando esa verdad histórica”.
El primer afrodescendiente en la población
Corría 1968, cuando Claudio Benedito se asentó en Chile desde Brasil. Venía de recorrer Latinoamérica con su banda Ases do Samba, donde era el cantante, bailarín y percusionista Mister Onyx, y decidió quedarse a pesar de la dictadura que golpeó al país un par de años después.
“Él fue preso político, aunque no militaba en ningún partido. Pero compraba libros, se formaba, asistía a conciertos. Y era negro. Le dieron la opción de irse, pero él se quedó, sin saber todo lo que viviría estando preso, donde fue torturado y humillado principalmente por su color de piel. Él estuvo en el Estadio Nacional, en Ritoque y en Villa Grimaldi, en los peores lugares, por casi un año”, relata una de sus cinco hijas, Katrin Benedito Yáñez, a unos pasos de la casa donde vivió junto a su padre y hermanas desde 1983, en la población Boca Sur, y donde hoy hay un mural en su memoria.
Fue en las calles de esta población donde entregó la mayor parte de sus conocimientos en música y danza brasileña, siendo además el primer migrante afrodescendiente en el sector, nieto de esclavos africanos que llegaron a Sao Paulo a trabajar la tierra. Así, conocido como El Brasileño, entregó la alegría de la música y cultura afrobrasileña en espacios culturales, organizaciones populares y centros educativos, siempre con el pandeiro bajo el brazo. Y su reconocimiento fue tal que, luego de su partida, en junio de 2017, el histórico carnaval del Festival de Todas las Artes Víctor Jara, realizado anualmente en la población, lleva su nombre. Así también el comedor popular que se levantó en Boca Sur durante la pandemia en respuesta a la necesidad de las y los pobladores.
Un legado que cruzó fronteras desde la gran África, y que Katrin y sus hermanas hicieron carne, desde la música y la danza, pero también desde la identidad. “Yo siempre me sentí diferente, porque somos diferentes. Ahora es más común, pero hace años ver personas negras era extraño. Éramos la familia negra de la población, “los negritos”. Y mi papá siempre trató de inculcarnos la cultura afro, de hablarnos de su familia, de cómo se vivía en Brasil. Y siendo niña, asumir todo eso aquí no es fácil, porque vivimos la discriminación de manera muy fuerte. Aun así, nosotras siempre fuimos felices y orgullosas de nuestra raza”, relata Katrin.
Eso la motivó hace algunos años a indagar más sobre su ascendencia, especialmente desde la espiritualidad legada por los esclavos afrobrasileños, donde sintió una gran conexión y llamado. Su segundo nombre, Janaina, también da cuenta de aquello: Janaina, también llamada Yemanyá, representa la divinidad de la fertilidad de la mitología yoruba, originalmente asociada al mar; la diosa del mar, y fue el mismo nombre con el que bautizó a su hija. “Cuando una comienza a conocer, comienza a entender muchas cosas. Entiendes que el pueblo africano ha sido el más esclavizado y castigado. En lo personal, también he sentido la necesidad de estar allá, con los míos, y tratar de aportar en lo que se pueda. Esto me invita a ser aún más orgullosa de mis raíces y de mi sangre negra. Y eso da poder”, destaca Katrin.
El llamado del tambor
La artista escénica Javiera Aguilera Cofré descubrió hace unos cinco años que era afrodescendiente. En la búsqueda de su pasado, supo que su tatarabuela era una joven africana esclavizada que llegó a Azapa, en Arica. Una historia que asentó y al mismo tiempo marcó el inicio de la construcción de su identidad como afrochilena, pero que comenzó una tarde en la universidad Arcis, con un hecho y un sonido puntual: “El tambor me llamaba mucho. Cuando lo escuchaba sentía una conmoción muy grande, que no podría explicar. Era algo muy físico, muy emocional”, recordó Javiera.
Esa tarde en que escuchó los tambores de una clase de festejo, ritmo y danza de origen afroperuano, quedó prendada y no soltó más aquella hebra de africanía que, por primera vez, se presentaba en su vida. Fue la primera vez que relacionó los rasgos físicos de su padre, y los propios, con África, pero era un tema del que nunca había escuchado hablar a sus cercanos, aún cuando Arica concentra el 46,8% de la población chilena que se considera afrodescendiente, según el censo de 2017.
“El blanqueamiento en Arica fue muy fuerte, y así también sucedió en mi familia. Mi papá nunca nos habló de nuestras raíces, nunca nos acercó a esa historia, porque no era reconocida. De hecho, en mi familia se buscó históricamente ‘mejorar la raza’, buscando descendencia con personas blancas, pero no es algo de lo que se hable, porque es un dolor muy grande que vivieron. Y hoy, mi generación, mis primas y hermanas, que somos artistas, estamos reivindicando y acercándonos a esta historia porque nos llama culturalmente. Y no queremos hacerlo desde la apropiación cultural ni de manera banal, porque es algo mucho más profundo para nosotras, es nuestra familia”, expresó Javiera..
Con esta curiosidad creciente, a través de una tía descubrió que su tatarabuela, que se llamaba Oyara (Diamante Negro) con tan solo 13 años llegó esclavizada desde Kenia al Puerto del Callao, en Perú, resistiendo un viaje de tres meses. Allí fue vendida y trasladada a Azapa, donde trabajó la aceituna y debido a su fortaleza e inteligencia, fue transformada en una esclava de casa. Su nombre fue cambiado a Trinidad Albarracin, y allí se desempeñó como cocinera, sirvienta y partera, oficio que la llevó, en medio del sufrimiento de la esclavitud, a asesinar a recién nacidos de piel oscura, muchos consecuencia de violaciones a esclavas, para impedir su vida como negros.
“Hablar de esto no es tan simple, y siempre es con permiso de ella. Es mi familia, mi sangre, que sufrió tanto, y que me llamó sin buscarlo, con el tambor”, afirma Javiera con profunda gratitud. Reconoce que aún está en el proceso de recuperación de datos y de indagación, donde la enseñanza y estudio de la danza afro, han sido la vía para conocer sus raíces. Lo hace dictando clases de Ritmos afroperuanos a tambor vivo en Plaza Condell, y también cantando en la comparsa Cumbiamba La Taruya, que difunde la danza y música afrocolombiana.
“Hoy vivo esta historia a través de la danza, que es mi herramienta más poderosa. Me invita a continuar estudiando, pues hay muchas cosas que no conozco porque nunca estuvieron en mi cotidiano. Eso también ha sido doloroso y frustrante, porque incluso me han acusado de apropiación cultural. Y yo no quiero hacer eso, aunque sea mi sangre, no quiero ocupar esto para mi beneficio. Pero la danza es mi forma de reivindicar y conectarme con mis ancestras”.
Danzando como en Senegal
Hace dos años, y en medio de la pandemia mundial, nació en Concepción la Asociación Social y Cultural Senegal Danzas, de la mano de Melissa Sepúlveda Alvarado y Khadim Thiam, quien vino a Chile por primera vez desde Senegal, su país natal, con la compañía Jambar Senegal, para difundir y mostrar en diversos festivales y eventos, los ritmos y danzas del país.
Desde entonces, se forjó una alianza con Chile, pues cuando regresó a África, en 2019, lo hizo junto a la compañía Luz del Mundo creada en Santiago, para participar de un Festival Internacional de Folclore e Interpretación en la ciudad de Louga, su tierra natal y capital cultural de Senegal. Fue la primera compañía de danza latinoamericana en presentarse en el encuentro.
Y es que Senegal es reconocida como la nación del arte y la cultura en África. Tal como relata Khadim, la música, la danza y el desarrollo espiritual son parte de la vida diaria de los senegaleses, así también parte central de su formación. Los niños crecen rodeados de ritmos y movimientos que representan sus tradiciones, historia, vivencias o comidas típicas, y van desarrollándose y creándose continuamente de manera colectiva en los poblados y transmitiéndose de generación en generación. No hay escuelas de música o danza senegalesa, sino compañías históricas. Se trata, genuinamente de ‘llevarlo en la sangre’, y gracias a Khadim, un trozo de aquel conocimiento y tradición ancestral reside en Concepción.
Todo comenzó en Valle Nonguén, cuando un domingo y en un ambiente de confianza, comenzaron a tocar tambores. “Entonces la gente de Nonguén comenzó a acercarse y a preguntar qué era eso, qué era el sonido”, recuerda Melissa, y por consiguiente, nació la idea de enseñar. “Luego comenzamos a invitar a las personas a tocar y danzar de forma gratuita, a compartir con nosotros, a hacer clases y armamos la Escuela Senegal Danzas”, agregó Khadim.
Y sus conocimientos encontraron tierra fértil. “El arte africano tiene un alcance internacional, todas las personas lo aprenden con felicidad, se transmite y recibe bien. Pero es importante que las personas aprendan más, porque conocer de todas las culturas de África es muy difícil, y no basta con saber sólo un poco”, dice Khadim. Y es que, agrega Melissa, hay un gran desconocimiento sobre la gran diversidad presente en África, que tiende a pensarse como un solo elemento, cuando en el continente confluyen muchas culturas. “Pero a la vez, todos los pueblos originarios de África tienen muchos elementos en común en su tradición. Aquello ha sido muy interesante de descubrir, por ejemplo que hay muchos elementos tradicionales y de cosmovisión, incluso muy parecidos al del pueblo mapuche y otros pueblos de Latinoamérica”, destacó Melissa.
Hoy, ella y Khadim trabajan arduamente para mantener el centro y la escuela de danza en Concepción, con el fin de volver a Louga en 2023, con un proyecto aún más ambicioso que incorpora apoyo educativo y social a infancias senegalesas.