A 30 minutos de Concepción se encuentra una localidad donde destaca una tradición popular, reconocida en Chile y el extranjero. Se trata de Copiulemu y sus bordadoras, quienes, a través de coloridas arpilleras de diferentes tamaños, exponen costumbres propias del mundo rural.
Esta práctica artesanal tiene más de cuatro décadas de historia en Copiulemu y se niega a desaparecer. Las bordadoras quieren preservar el legado. Para eso, ya han instalado un museo, donde exhiben y venden sus piezas; también enseñan en un jardín infantil el arte del bordado a los más pequeños. Quieren más herederos de este conocimiento popular.
Por Natalia Messer.
Este artículo fue publicado en agosto de 2018, por lo que algunos datos podrían haber cambiado.
En Copiulemu -bosque de copihues, en mapudungun- los bordados de lana son una especie de tradición que brota en cada esquina y que cuenta con más de cuatro décadas de historia. Más de algún habitante local estuvo o está vinculado a las agujas, paños o arpilleras y a las hebras de lana que contornean, colorean y rellenan árboles, carretas, flores, pájaros, personas, vacas y tantas otras figuras más.
El trabajo de las bordadoras de Copiulemu es elogiado en Chile y el resto del mundo. En 2004, recibieron el premio Lorenzo Berg a los artesanos más destacados del país, y en 2010 la Unesco les entregó el sello de excelencia de artesanía.
Se trata de una tradición textil presente desde varios siglos, especialmente en el mundo campesino. En Chile, Copiulemu no es la excepción. En Isla Negra, por ejemplo, ubicado al sur de El Quisco, en la Región de Valparaíso, sobresalen unos coloridos tapices y paños que muestran costumbres más ligadas al mar y la pesca. También en Ninhue, una pequeña localidad cercana a Chillán, se borda por tradición y en el presente sus creaciones son muy solicitadas en Estados Unidos, Rusia y Alemania. La elaboración de estos paños puede demorar más de tres meses.
En definitiva, el hilo, los tejidos, la costura y el bordado forman parte de una cultura ancestral, muy ligada a los indígenas que se interesaron por esta especie de magia que envuelve a los nudos.
Los nativos americanos, por ejemplo, desarrollaron una técnica llamada Quillwork, una forma muy antigua de bordado, a la que además aplicaban plumas de aves y púas de puercoespín.
Hoy, muchas de estas creaciones indígenas, como zapatos tipo mocasines, fundas de cuchillos, joyería, mantas, entre otras, se exhiben en museos alrededor del mundo.
Pero las piezas de Copiulemu también han itinerado por galerías extranjeras. Además, son artesanías vigentes, pues muchos de esos paños con paisajes y “pasajes de vida” florecen día a día, como los profusos copihues que brotan en esa localidad, ubicada al noreste de Concepción.
Eso sí, las bordadoras de Copiulemu ya no elaboran con la productividad de antaño. Y eso las apena. Los pedidos han disminuido, porque si antes contaban mensualmente con uno o más encargos, hoy deben armarse de mucha paciencia para que pasado un buen tiempo recién les soliciten un trabajo.
Pero siguen enhebrando la aguja. Es la tradición y una especie de terapia que las saca de la monotonía. Por eso, su actual lucha es que los bordados y sus bordadoras no desaparezcan o se queden atrapadas en la telaraña del olvido. La idea es que todo el saber y la técnica detrás de estas piezas se traspase a las nuevas generaciones.
El parvulario
El origen de las bordadoras de Copiulemu se une a un proyecto social de importancia en Chile, y que llevó a cabo la escultora alemana Rosmarie Prim, esposa del destacado artista local, Eduardo Meissner Grebe.
“La historia comienza en 1973. Yo estaba relacionada con Copiulemu, porque mis suegros tenían allí un campo. (…) Al poco tiempo, empecé a tomar contacto con la gente del lugar y me di cuenta de la escasez y la falta de recursos que existía allí”, cuenta Rosmarie.
Para entonces, la situación económica chilena no era la mejor y las cifras de inflación eran de tres dígitos. A esto se sumaba la inestabilidad política y la fuerte oposición que tenía el entonces gobierno del presidente Salvador Allende.
“Me fui a Alemania a visitar a mi familia. Mientras estuve allá me surgió una visión: ¿qué puedo hacer para los niños de Copiulemu. Entonces, se me ocurrió hablar con el párroco de la iglesia católica de Manderscheid, mi ciudad de origen, para que pidiera a todos los amigos y feligreses una colaboración y así poder hacerles una Navidad a los niños de Copiulemu”, cuenta Rosmarie.
Cuando la escultora volvió a Chile, la situación económica y política seguía inestable. Además, un Golpe de Estado había derrocado al gobierno de Allende y una junta militar tomado las riendas del país.
Pese a los conflictos de la época, Rosmarie estaba de regreso en Chile y con la clara idea de ayudar a los niños de Copiulemu. En Alemania, además, le había ido muy bien con su colecta y consiguió una cuantiosa suma de dinero.
“Me vine con un saco de plata. El cambio de moneda del marco al escudo también me benefició, pero luego me puse a reevaluar la idea de la Navidad. Era bastante dinero, entonces le dije a mi familia que no iba a gastar ni un peso para eso”, señala Rosmarie.
La escultora se formuló a sí misma una pregunta clave: ¿qué necesita realmente Chile? Y, claro, la respuesta no tardó en llegar a su cabeza: educación.
Sí, porque en Copiulemu hasta entonces no existía ningún parvulario o jardín infantil. Los niños pasaban directamente a primero de enseñanza básica en la escuela rural. “Faltaba una disciplina previa, y desarrollar habilidades de motricidad fina”, subraya.
La artista comenzó a buscar un sitio en Copiulemu, donde pudiese construir el jardín infantil. Luego de un par de conversaciones con el obispo de la época, Manuel Sántos, se concretó la donación de un espacio por parte de la iglesia católica de Concepción.
Paradójicamente, el ‘73 fue un buen año para los niños y las familias de Copiulemu. Allí se iba a fundar el primer jardín rural de todo Chile y, por cierto, la Navidad también se celebraría. Rosmarie había conseguido ayuda de un amigo cercano a su familia y organizó una encantadora e inolvidable velada, donde también aprovechó de presentar a toda la comunidad el proyecto del nuevo parvulario Manderscheid, que hasta el día de hoy lleva ese nombre.
La obra demoró entre 5 y 6 meses, y para abril de 1974 se inauguró. “Todo salió perfecto. Incluso me sobró plata, así que podía habilitar tres jardines más”, cuenta.
Y lo hizo. En Chaimavida, Agua de La Gloria y Vidrio Planos Lirquén se abrieron tres nuevos parvularios.
Primeras puntadas
Este proyecto educativo social fue como una especie de impulso para que se dieran las primeras puntadas en las arpilleras de las copiuleminas.
El mismo año de la fundación del parvulario -1974-, Rosmarie reúne a un grupo de mujeres que conformaban por entonces un centro de madres, también muy conectado con el jardín Manderscheid, ya que algunas de sus integrantes eran apoderadas del establecimiento.
“Quería enseñarles a bordar de la manera en que lo hacen en Isla Negra. Entonces me decidí, y un día llegué con un saco de harina, aguja, lana multicolor y las invité a crear lo que quisieran en el bordador, sin copiar de algún libro”, relata Rosmarie.
Fueron aproximadamente 20 bordadoras las que aceptaron con entusiasmo el desafío de bordar. Entre las iniciadoras destacan: María Riquelme, Norma Ulloa, Norma Araneda, Flor Castro, Raquel Zúñiga, Elvira Muñoz, Juana Hermosilla, Iris Silva, Rosalina Rebolledo, Rubí Rojas y Ruth Jara.
Un desafío que además implicó dejar semanalmente los hogares, aunque por un rato, para reunirse en el mismo jardín infantil de la localidad y mostrar los avances del trabajo. También una oportunidad para recibir los comentarios y la evaluación de Rosmarie, quien por cierto ha sido catalogada como “justa y exigente” por sus alumnas.
El resultado de las piezas fue asombroso, casi mágico: las alumnas presentaron coloridos retazos con paisajes rurales, como techos rociados con exuberantes buganvilias, o desteñidas puertas de casonas, y claro, algunas de ellas impregnaron en la tela sus propias historias personales, cargadas también de la tradición campesina.
El reconocimiento externo a esta creación no demoró en llegar. En 1975, las bordadoras tuvieron su primera aparición pública en la Sala Universitaria de Concepción. En esa ocasión, se vendieron todos sus paños.
Al ver este creciente interés, las bordadoras comenzaron a exhibir y comercializar las arpilleras en ferias artesanales, como la que sigue organizando desde 1977 la Universidad Católica de Santiago. Su trabajo se consolidó como patrimonio identitario para Copiulemu.
Las exposiciones tampoco cesaron, incluso hasta hoy. Sus creaciones fueron admiradas en Alemania (1989, muestra en el Ibero Club de Bonn) y también en Nottingham, Inglaterra, durante 1991.
“Cuando viajaba a otros países, siempre llevaba conmigo arpilleras para mostrarlas y hacer contactos con posibles interesados”, cuenta Rosmarie.
Con el pasar de los años, al grupo se le fueron uniendo más interesados. Llegaron a ser alrededor de 60 bordadoras, la mayoría mujeres, aunque también hubo un par de hombres, no más de tres, que quisieron romper estereotipos y emprender en este arte popular. A uno de estos bordadores Rosmarie lo recuerda muy bien: “El Roberto era muy talentoso, igual que su madre”.
Abuela, hija y nieta
Son cuatro generaciones detrás de las bordadoras de Copiulemu. La abuela, la hija y la nieta han estado casi medio siglo bordando ininterrumpidamente.
Maritza Tapia es la prueba de ello. Tenía dos años y acompañaba cada semana a su mamá, Blanca Zambrano, y a su abuela, Juana Silva, a bordar.
“Aprendí mirando, porque en el fondo uno sigue haciendo lo mismo que su mamá… A mí me llamaban la atención los colores y los animales que dibujaban con el hilo, y que a veces ni parecían animales”, recuerda entre risas.
La técnica la aprendió con el tiempo y, cuando ya se sentía confiada con cada puntada, transmitió el conocimiento a su hija, quien también borda.
“Uno sale de la rutina, conoce a gente. Cuando vas a exposiciones, por ejemplo, haces contactos y compartes con otros artesanos”, opina Maritza.
Una vida de campo tranquila, pero que puede ser tan rutinaria como la de ciudad. Las mujeres, en este caso, casi siempre en la casa, realizando las labores de aseo, cocina y cuidado de los hijos. Por eso no es de extrañar que a muchas bordadoras, forjadoras de esta tradición campesina, les quisieran esconder sus armas de inspiración: las agujas.
“El machismo era muy fuerte. Había algunos varones que no querían que sus mujeres participaran de las bordadoras de Copiulemu. Yo recuerdo que fui a verlas a sus casas para convencer a los maridos para que pudiesen asistir al grupo. Al final, éstos me hicieron caso”, recuerda Rosmarie.
Herederos
Pero el conocimiento y la técnica del bordado no sólo se transmite a las generaciones que comparten la sangre. También existe un intento por formar a nuevos herederos que se encarguen de salvaguardar la tradición popular.
En el mismo jardín Manderscheid se enseña a bordar a los niños desde hace cuatro años. No es tarea fácil, porque son muy pequeños y cuesta mantener su concentración, pero avanzan y muestran sus primeros paños con orgullo: hay flores, corazones y soles.
Auda Zambrano Cabrera, también bordadora local, tiene la tarea de enseñar a los niños del parvulario y traspasarles lo mismo que recibió ella cuando aprendió a bordar.
“Al principio me costó, porque no podían enhebrar la aguja, pero ahora se las dejo lista. Hemos avanzado con cuatro paños y estamos tratando de hacer el punto cadeneta”, explica Auda.
El punto cadeneta consiste en una especie de anillas consecutivas y es usado con frecuencia en prendas para vestir, mantelería y paños. Es una de las primeras lecciones que reciben los nuevos aprendices del bordado.
La idea, por ahora, es que los niños sean capaces de hacer sus propios dibujos, únicos e irrepetibles, para que así lo marquen y comiencen a bordar. Cuando dominen la técnica, podrán ser como su maestra, que domina al revés y al derecho el crochet, las costuras y los bordados en general.
“A veces, comienzo con un solo dibujo en el paño y luego voy sumando más elementos… Esto depende de la imaginación de cada una. En mi caso, siempre bordo animales, árboles y pájaros”, cuenta Auda.
Auda, además, es parte de esa generación copiulemina que traspasó la técnica. Su mamá, por ejemplo, sigue hasta el día de hoy bordando y sus dos hijas también saben cómo transferir un pedacito de su imaginación a las arpilleras.
El árbol de María
Y esa imaginación tuvo que volar con alas propias para la visita del Papa Juan Pablo II a Chile, en 1987.
Al grupo de bordadoras le solicitaron un pedido importante: confeccionar el tapiz Papal. En esos años, Roberto Goycoolea, destacado arquitecto chileno, posteriormente Premio Nacional de Arquitectura en 1995, conocía las creaciones copiuleminas y las admiraba. Además, estaba a cargo de proyectar y dirigir la ejecución del altar y el campus habilitado para el oficio que celebraría el Pontífice en Concepción.
“En dos meses y medio terminaron el tapiz. Fueron 42 bordadoras, de diferentes edades, las que trabajaron día a día en sus casas y a cada una se le asignó una temática”, recuerda Rosmarie.
Los temas eran diez y tenían que ver con el mundo laboral, pues el tapiz estaba destinado especialmente para ser utilizado en la Misa del Mundo del Trabajo. El bordado también incluyó las 14 estaciones del vía crucis y un “Árbol de la Vida”, el que fue muy elogiado.
La responsable de ese bordado es María Riquelme. El actual centro donde se encuentra el museo de bordados -en calle O’Higgins 15, Copiulemu-, y donde también las bordadoras se reúnen mensualmente, lleva en honor de ella su nombre.
María Riquelme, ya fallecida, se encargó de bordar el “Árbol de la Vida”, una creación que hoy es alabada no sólo por su destreza con la aguja y lana, sino por la connotación que de ella se escinde.
Es una imagen literal de cómo es la vida rural. La mezcla entre cultura y naturaleza y de cómo se acompañan el copihue, las flores, los animales más una ronda de personas en torno al árbol que simboliza la vida.
Las creaciones de María Riquelme cuentan con un estilo único, que supo transferir muy bien a la arpillera. Sus líneas ondulantes, de distintos colores y grosores, bailan la misma danza y recrean un paisaje final donde todo parece entremezclarse, pero sin caer en el caos.
“María era muy talentosa, extraordinaria… una de las antiguas del grupo. Dejó nietas que hoy siguen con la tradición”, apunta Rosmarie.
Bordar más…
Actualmente, 37 bordadoras siguen activas. No se reúnen todas las semanas, como antes, pero sí todos los meses. La instancia ideal para mostrar sus avances a Rosmarie, quien por más de cuatro décadas las ha guiado, y lo sigue haciendo.
“Encuentro que estos bordados tienen mucho de arte. Es cierto que hay una parte artesanal, pero ninguna pieza es igual a la otra. Nos tienen catalogadas en el país como algo excepcionalmente original y es por esta rigurosidad de no meterse en la máquina, sino de ser algo libre que dicta el corazón”, valora Rosmarie.
Las bordadoras tienen un sueño en común: que la tradición perdure y que puedan dar a conocer aún más sus bordados. “Ahora no bordo mucho porque no se está vendiendo tanto, entonces, ¿para qué acumular?”, se pregunta retóricamente Maritza Tapia.
Para Auda Zambrano, hay que aprender a apreciar más los bordados: “Falta mucha cultura en ese sentido. (…) Cuando participamos en exposiciones hay que explicarle a la gente para qué sirven las piezas, decirles que se pueden hacer portavasos, cuadros o usarlos como cojines”.
Pese a que las ventas han bajado y los pedidos son mensuales, el grupo se mantiene vivo, expectante y sin las ilusiones rotas.
Rosmarie admite, también, que para que haya continuidad hay que estar al pie del cañón. El dicho se ajusta bien a este caso, porque ya una idea ronda en su cabeza. Quiere abrir una cafetería para todo público en el mismo museo María Riquelme, que reúne a estos tradicionales bordados y a sus mentes creadoras.