Por Pamela Rivero Jiménez.
Si me pidieran describir en dos palabras las sensaciones previas al 11 de septiembre de 1973, diría incertidumbre y temor. En el país había una división tremenda, aumentada porque estábamos en la época de la Guerra Fría, y eso se trasladaba a Chile. Era un tiempo donde eras rojo o verde. No había términos medios. Eras mi amigo o mi enemigo. A eso se agregaba la intolerancia de los grupos más extremos tanto de la Unidad Popular como de la oposición que, con sus acciones, ampliaban la polarización entre los chilenos. Un fenómeno que se acrecentó tras las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, en las que la Confederación de la Democracia no tuvo los votos que necesitaba para destituir al presidente Salvador Allende. Siguieron situaciones más violentas, como el Tanquetazo del 29 de junio, que para mí fue un ensayo general de lo que vendría después. Y del otro lado, medidas más extremas, como intensificar las tomas y ocupaciones de fábricas y empresas. Todo aquello creó una tensión que es difícil de describir hoy, pero que la podría resumir en que había días en que daba miedo despertar.
En esa fecha tenía 19 años, y estudiaba primer año de ingeniería comercial en la U. de Concepción, carrera que luego dejé para estudiar pedagogía en Inglés y Traducción. Uno a esa edad era muy idealista. Siempre tuve una buena impresión de Allende, a quien conocí siendo todavía un niño, en la casa de un matrimonio amigo de mi familia, acá, en Concepción.
Mi mamá fue la fundadora de la carrera de Enfermería en la UdeC, y mi papá, el jefe de personal del plantel. Por eso, desde pequeño esa universidad fue como una extensión de mi casa y, sus jardines y áreas verdes, el lugar donde jugábamos con mi hermano. Vimos cómo se formó el MIR, y mirábamos con admiración a los hermanos Enríquez, a Luciano Cruz y a Bautista van Schouwen, cuyo patio colindaba con el nuestro. Ellos eran mayores que yo, pero uno seguía sus trayectorias. Por eso recuerdo tan bien aquella vez en que, en un acto en la Casa del Deporte, Miguel Enríquez, en un perfecto inglés, dejó callado con sus argumentos a Robert Kennedy.
Pero también estaba lo otro. Uno en la semana trataba de ir a clases, pero nos pasábamos en huelga. Costaba un mundo conseguir cosas para la casa. Nos decían aquí hay una cola porque están vendiendo azúcar, y para allá partíamos. Recuerdo haber hecho una fila durante toda una noche para comprar medio litro de bencina. Ese era el diario vivir. Los fines de semana para mí eran un alivio, porque podía ir al estadio y ponía música en las fiestas, pero ya llegando el lunes, empezaba el tema más violento.
Ese 11, como a las 8, mi papá nos despertó a mi hermano y a mí, para contarnos lo del golpe. Fue triste, porque no era una forma de terminar un gobierno. Nos levantamos. Mi hermano partió a la universidad, alcanzó a avanzar unas cuadras, hasta que se encontró con un militar que lo hizo regresarse. Para tener información sintonizamos radios argentinas, porque las chilenas solo transmitían marchas militares. Así nos enteramos del bombardeo a La Moneda. Decían que habían fallecidos de ambos lados. Mi mamá estaba muy preocupada porque mis dos primos hermanos, quienes tras fallecer sus padres siempre vivieron con nosotros, eran suboficiales del Ejército. Uno de ellos estaba en Concepción y, el otro, había viajado a jugar fútbol a San Felipe y de ahí lo habían trasladado a Santiago. Supimos que estaba bien al día siguiente.
El 12 o el 13 de septiembre, milagrosamente, los negocios aparecieron abastecidos. Cada uno sacará sus propias conclusiones. Lo que vino ya todos lo saben. Es una historia que nunca más debería repetirse. Y tampoco ese odio e intolerancia que vivimos hace 50 años. El costo fue muy alto.