Fue hace pocos días. En el Congreso Jóvenes Futuro 2022, el presidente Gabriel Boric decidió relatar a la audiencia una experiencia que había vivido minutos antes de comenzar su intervención en esa actividad. “Uno de los insultos que se ha instalado para referirse a mi persona es el de merluzo”, partió diciendo. Con ello, aludía al apodo -sinónimo de bobo o necio-, que le dedicó un periodista español, a propósito de la crítica que el mandatario chileno hizo al rey Felipe VI, por su retraso en la ceremonia de cambio de mando, en marzo último.
Acto seguido, recordó que al momento de ingresar al recinto donde se desarrollaba ese evento, una mujer lo había tratado de merluzo y de mamarracho. “Esa señora cuando abre sus redes sociales, seguramente debe tener puras interacciones que le refuerzan esos mismos prejuicios y esa misma opinión. Seguramente vota rechazo”, añadió, y aclaró que no decía aquello “en un mal sentido”, pues también sucedía al revés, con quienes apoyaban al gobierno (y a la opción apruebo), donde también se evidenciaba una escasa tolerancia para aceptar la opinión contraria.
Sin embargo, aquello que detallaba -y criticaba- el presidente Boric no es nuevo. Hace más de una década, el activista y empresario Eli Pariser lo conceptualizó en una idea que denominó Filtro burbuja (o burbuja virtual). Una teoría que esgrimía que los algoritmos nos exponían, sin que los usuarios de Internet lo advirtiéramos, solo a opiniones afines, y no a argumentos contrarios que pudieran desafiar y enriquecer nuestras creencias. Una forma de interactuar al interior de una burbuja que se ha extendido a todas nuestras formas de relacionarnos en el mundo virtual y, poco a poco, también, a la manera de convivir en la vida real.
Así, estamos edificando realidades donde creemos que todos piensan como nosotros, y por ello nos irrita de sobremanera la opinión contraria.
Esa forma de entender las relaciones nos lleva muchas veces a inhibirnos de dar a conocer nuestras ideas en contextos donde sabemos que tales apreciaciones no serán bien recibidas, aunque tengamos los argumentos para apoyarlas. Así, no forzamos una sana discusión y dejamos que otros continúen afirmando sus verdades. Conductas más extremas, como sucedió con la mujer que trató de merluzo al presidente, llevan a insultar sin más, por la creencia de que su verdad -en este caso, su opinión sobre el mandatario- debe ser escuchada sin importar la forma en que se haga notar.
Y eso está mal, como expresó aquel día el mandatario. Tenemos, dijo, que encontrarnos entre quienes piensan diferente. Pero ese ejercicio del que hablaba requiere trabajo y ejemplo. Uno que debería comenzar dando toda la clase política, pues recuperar la capacidad de diálogo, saliendo de nuestras burbujas, es hoy una urgencia y la vía más segura y legítima para menguar esta polarización que tanto nos divide.