El problema de la delincuencia tiene tantas aristas como proposiciones para solucionarlo. Ya el año pasado hablábamos del “martillo de goma”, para dar cuenta de situaciones que ocurrían en regiones -en las que la Reforma Procesal Penal llevaba más de un año de vigencia- donde hacíamos eco de las críticas de fiscales respecto a las limitaciones que tenía el Ministerio Público para obtener la prisión preventiva de sujetos considerados peligrosos por su nutrido prontuario. El tema, claro está, todavía no tenía alcance nacional: el nuevo sistema procesal recién se aplicaba en la Región Metropolitana y, al parecer, la realidad del resto del país no parecía concitar interés ni en los medios nacionales ni en los legisladores ni en el propio Gobierno. Bastó que se conociera el caso de reincidentes “capitalinos” que quedaban libres con medidas cautelares alternativas a la prisión preventiva y que más de un “conocido” fuera víctima de un robo u otro delito para que el tema se llevara a la palestra nacional. La delincuencia o, más bien, el problema de la delincuencia como se le denomina ahora, pasó a ser el tema que reemplazó a la crisis de los estudiantes. Surgieron encuestas que reflejaban el temor ciudadano y con ello las acusaciones hacia todos los sectores involucrados en su control. Nadie se salvó de ellas. Se acusó a los jueces de descriterio, a los fiscales de no entregar las pruebas suficientes al momento de solicitar la prisión preventiva, a las policías de no ser eficientes en el apoyo a la labor investigativa de los fiscales, a la pésima redistribución del ingreso, al sistema neoliberal … y suma y sigue. Sin embargo, ante esta ola de recriminaciones -que no suelen tener un fundamento sólido- falta el mea culpa de la sociedad, que es la que muchas veces avala conductas que fomentan la delincuencia. No son pocas las personas que, con el argumento de aprovechar “la oportunidad”, adquieren objetos de dudosa procedencia a menos de la mitad de precio de mercado o acuden a lugares donde se sabe que éstos se venden. Y, lo que es peor, muchos se jactan de ello sin reparar que su conducta es un delito que está tipificado en el Código Penal y que tiene una pena de hasta 541 días de presidio. El problema es que la Receptación de especies robadas parece ser una situación aceptada por muchos, sin el más mínimo cuestionamiento de que con eso se está avalando conductas detrás de las cuales suele haber verdaderos grupos organizados para delinquir. Si bien no se puede meter a todas las personas en un mismo saco, pues seguramente hay muchos que jamás han sucumbido ante estas gangas, bien vale la pena hacer esta reflexión, sobre todo, porque se trata de uno de los delitos más complicados de perseguir por la justicia, por la dificultad para acreditar que el receptador desconocía el mal origen de la especie. Es por eso que tenemos que recordar y difundir que en la medida en que haya demanda seguirá existiendo la figura del reducidor, que no es otra cosa que la cara visible de la delincuencia habitual.