Roger Sepúlveda Carrasco
Rector Universidad Santo Tomás
Región del Biobío.
La Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el 24 de enero como el Día Internacional de la Educación, en consideración al trascendente rol que esta desempeña en la paz y el desarrollo de los pueblos.
Algunas cifras indican que en la actualidad 262 millones de niños y jóvenes siguen sin estar escolarizados, y unos 617 millones de niños y adolescentes no pueden leer, ni manejan nociones elementales de matemáticas.
Sin ir muy lejos, en nuestro país el presidente Gabriel Boric presentó el Plan de Reactivación Educativa 2023, reconociendo que Chile fue uno de los territorios más impactado en su escolaridad durante la pandemia, debido -principalmente- a que fue uno de los países del mundo que más tiempo mantuvo cerrados sus colegios. De hecho, y haciendo un mea culpa, el presidente declaró: “Soy muy autocrítico del rol que jugamos como parlamentarios en esa época”. Y es que la realidad es de una dureza implacable, pues son 50.529 los alumnos que abandonaron el sistema escolar entre 2021 y 2022, una cifra que representa un aumento de 24% respecto de 2019, previo a la pandemia.
“Las materias educacionales tienen que abordarse con un horizonte de largo plazo, donde si bien son necesarios abundantes recursos económicos… también es preciso incorporar una mirada integral e innovadora respecto de los procesos formativos que generen un cambio profundo en la forma como los educandos logran su proceso transformacional”.
Queda en evidencia que la escolaridad es un desafío incesante para las naciones y que todos los esfuerzos que se realicen pueden ser insuficientes, pues en esta materia se avanza siempre con “viento en contra”. Cada desastre natural, pandemia, crisis social, quiebre democrático o recesión económica -entre muchos otros sucesos- atentarán en el momento menos pensado contra el avance que un país pueda ostentar al respecto.
Las materias educacionales tienen que abordarse con un horizonte de largo plazo (visión de Estado le llaman algunos), donde si bien son necesarios abundantes recursos económicos destinados a infraestructura, recursos didácticos, sueldos y beneficios para los profesores o personal de apoyo, también es preciso incorporar una mirada integral e innovadora respecto de los procesos formativos que generen un cambio profundo en la forma como los educandos logran su proceso transformacional.
Un buen ejemplo de lo anterior es la “revolución” que la médico, pedagoga, psiquiatra y filósofa María Montessori (1870-1952) puso en marcha en Roma en al año 1907 con la primera Casa dei Bambini. Se puede afirmar que hay un antes y un después en la educación infantil luego de este hito, que no se basaba en ningún tipo de planteamiento teórico, sino en la propia experiencia educativa. Transformó tan radicalmente la educación infantil, que después nada pudo ser igual que antes. Primero, porque creó nuevos materiales didácticos con objeto de favorecer el autoaprendizaje y, luego, porque puso la escuela al alcance del niño, pensando que si algo tenía que cambiar, debía ser la Escuela, adaptándola al mundo infantil, y no al revés.
Es de esperar que legados como el de María Montessori sirvan de inspiración para las futuras generaciones de formadores, para quienes tienen la responsabilidad de diseñar las políticas públicas y para quienes tenemos la gran responsabilidad de liderar instituciones y gobiernos. Esto, pues qué duda cabe que de la educación es demasiado importante para dejarla solamente en manos de los educadores.