Dr. Jorge Maluenda Albornoz
Dr. en Psicología
Psicólogo Educacional
Académico Investigador
USS Concepción.
Hace casi 40 años comenzó en el mundo un cambio silencioso, progresivo y sin precedentes, hoy conocido como Revolución Digital. De su mano, aparecieron las Tecnologías de la Información y Comunicaciones (TIC’s), que transformaron por completo nuestra forma de vivir, desde las áreas más obvias hasta aquellas mucho menos perceptibles. Gracias a ellas, hoy nos comunicamos de forma global, sin fronteras de cultura, idiomas o distancia, y usamos aparatos altamente tecnológicos para el trabajo científico e industrial, contando también con ellos para la vida cotidiana y el ocio.
Hemos creado nuevas formas culturales y relacionales, con la aparición de los influencers, las comunidades de videojugadores y el controvertido metaverso. Y hasta modificamos nuestros hábitos, producto del uso de “muletas tecnológicas” que hoy nos son imprescindibles, como el corrector de ortografía, WhatsApp y tantas otras.
De la mano de esta amplia gama de transformaciones, también evolucionaron los requerimientos formativos, afectando no solo a los que resultan útiles para la vida laboral, sino, también, a aquellos necesarios para el devenir cotidiano.
Y unque muchos piensan que el arribo de las TIC’s implicó como única demanda formativa la necesidad de aprender a usarlas para poder desempeñar el trabajo, esto no es así. Al modificarse los usos, hábitos e intereses de las personas, cambiaron además los mercados, los servicios y las “necesidades”. La interconexión y simbiosis que las comunicaciones globales permiten, ha modificado la forma de hacer política, industria y negocios, generando -al mismo tiempo- problemas cada vez de mayor complejidad.
Es así que como la innovación surge como una herramienta clave de sobrevivencia. Una competencia que ha estado presente durante toda la historia del ser humano: desde la elaboración de los primeros utensilios que le permitieron al hombre salvarse de la extinción hasta las tecnologías que posibilitaron nuestra llegada al espacio.
Durante décadas, como legado de los paradigmas imperantes de la postguerra, predominaron métodos de enseñanza y formas sociales transmisionistas, funcionalistas y conductistas, que favorecieron maneras autómatas de funcionamiento y que opacaron habilidades naturalmente humanas.
Como consecuencia, nos acostumbramos a confiar ciegamente en nuestros formadores, a esperar la recepción de conocimientos y a trabajar en las ocupaciones existentes. En resumen, a vivir una vida prediseñada. Más aún, creamos un sistema educativo que replicó esta forma de funcionamiento social.
Sin embargo, ante el escenario descrito inicialmente, es evidente que aquellos principios y énfasis formativos ya no son viables, pues reducen la capacidad de nuestros niños y jóvenes de desarrollar las habilidades vinculadas a la innovación, como pensamiento crítico, creatividad, colaboración e intercambio. Esto, porque a sus maestros se les dificulta abordar la complejidad de la realidad actual con las herramientas necesarias para generar soluciones pertinentes, eficientes y sustentables.
Así, hoy, para desarrollarse adecuadamente en cualquier oficio o profesión ciertamente se requiere el dominio de las TIC’s. Pero, más aún, tener la capacidad de “pensar fuera de la caja” y, sobre todo, aprender a materializar soluciones que surjan desde ese ejercicio.
Esto no quiere decir que todos debamos ponernos a trabajar en nuevas tecnologías, a diseñar productos y a encajar en el imaginario social que existe sobre la innovación (un grupo de nerds trabajando en un garage creando la Mac). Se trata de contar con las herramientas conceptuales y prácticas que nos permitan -en cualquier ocupación y ámbito de la vida- reconocer lo que el premio Nobel de Medicina, Albert Szent- Györgyi, decía que significaba la creatividad: “Ver lo que todos ven, notando lo que nadie más ha notado”.
Aún más, para enfrentar el mundo dinámico y complejo que hemos heredado, es necesario incorporar como hábito esta forma de pensar y hacer, de modo que -a partir de estas nuevas ideas, y de la detección de problemas y oportunidades- podamos concretar soluciones. Así lo afirma Máximo Cavazzani, quien sostiene que las ideas de por sí no valen nada, y que lo importante es tener la capacidad de concretarlas. “Las ideas son grandes en el momento en que se convierten en realidades”, ha dicho.
Y esta forma de pensar y hacer debe ser inculcada por los sistemas educativos. Tienen que reconocer las nuevas necesidades que impone el mundo actual y trabajar para avanzar en ellas. Es decir, educar para innovar.