El baile de la victoria: sólo una postal latinoamericana de exportación

/ 18 de Enero de 2011

Es el típico caso de una película realizada por un director de prestigio y oficio, quien, tal vez blindado por sus laureles, apuesta y arriesga sin medir los resultados. Perdiendo el foco. Menos es más, una consigna repetida hasta el cansancio en el mundo del cine (y de la literatura, la música, el periodismo  y un largo etcétera) pero que El baile de la victoria no quiso entender o terminar de cuajar.
Dirigida por Fernando Trueba y ambientada en una novela homónima de Antonio Skármeta, El baile de la victoria retrata el Chile de mediados de los 90, en el periodo de “transición a la democracia”, tras el término de la dictadura.  En esta coyuntura, el Presidente de Chile decreta una amnistía para todos los presos por delitos sin sangre. Dos delincuentes, Ángel Santiago (Abel Ayala) y Nicolás Vergara Grey (Ricardo Darín) son liberados bajo esta medida. El primero es muy joven, y su único propósito es  vengarse por una violación sexual que sufrió a manos del alcaide de la prisión; el segundo, es un veterano y mítico ladrón de cajas fuertes que ya no quiere nada con el hampa y cuya única esperanza es reconquistar el amor de su familia. Sin embargo, no le será fácil: Ángel Santiago hará lo imposible por convencerlo de dar un último gran golpe, un robo cuyo botín solucionará todos sus problemas. Además, en la vida de ambos se cruza un tercer personaje, la joven bailarina Victoria Ponce, (Miranda Bodenhofer) que tal como ellos, lleva una vida desarraigada: sus padres fueron secuestrados y asesinados por una patrulla militar.
Desde el comienzo se advierte el esfuerzo de Trueba por transmitir poesía, mediante la combinación de textos sencillos pero plenos en emotividad, con un tiro de cámara que mezcla la más clásica escuela de autor con soluciones arriesgadas, junto a un cierto preciosismo de su fotografía. Así, muy pronto queda en evidencia el árbol genealógico de El baile de la victoria: con mucho de ese cine latinoamericano clásico, manierista, primo hermano del realismo mágico, cuyos directores se formaron al alero de italianos como Luchino Visconti, Ettore Scola y Vittorio de Sica.
Sin embargo, al transcurso de poco tiempo, los símbolos y significantes se convierten en clisés que quizás resulten atractivos para el extranjero, pero son bastante previsibles para el espectador de estos pagos.  Asimismo, la dirección se cruza con una desconcertante sucesión de “errores no forzados” de Trueba: nos está convenciendo que su historia es un drama, para luego confundirnos con ciertos gags humorísticos; empezamos a ver códigos de subgénero policial (con el sicario Luis Dubó interpretando por enésima vez el mismo rol) que súbitamente se interrumpen con reflexiones instantáneas de la contingencia política. Para qué hablar de los flashbacks, muy pobres en su recreación, o de la poca credibilidad de los protagonistas: el personaje de Ángel Santiago está bien construido, pero Ayala peca de muchas deficiencias en su interpretación. Por su parte, Vergara Grey se ve demasiado gentleman para haber pasado cinco años en prisión, por más que Ricardo Darín entregue su acostumbrado oficio y nivel.
Con todo, El baile de la victoria tiene algunas escenas que regalar que, seguramente, seducirán a más de un espectador. Pero, en definitiva, “El baile de la victoria” es inverosímil, se queda en la forma y las promesas, y termina concluyendo con muy poco. Tal como fue la “transición”.

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