Emilio Brunie pateaba la pelota en plena avenida O’Higgins; Bernardo Suazo “volaba” en su bici por las escaleras de los portales de la Plaza Perú; Astrid Reisenegger daba sus primeros paseos a caballo por donde hoy hay sólo casas; María Paz Ruiz-Tagle se enlacaba la chasquilla antes de partir a la Nervios; Alejandra Gouet pasaba de la bicicleta a los patines, sin soltar los coloridos helados en bolsita que compraba frente a la plaza de Chiguayante. Y lo hacían felices y despreocupados, porque en aquellos tiempos todo iba más despacio en “Conce” y alrededores. Sin tanto auto, sin tanta bocina, sin tantos edificios, sin tanto miedo y sin tanta desconfianza hacia el otro.
Aunque de generaciones distintas, recuerdan que los niños se reunían en las calles y plazas, y que la mayoría se iba caminando al colegio. Que en Concepción no había peligro de ir a pasear a un cerro. Que en los sitios eriazos se encumbraban volantines. Que las veredas eran una continuación del patio de las casas. Que los vecinos eran amigos y que se hacía vida de barrio.
Sin Facebook, Whatsapp, Instagram y Snapchat, buscaban la forma de reunirse con los amigos en torno a juegos como el trompo, la pinta, la matanza. Y ya de “lolos”, no querían más cuando en la fiesta de alguna casa se apagaba la luz para bailar un lento, o en una época más reciente, convidaban a la polola a comer papas fritas al Mastic, a los canturreos del Snack o se conseguían auto para ir al Komilón y a la Nervios.
Así recuerdan Concepción cinco penquistas a quienes propusimos escoger un lugar que los conectara con su niñez, su juventud o alguna otra etapa de su vida. Sus remembranzas trajeron al presente distintos pasajes, hitos y costumbres de esta ciudad guardados en el pasado y que hoy les alegra recordar.
La simpleza de una plaza
Cuando la periodista Alejandra Gouet Elorrieta rememora su infancia, inmediatamente la plaza de Chiguayante, con sus añosos castaños y sus calles de tierra, viene a su memoria como el mejor de los recuerdos. Ese lugar era el punto de reunión durante las tardes, fines de semana y vacaciones de los niños que, como ella, a mediados de los ochenta vivían en las manzanas adyacentes. En la plaza todos eran amigos, sin importar a qué colegio iban o el trabajo o profesión de los padres, porque las afinidades se forjaban jugando a la pinta, a la pelota o disfrutando de los helados en bolsita que vendía una vecina.
“Fue una etapa muy bonita, muy sana. Yo vivía a una cuadra de la plaza, en un conjunto de casas que construyó el arquitecto Jorge Labarca. Mi familia fue una de las primeras en llegar, casi al finalizar los 70. Tenían una estética similar, áreas verdes comunes y una cancha de tenis que nunca nadie ocupó y que usábamos para andar en patines”. Ahí la sorprendió junto a su hermano, un año menor que ella, el terremoto del domingo 3 de marzo de 1985. Éste sería casi el único riesgo que le tocaría enfrentar en aquella época, porque, en general, su barrio era tranquilo, los vecinos se conocían y era costumbre que los niños jugaran solos en la plaza hasta tarde.
“Teníamos cerca un almacén chiquitito que se llamaba El Toqui y un taller, de la familia Cariola, donde íbamos a arreglar nuestras bicicletas. No tengo recuerdos de haberme quedado en la casa aburrida o que mis papás nos armaran panoramas para entretenernos. Nos divertíamos con cuestiones simples. En la mañana íbamos al colegio a Concepción y después toda la vida la hacíamos en Chiguayante”.
A los 17 años su familia dejó esa casa. Y allí quedaron sus recuerdos. Ya casada, junto a su marido, el también periodista Aurelio Maira, y sus hijas Elena y Ángeles, volvió a vivir a Chiguayante, ahora convertida en una comuna separada de Concepción. A veces pasa por la plaza, y aunque ve a pocos niños jugando en la calle, dice que el sector sigue teniendo ese aire amigable que la cobijó durante su infancia.
El vecino de la esquina
Imposible es pensar hoy en un grupo de niños jugando una pichanga en la avenida O’Higgins como en los ‘60 lo hacía Emilio Brunie Lozano junto a sus amigos Gonzalo Maurín, Waldo Cruz y los hermanos Adlerstein.
Ocupaban un espacio de unos 10 metros de ancho que la municipalidad había reservado, a la altura de Serrano, para transformar, algún día, en avenida a la entonces calle O’Higgins.
A los 10 años, Emilio Brunie llegó a vivir precisamente a esa esquina, junto a sus padres, a una casa de tres pisos, una de las primeras inspiradas en el estilo Bauhaus que se construyeron en Concepción y que se mantiene casi sin modificaciones hasta hoy.
Sólo hace un par de meses se mudó del lugar, aunque mantiene su consulta médica en el primer nivel. Como residente antiguo, fue testigo privilegiado de los cambios que tuvo el sector, tanto por la mano del hombre como por la fuerza de la naturaleza.
“Pasé mi infancia y mi juventud en esta casa, cuando esto era un barrio residencial, sin edificios ni más comercio que la mueblería de don Max Adlerstein. De acá partíamos con mis vecinos caminando solos al colegio y en la ruta se nos sumaban los compañeros que también iban al Charles de Gaulle”. De clases regresaba a las cuatro de la tarde y hacía apurado las tareas para salir a jugar todavía con luz de día a la calle. Pasatiempo que más tarde cambió por los paseos por la misma avenida O´Higgins, pero más al centro, frente al desaparecido café Astoria, donde se juntaban a conversar los “lolos” de la época.
“Luego me fui a Santiago a hacer mi beca de neurología, regresé por un tiempo, para después junto a mi esposa emprender rumbo a Francia por otra especialización. Y así nos mantuvimos, yendo y viniendo, por eso esta casa es un referente para mí”.
En ella vivió la temprana partida de su padre y vio cómo los terremotos de 1960, 1985 y 2010 dañaban construcciones vecinas, antiguas y también imponentes torres, sin que a la suya la fuerza de la tierra le hiciera mella. Hoy, todo es distinto. O’Higgins es la calle de las “micros”, sus amigos dejaron el barrio y la mayoría de las casas son locales comerciales. Él, al menos a través de su consulta, sigue ahí.
Universitarios en los ochenta
Ha nacido un nuevo estilo de baile, la clásica canción de Emociones Clandestinas, se oía fuerte en la Nervios. La recordada discoteca penquista de los ochenta, ubicada en el recinto Ferbio de Concepción, era el lugar donde carreteaban los universitarios de las postrimerías de esa década.
Pocos menores de edad se veían por ahí, porque el control en la entrada era riguroso. A lo más llegaban hasta el Komilón, el pub contiguo donde se hacía la “previa” para entrar a la discoteque. Eran los tiempos de la ropa amasada; de las blusas, camisas y chaquetas con hombreras; de los pantalones nevados; de los peinados con rulos y flequillo con laca.
María Paz Ruiz -Tagle era una de las chicas lindas que destacaba en la pista de la Nervios, recuerdan varios hoy. Entró a estudiar Ingeniería Comercial en la Universidad de Concepción en la época del rector Guillermo Clericus y era parte de esa generación que de lunes a viernes vivía las protestas en contra de la dictadura y que el fin de semana, en una ambiente tan ajeno a esa efervescencia social, disfrutaba del incipiente carrete penquista, tras años de toque de queda y otras restricciones impuestas por el régimen de Augusto Pinochet.
“Nuestra Facultad era una de las más tranquilas políticamente hablando, por eso decían que allí estudiábamos puros fachos”. Igual ellos recibían las visitas de un Alejandro Navarro, entonces presidente de la federación de estudiantes, que con poco éxito intentaba movilizar a sus compañeros de “Comercial”. Y aunque no eran combativos, como todos, por los paros que duraban meses, en más de alguna oportunidad los sorprendió febrero en plena fecha de exámenes.
Fue una época violenta, de divisiones, de tensión e incertidumbre, pero así y todo ella recoge los mejores recuerdos de su paso por la U. de Conce. De su grupo de amigos de curso que sigue en contacto, de esa cafetería del segundo piso de la escuela, donde se apiñaba toda la Facultad, y de docentes como Rigoberto Parada, Carlos Baquedano y Raúl Duralde.
Los amigos del barrio
Desde uno de los portales de la Plaza Perú, Bernardo Suazo Peña mira a su alrededor y reconoce cada espacio de ese lugar. Son las mismas edificaciones, las mismas baldosas, las mismas escaleras y desniveles que lo veían “volar” en su mini CIC, junto a sus amigos y compañeros de curso en el Lycée Charles de Gaulle, Álvaro Saldaña y Carlos Álvarez en la segunda mitad de los setenta. Vivían a no más de tres cuadras de esa plaza. Por eso, los viernes, único día en que no tenían clases en la tarde, se reunían a “eso de las tres”, recuerdan, y partían a hacer piruetas y carreras en bicicleta a los portales.
“No existían los restaurantes que se ven hoy. En los alrededores había una librería de un señor alemán, la botillería Lértora, una farmacia y una carnicería, pero nada más. El resto era todo habitacional”, rememora Bernardo. Y si no estaban corriendo ahí, era frecuente encontrarlos elevando volantines en el Hospital Regional, en un terreno eriazo que hoy ocupa la Torre del Paciente Crítico, o jugando paletas frente a la casa de Carlos Álvarez, en San Martín con Janequeo.
Tras llegar del colegio, su mundo no pasaba de la calle Ongolmo, salvo los domingo en la mañana, cuando iban a la Plaza de la Independencia a ver el desfile de los estudiantes, costumbre que había sido impuesta por el régimen en aquella época.
El centro tampoco era un panorama para los niños. “Por lo tanto, no había muchas opciones para entretenernos, jugábamos con lo que tuviéramos a mano: al trompo, a la pelota, a las bolitas, a la guerra, buscábamos la forma de reunirnos en torno a estos juegos, algo distinto a lo que pasa hoy, donde la tecnología ha hecho que los niños estén más solos”, reflexiona. La llegada del primer local de “flippers”, que se instaló en un subterráneo frente a la plaza, en Aníbal Pinto con Barros, los sacó un poco de sus juegos de la calle y los motivó a cruzar aquella “frontera”.
Recién a los 15 años vivieron sus primeras fiestas, en las casas de las compañeras, con luz apagada para bailar lentos si el dueño de casa daba permiso. El centro comenzaba a hacerse de nuevo atractivo para los jóvenes: estaba el Mastik, en el callejón Cervantes, donde dicen se comían las papas fritas más ricas de Concepción, y el Snack, en el subterráneo del Boulevard Gascón, que era el lugar más taquilla para los adolescentes penquistas.
El paseo en los alrededores de la ciudad
A los cinco años, Astrid Reisenegger Rometsch montaba a caballo por la periferia de Concepción en lugares que hoy casi no reconoce, porque están llenos de casas. Donde antes seguía huellas, ahora hay calles. Y los largos paseos, como los famosos Paperchase o “caza del zorro”, en que participaba su mamá, Rose Marie, en los sesenta, sólo son un lindo recuerdo, simplemente, porque el desarrollo inmobiliario que tuvo Concepción en las últimas décadas terminó con aquellas rutas que permitían extensas cabalgatas grupales. Emulaban una tradición nacida en Inglaterra, en la que aficionados a la monta salían a cazar zorros en paseos que podían demorar todo un día. La variante chilena se trataba de un sistema donde una avanzada de jinetes dejaba pistas en la ruta que debían ser descubiertas por los participantes.
El lugar donde Astrid practicaba equitación junto a su mamá, una reconocida adiestradora de la época, era el jardín de saltos del Fundo Bellavista, de propiedad de la Universidad de Concepción. Ahí mismo donde funciona del club de campo del mismo nombre.
Los establos y la cancha de arena estaban en la entrada del fundo. Allí la mayoría de la colonia alemana en Concepción tenía sus caballos. “En Bellavista estaban los Gleisner, los Heberlein, los Hinrichs y los Kullack, no recuerdo quiénes más porque era muy chica. Fue una etapa muy linda, porque los domingo se hacían paseos por los alrededores. Hoy, en cambio, no tienes dónde ir, porque todo está poblado, eso ha hecho que la equitación se haya transformado en una disciplina mucho más individual”, reconoce, mientras acaricia a Adriano, el caballo con el que participa en las competencias de salto que se organizan en la Región.