En Chile los hombres llevan la delantera en número de emprendimientos. Sin embargo, la supervivencia en el mercado que las mujeres logran en este ámbito es superior a la ellos. Por eso quisimos conocer las historias de mujeres que sin miedo se lanzaron al mundo empresarial.
Por Consuelo Cura.
Algunas dejaron trabajos estables, otras emprendieron apenas se titularon de la universidad. Han debido enfrentarse a la presión social por no cumplir con los roles socialmente establecidos para las mujeres, pero lo cierto es que cada una de ellas dice ser feliz en su labor, y hoy son el reflejo de un fenómeno que hace escaso tiempo pocos imaginaban.
Un reciente estudio de Start-Up Chile, uno de los programas de la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO) que financia emprendimientos, dio cuenta de que la permanencia de los negocios femeninos que se implementaron con esta herramienta superaba en porcentaje a la de los hombres, con un 56,7 versus un 49,9 %, respectivamente, aún cuando la cantidad de participantes mujeres es notoriamente inferior en número. Ellas sólo representan un 18 % de los recursos entregados a emprendedores chilenos.
Juan Mardones, Director Ejecutivo del Comité de Desarrollo Productivo del Biobío, plan piloto de descentralización de CORFO, dice que si bien en la Región no manejan estadísticas en cuanto a la permanencia en el tiempo de los emprendimientos, las postulaciones a fondos de otra línea de financiamiento CORFO son en 70 % de hombres. Destaca eso sí que han visto que “la experiencia particular empírica en el trabajo hecho con mujeres nos ha servido para recabar casos de mucho éxito”. Asegura que toma como una “alerta positiva” el estudio de Start-Up Chile, ya que “refleja lo que hemos notado con nuestras emprendedoras”, y agrega que en ellas han podido constatar “una gran constancia y rigurosidad”.
Características que las protagonistas de este reportaje comparten y que se suman a las particularidades de cada una, las que quedaron plasmadas en las historias que repasan el camino que debieron construir para llegar donde están. Su ruta no ha estado libre de obstáculos pero, ellas, salieron victoriosas.
Vanessa Mardones: la kinesióloga de las embarazadas
Cuando terminaba sus estudios de Kinesiología en la USS, Vanessa Mardones (36) comenzó a construir el emprendimiento que hoy la tiene como líder en su rubro en Concepción.
Durante su formación conoció las áreas típicas de la carrera, “pero ninguna me gustaba”, cuenta. Fue así como empezó a buscar nuevas temáticas y llegó a una hasta ese entonces desconocida para ella: terapias para embarazadas.
Cuando quiso hacer su tesis en esta área, se dio cuenta de que no sólo en su universidad no había información al respecto, sino que en Concepción no logró encontrar a un especialista como profesor guía.
Hay algo en su personalidad que no la hizo bajar los brazos. “Soy súper busquilla, así es que partí a Santiago y encontré a una docente de la Universidad de Chile”. Creyó que la experta tal vez manifestaría algún tipo de prejuicio porque ella había estudiado en una universidad privada pero, como nada perdía con preguntar, solicitó su guía y, para su sorpresa, la profesora aceptó. Se tituló en 2006.
Tras salir de la universidad no encontró trabajo en esta área. Ahí fue la primera vez que sintió “frustración”. Durante un par de años trabajó con niños en el área respiratoria, hasta que en 2009 se dictó el primer y hasta ahora único curso relacionado con la materia: el diplomado en Kineositerapia en embarazo y post-parto en la UDD, en Santiago.
Lo terminó en 2010. Fue el impulso para que junto a una compañera de diplomado, que se convertiría en su socia, crearan Happy Mamy, un emprendimiento dedicado a mujeres embarazadas a las que entregaban diferentes terapias a partir de las 12 semanas de gestación.
“Partimos con atención a domicilio con los servicios de prevención y mujer sana, y con kinesioterapia para las embarazadas que tenían algún problema físico como dolor lumbar, pubalgias o necesitaban un drenaje linfático”.
Al principio el negocio fue lento. “Hubo meses en que no tuvimos pacientes, por eso no me atreví a dejar la estabilidad de mi otro empleo”.
Junto con eso tuvieron que convencer a los ginecólogos, ya que sólo pueden hacer las terapias a pacientes derivadas por un especialista. “Llegaban las embarazadas a las consultas con sus doctores y ellas les decían que querían tratarse con nosotras, pero ellos no tenían idea de qué era Happy Mamy”.
Con el pasar de los años, con un fuerte trabajo de marketing en cuanta feria para la mujer había y a través de redes sociales, comenzaron a hacerse un nombre. “Recién en 2014 nos afirmamos, cuando también implementamos servicios como la rehabilitación del suelo pélvico o el mejoramiento del aspecto del abdomen”. Además, pudieron abrir una consulta en el Sanatorio Alemán.
El 2016 fue el año de la consolidación: “Pasamos de ser dos kinesiólogas trabajando con un promedio de tres pacientes cada una a ser un equipo de cinco profesionales entre una matrona, una nutricionista y el resto kinesiólogas que atendemos a seis embarazadas cada una”, señala.
Actualmente, también abarcan otros servicios, como la preparación del parto para primerizas con jornadas grupales e individuales. Para lograr su éxito también tuvo que aprender a gestionar su empresa, donde su marido, ingeniero comercial, ha sido de gran ayuda.
Para el futuro proyecta expandirse hacia otras ciudades, pero también ha comenzado a delegar parte de sus funciones. Planea tener hijos, una tarea no menor para una emprendedora. Sabe que será un nuevo desafío, pero está segura de que podrá compatibilizar el trabajo que le apasiona con ser mamá.
Carmen Diez y su proyecto con “alma”
En medio de la que considera su casa, Carmen Diez nos recibe. Es su taller, y el espacio donde crea, enseña y comparte con amigos y alumnos. Es el lugar físico de su emprendimiento. Uno que, dice, tiene alma, y que eso lo diferencia de un negocio. Aunque aquello no lo imaginaba hace 15 años, cuando empezó en el mundo de la joyería.
Siempre tuvo claro que quería ser independiente, porque su papá y uno de sus hermanos eran dentistas y tenían sus consultas particulares. Pero no se veía como una emprendedora.
Al salir del colegio tuvo una especie de crisis vocacional. “Quería estudiar Teatro, pero mi familia quería Derecho. Finalmente me matriculé en Diseño Industrial en la Universidad del Bío-Bío, sin saber mucho de qué se trataba”.
Cuando estaba en segundo año, recibió como regalo la inscripción en un curso de joyería por haber aprobado todos los ramos en la universidad. Las coincidencias de la vida hicieron que el maestro que dictaba el taller se fuera de Chile y pusiera a la venta sus herramientas. Ella las compró con la ayuda de su papá.
Así comenzó el taller que lleva su apellido. Antes de completar un mes de su aventura dejó de trabajar en el hogar de su familia. “Mi mamá se atacó cuando una vez se abrió una botella de oxígeno que se usa para fundir. Me pidió que sacara todo, porque no quería tener ningún tipo de ácido en la casa”. Buscó un lugar para arrendar y llegó a un pieza donde se instaló. “Eso me ayudó para ser autodisciplinada”, señala.
En paralelo, continuó con sus estudios de Diseño Industrial y fue perfeccionando su técnica en talleres que cursó en Concepción, Santiago y Valparaíso. Una vez titulada, sus hermanos le regalaron una especialización en alta joyería en España.
Dice que el camino ha sido largo, porque se necesitan al menos diez años de formación para ser un joyero: “Es una disciplina que tiene que ver con el fuego y con la alquimia, por lo que hay muchas variables que sólo con la experiencia se aprenden”.
El boca a boca de sus clientes fue la mejor estrategia de difusión en años en que las redes sociales no eran tan potentes como en la actualidad. Hace poco más de 10 años implementó una sala de ventas en el taller. “Vender una joya es un acto solemne, porque es una inversión que tiene un carácter exquisito, entonces hay que tener un espacio bonito”. Sí aclara que su intención no es convertirse en una cadena comercializadora de joyas. “No quiero perder esto”, dice en relación al espíritu de emprendimiento que tiene su taller.
A pesar de haber pasado por un divorcio, un cáncer y la muerte de su padre en los últimos años, confiesa que la única vez que pensó en dejar todo de lado fue tras el fallecimiento de su hermano mayor, cuando él recién tenía 44 años.
Han pasado seis años, y recién está superando el duelo. “Mi hermano era una persona generosa, buena, alegre. Entendí que él vivió intensamente, por eso aprendí a vivir así, a disfrutar y a hacer todo con más ganas”.
Parte importante en esta época dura fueron sus cercanos. “Tengo la fortuna de estar con personas muy lindas cerca de mí que me cuidaron con mucho amor”, sentencia.
Respecto de su equipo en el taller asegura que ha sido esencial el hecho de ser todas mujeres, porque la visión femenina contribuyó al buen andar de la joyería.
Cree además que, en su caso, el “ser aterrizada” en cuanto a las expectativas la ha empujado a tener su taller consagrado en Concepción.
Entre sus planes está generar un polo de productividad de alta joyería en Concepción y continuar con las clases en el taller, compartiendo su conocimiento no sólo en su rubro, sino que también guiando al que quiera emprender.
Matilde Codina, productora de orquídeas únicas
De Santiago a Talca, de Talca a Alemania, de Alemania de vuelta a Chile, de Chile a Nueva Zelanda y de Nueva Zelanda a Santa Juana. Ése ha sido parte del itinerario de vida de Matilde Codina (44), quien junto a su marido introdujo en nuestro país una variedad hasta hace unos años totalmente desconocida de orquídeas.
Ella es ingeniera forestal de la U. de Talca y su esposo, Mauricio, ingeniero agrónomo de la misma casa de estudios donde se conocieron. Se casaron y al tiempo partieron al Viejo Continente para una especialización de él. Volvieron, trabajaron, tuvieron hijos y, en 2007, viajaron a Auckland, una de las ciudades neozelandesas más importantes, gracias a una oferta laboral para Mauricio.
Con dos hijos chicos y por el alto costo del jardín infantil, ella comenzó a trabajar en una compañía productora de orquídeas. “Empecé como temporera. Fue súper difícil al principio”. Desde que entró a ese mundo le encantó el trabajo relacionado con esas flores. Pasó por todas las etapas, terminando en control de calidad y comercializando hacia el resto del mundo. “Yo le decía a mi marido qué ganas de hacer esto para toda la vida”.
Todo marchaba bien en Nueva Zelanda, donde tuvieron su tercer hijo, pero el terremoto del 2010 los motivó a volver a su país. Dos años demoraron en concretar el regreso, para comenzar una producción de orquídeas en Chile.
“Queríamos tener un cultivo comercial para la producción de varas de la variedad cymbidium, que no existía acá. Nos demoramos un año en obtener los permisos para introducirla, porque el Servicio Agrícola Ganadero es muy riguroso con el ingreso de nuevas especies por el riesgo que conlleva para la flora nacional”.
Les dijeron que no mil veces. “Esto es así cuando quieres ser el primero en algo, tienes que aguantar las críticas de todo el mundo”. Pero estaban preparados. “Nosotros visualizamos muy bien lo que queríamos y fuimos ordenados y rigurosos”.
Finalmente obtuvieron la autorización para traer las orquídeas tras establecer un protocolo entre países. Ahí comenzaron a idear un modelo de negocios donde un productor neozelandés les aportaría el material genético, para garantizar la calidad de las flores. Desde ese momento no pararon: seleccionaron las plantas, las variedades y también el lugar más parecido a Auckland dentro de Chile. “Tiramos una línea recta desde allá y resulta que Concepción y Auckland están en el mismo paralelo y tienen climas similares”, condición fundamental para la supervivencia de estas plantas. Concluyeron que el lugar estaba en la ribera del Bío Bío.
“Volvimos de Nueva Zelanda en 2012, con tres hijos y este proyecto por el que apostamos todo en una ciudad con la que ninguno de los dos tenía relación”. Mientras su marido encontró trabajo en Chillán, en el área de comercio exterior, ella se dedicó a buscar el terreno perfecto. Luego de ocho meses lo encontró en Santa Juana.
Primero introdujeron siete mil plantas; más adelante, tras vender un auto y con aportes de familiares, una especie de “orquideatón”, cuenta entre risas Matilde, lograron traer tres mil más.
Al principio, importaron flores adultas desde Nueva Zelanda. “Era una especie desconocida acá, entonces cómo yo les iba a demostrar que es una planta que dura 30 días en florero, que mide cerca de 70 centímetros. No me hubiesen creído”. Así fidelizaron a varios clientes que tienen hasta hoy, cuando su cultivo ya da flores a la espera de la máxima productividad, que debería ser en un par de años más. “Una planta adulta puede dar entre 10 y 14 varas de orquídeas. Nosotros llevamos un promedio de dos”, señala.
Aún así ven frutos. “La compra de flores ha crecido en más de 300 por ciento en los últimos tres años”. También cultivan otras variedades de plantas que venden en Chile y en el extranjero, donde ya han enviado algunas muestras de orquídeas. Ésas que se cultivan en su campo de Santa Juana, un lugar donde cada día se levanta feliz a trabajar.
Susana Herrera, dueña de una fábrica de ideas
En una amplia y antigua casa del cerro La Virgen funciona Factoría, un lugar en que abunda el diseño y la innovación. Su creadora es la arquitecta Susana Herrera. Es un espacio en el que conviven muebles de madera ideados por ella y su equipo, además de una muestra del último proyecto realizado por el estudio: animales fabricados en el mismo material que representan la fauna endémica de los polos Norte y Sur.
Susana viene prácticamente bajándose del avión que la trajo de Suecia, donde presentó parte de su trabajo.
Lotina de nacimiento, a los 16 años partió a Estados Unidos a estudiar Arquitectura, para luego realizar un doctorado en Barcelona. A principios de esta década regresó a Chile. En ese momento vio cómo todo el bagaje e ideas que traía desde el extranjero chocaban contra un muro. “En Estados Unidos estaba lleno de gente innovadora; en Barcelona, un poco menos, pero en Chile el panorama era mucho peor”, manifiesta.
Para quien siempre tuvo la idea de ser independiente, “porque por mi carácter nadie me contrataría”, afirma entre risas, establecerse en su país costó más de lo que pensaba. “Venía con muchas ganas de compartir mis experiencias, y me encontré con personas, hombres principalmente, que me pusieron muchos obstáculos para desarrollarme”, confiesa.
Se refiere a sus pares arquitectos. De hecho, le tomó 10 años convalidar su título en alguna universidad chilena. “Los directivos no comprendieron lo importante que era recibir nuevas ideas, que podían venir de otros lugares a aportar en construir para innovar en lo académico y otros ámbitos”.
Sin embargo, para ella un “no” tiene una connotación diferente. “Si me dicen no, finalmente me dan más impulso para hacerlo”, relata. Las ganas de emprender estaban y, si bien ella no podía ejercer como arquitecta, no estaba incapacitada para diseñar y crear. Así nació Factoría.
Primero realizó muebles para luego formar una empresa tradicional de Arquitectura, aunque a esas alturas ella aún no podía firmar los proyectos, por lo que trabajaba con arquitectos que sí podían hacerlo. Otro obstáculo fue cambiar la mentalidad de los clientes para que se atrevieran a hacer cosas distintas. Trabajar en regiones hacía esto más complejo, porque hay menos recursos.
Con varios proyectos a cuestas, Susana define a Factoría como una “fábrica de ideas con identidad chilena, que da valor a todo lo cultural y que realza el orgullo de nuestras raíces”. Por eso es que en sus diseños la madera es protagonista.
Dice que no se considera una persona exitosa, ya que cree que aún le queda mucho por hacer. Uno de sus planes es ingresar al mercado internacional. Su reciente viaje a Suecia no fue por placer, sino que participó con sus diseños en una feria del mueble en Estocolmo, una de las más importantes del rubro en el mundo.
Todo partió el año pasado cuando viajó como la única representante del Biobío en una gira de mujeres empresarias junto a la Presidenta Bachelet a la misma ciudad europea. “Ahí me di cuenta de que lo que hacíamos en Factoría tenía un tremendo potencial allá”. Cuando regresó, presentó un proyecto a ProChile para ir a esta feria y lo ganó.
Pide que el Estado fortalezca el emprendimiento, creando más políticas públicas que apunten en esa dirección, tal como pudo observar en sus visitas a Suecia, donde hay “un desarrollo igualitario que se potencia desde lo más alto del poder”.
Andrea Moraga: la innovadora que combate los metales pesados
No se conocían, aunque ambas estudiaron en Concepción. Una, Carolina Urrutia, Biología Marina en la UCSC, y la otra, Andrea Moraga, Kinesiología en la USS. Santiago fue el destino que las juntó en una celebración de un amigo en común.
Andrea partió a la capital por trabajo. Primero estuvo en una consulta y luego en la parte comercial de un negocio relacionado con su carrera. Un área que le quedó gustando, por lo que se matriculó en un MBA de Administración y Negocios.
Por su parte, Carolina hizo un magíster en Ciencias, donde se dio cuenta del aporte que podría entregar esta disciplina al solucionar problemas de la gente común y corriente. Realizó su tesis sobre metales pesados, un conocimiento que, mezclado al saber de Andrea sobre el cuidado de la piel, fue el complemento para crear Freemet, una línea de productos de limpieza del hogar y de cuidado personal que contienen micropartículas naturales que pueden neutralizar y eliminar diferentes agentes contaminantes del ambiente y metales pesados tóxicos. Desde hace casi un año éstos se encuentran en el mercado, pero la idea partió mucho antes.
“En 2014 comenzamos con los estudios. Ahí nos equivocamos mucho”, afirma Andrea. Debieron probar variados ingredientes para llegar a estas micropartículas que, además, tenían que ser naturales, libres de químicos cuestionados e hipoalergénicas. Sólo así podrían ir a la par con la tendencia actual de los consumidores que tienen mayor conciencia ambiental y buscan artículos sustentables.
Luego tuvieron que comprobar si éstos eran compatibles con los productos finales. “Fue un largo proceso de elaboración y desarrollo. A veces teníamos que esperar dos o tres semanas por los resultados”, manifiesta Andrea.
También postularon a un fondo de Corfo. “Sentíamos que nuestra idea era buena y novedosa, pero los recursos escaseaban”, señala la kinesióloga. Obtuvieron financiamiento para pasar de la investigación a ejecutar el producto final.
Finalmente, en abril del año pasado lanzaron un piloto por tres meses en no más de cuatro puntos de venta, en pequeños negocios, con un detergente, un lavaloza, un jabón y toallitas húmedas. “Ahí conocimos la percepción del cliente hacia nuestros productos, porque si bien habíamos hecho un montón de pruebas, necesitábamos ver cuál era la aprobación en detalles chicos como el olor, por ejemplo”.
Dice que la respuesta de la gente ha sido positiva, y que eso lo notan en los comentarios que reciben en las redes sociales y en el aumento de la rotación de los productos Freemet en los locales comerciales donde están presentes, que ya llegan a los 30 desde Antofagasta hasta Puerto Aysén.
“Lo más difícil ha sido que los ‘grandes’ nos tomen en cuenta”. Hay que tratar con intermediarios. En cambio, “en los negocios pequeños, nosotras hablamos generalmente con los dueños y ellos confían”, admite.
Lentamente la gente ha comprendido de qué se trata. “Han entendido que son productos que se pueden usar para el beneficio de todas las personas, desde guaguas a alérgicos, y eso es lo que hemos tratado de traspasar con un lenguaje simple hacia clientes y posibles compradores, una de las claves del éxito que han tenido”, dice Andrea.
Hoy están a punto de sacar un nuevo producto para la limpieza de pisos y diversas superficies. Durante este año, además, buscarán afianzarse en el país, aunque ya están estudiando el mercado extranjero. Han recibido consultas desde Perú, Argentina y Brasil. Dependiendo de cómo vayan las cosas, a fines de 2017 podrían concretar la internacionalización.