Una realidad paralela se vive en este lugar ubicado en uno de los entornos más bonitos de la ciudad. Sus paredes algo gastadas y que originalmente eran blancas, guardan miles de historias. Ahí, desde 1989, están hospitalizados los enfermos mentales de la Región del Biobío, en el mismo lugar donde antes se operaba a los niños. Es el Servicio de Psiquiatría del Guillermo Grant Benavente, un día cualquiera, por dentro.
Por Nicolás Durante Parra
Ella lo único que quiere es mojarse la cabeza y la cara. Dice que la presión le sube por sobre los 200 y que es hereditario, que su madre y que sus tres hermanos también padecen de hipertensión. Por lo mismo, en una bolsa reciclable de supermercado anda con ropa húmeda y camina apoyada con un andador metálico. Cuando le dan “los calores”, es insoportable y puede pasar horas en el baño tratando de bajar su presión. Y en eso se pasa el día Rosalinda, 63 años, casi obstetra de la Universidad de Concepción, quien padece de trastorno bipolar, entre otras cosas que ni ella se acuerda porque “los médicos me han dado tantos diagnósticos”, como dice. Mira fijo a los ojos cuando habla, con sus pupilas bien abiertas detrás de unos lentes ópticos grandes, que a ratos asustan, pero al mismo tiempo dan paz y confianza. Alza la voz para acordarse de las ideas, para que no se le vayan. Son 43 años que ha pasado entrando y saliendo de la unidad de hospitalizados del Servicio de Psiquiatría de Concepción. Y ahí está, un sábado soleado, luego de dos puertas cerradas y como dando la bienvenida a los que entran y salen. A los de paso, porque a las demás pacientes las ignora, aunque dice que no se lleva mal con ellas, sí le molesta -y mucho- que saquen o destruyan sus cosas. Como aquella blusa blanca con dos bolsillos que tanto le gustaba y que dos muchachas le rompieron. Todo eso lo cuenta ella misma, como apurada, antes de que se le olvide.
Antes de llegar al Servicio, cuando se dejan atrás buses y autos pasando por la avenida Juan Bosco, cuando ya no se ven los dinosaurios gigantes de la Plaza Jurásica, cuando la empinada subida aturde un poco las piernas, ahí está el Servicio que en la década de los 70’ albergaba a la unidad de Niños del Hospital Regional, y ahora recibe a cuatro grupos de enfermos mentales: a los hombres, a las mujeres, a los menores de edad y a los “forenses”, los que son derivados por un tribunal de justicia y que han cometido un delito o un crimen y, además, están enfermos, por lo general de esquizofrenia, trastornos de la personalidad o drogodependencia severa.
Antes de entrar, con el estómago apretado, con un cúmulo de nervios y hasta con miedo, las preguntas y prejuicios de películas antes vistas sobre el tema fluyen rápido y con fuerza. Justo antes de que abran la primera puerta de acceso a la unidad femenina, cuando con una guardia aparece el enfermero jefe Alonso Maldonado, dan ganas de retroceder y de abortar la idea de pasar varias horas ahí. Pero en el tiempo en que eso se piensa, ya está cruzada la segunda puerta y Rosalinda pregunta el nombre, quién soy, y los miedos se aflojan, los prejuicios se caen. Rosalinda parece una abuelita carismática y hasta cariñosa.
La enamorada
Adentro es otro mundo, las paredes son blancas, pero con un tono desgastado por los años. Hoy las pacientes están tranquilas, es un buen día para visitarlas, ninguna está descompensada ni alterada y el día con sol y fresco las tranquiliza aún más. Hay una habitación para los enfermeros con una pantalla gigante dividida por la visión de varios monitores de seguridad. Todas las cámaras apuntan a un lugar específico: los baños, los dormitorios, el patio, el comedor y la sala de aislamiento. Justo ahora no hay ninguna paciente postrada, así es que todas deambulan por los pasillos; otras están sentadas en blancas sillas plásticas o en el suelo en el patio, que no es más que un rectángulo irregular con dos arcos de fútbol sin red, altos árboles y pasto seco. Hay también una muralla con algunos rayados religiosos y dibujos sin sentido. Y del patio emerge ella, Odete, con una polera amarilla y un lunar gordo en la cara. Advierten que se “enamora” con facilidad. Y lo hace, entrega besos, abrazos y un “hola” afectuoso, con su mirada un tanto perdida, pero fija a ratos, como si nos conociéramos de años. Le piden que se aleje un momento para seguir con el recorrido, ella accede, pero se queda cerca esperando volver a juntarse y conversar. La misma Odete en la mañana había tenido una crisis. Imaginaba que el diablo la poseía y que en su estómago había ratas y serpientes. Parece casi mentira cuando lo cuentan luego de verla, tan tranquila, tan feliz, con la visita de un extraño.
Después la observaría en el patio, mirando atenta cómo hablaban con Rosalinda y bailando alegremente con una radio que la guardia de turno puso a todo volumen. Odete estaba feliz, bailaba e invitaba a bailar.
Mientras tanto, abajo de un árbol había cuatro mujeres, de edad avanzada, pero no ancianas. Una tejía, la otra escuchaba una radio a pilas tan cerca de su oído que parecía absorta en esa misión, mientras las otras dos charlaban. Todas saludaban, mirando de reojo algunas y otras directo, amables todas.
Y entonces, abajo de otro árbol, Rosalinda arrastró su andador y una silla blanca para conversar. Y lanza su historia. Resulta que ella era feliz, estudió en el Liceo de Niñas de Concepción cuando la educación era otra cosa, dice, y luego, a los 19 años entró a la Universidad de Concepción. Quería ser obstetra, y hasta se enamoró de un “joven muy buen mozo” que cursaba Bioquímica y Química y Farmacia al mismo tiempo. En segundo año de la carrera algo pasó, y su familia la llevó donde un médico, recuerda su apellido, que tenía acento boliviano y que fue él el responsable de hacerle creer a todos que ella no estaba sana y le “encajó” tantas pastillas que la cambiaron por completo, les advirtió que si tenía hijos saldrían enfermos y que nunca podría tener una vida normal. Le cambia el rostro cuando habla del facultativo boliviano, sus ojos se abren más de par en par y su voz se eleva, cree que él es el responsable de todo lo que vendría después. Y hasta ahí llegó la Rosalinda que todos conocían, la que era invitada a cuanto evento social de la época había. En cambio, empezó un peregrinaje por el Servicio de Psiquiatría, con estadas cortas y otras que duran años. Es la más anciana del lugar, y por eso les dice “chiquillas” a todas.
Entretanto, también aparece Carolina. Cuenta que “tiene médico” el viernes, que por favor llamemos a sus familiares, que ella no debería estar ahí, que la saquen, que llamen a la policía, grita y clama pidiendo que alguien la tome en cuenta. Pero los enfermeros y paramédicos ya la conocen. “No ha tenido una buena asimilación de su enfermedad”, explica Alonso Maldonado. Y entra y sale de su habitación, va al patio, se aísla y vuelve a pedirlo: ella no quiere estar ahí. Y tal vez nadie.
Casado dos veces
Las otras unidades son similares en la disposición del espacio, lo que cambia son los inquilinos. En la sección de hombres -donde también hay dos puertas antes de entrar- las paredes son blancas, pero con un color gastado, tal vez más cremoso que en el de las mujeres. Techos altos, dos piezas de aislamiento, habitaciones, comedor y ventanas hacia el patio, porque ellos salen al aire libre sólo si están “tranquilos” ese día y después de las mujeres, nunca se juntan. Alguna vez compartieron, pero se enamoraban, peleaban y costaba estabilizarlos. Ya no se habló más de romance en el psiquiátrico.
En el largo pasillo que une las piezas con el comedor se pasean, casi como en una cárcel. Sobre todo un hombre de unos cincuenta años, pelo largo entrecano y ondulado, vestido con una especie de pijama de franela, tiene esquizofrenia, pero está bien controlada. Camina sin ningún rumbo más que terminar el pasillo y volver. Sólo una vez mira a los ojos y es posible ver los suyos: son de color café, tiene la cara arrugada y ojeras. No habla, sólo camina, llega al final del pasillo donde hay una mesa de ping pong al lado de una pared con una pintura llamativa: se ve una estación de tren antigua, con gente despidiendo a sus familiares vestidos de época. Nadie le presta mayor atención y, de hecho, parte de la pintura se ha caído con el tiempo.
Allí la encargada es una joven, Michelle Majul, enfermera de la UdeC, que en enero de 2013, recién titulada, llegó a trabajar al Servicio de Psiquiatría, porque era lo que más le gustaba, aunque sabía que era mal mirado desde afuera, es su vocación. Reconoce que al principio fue chocante y que hasta ganas de salir corriendo le dieron, pero se quedó y sin duda volvería a hacerlo.
En la unidad masculina hay otras historias que en mujeres no se repiten tanto. Hay dos menores de edad que, “por errores del sistema”, viven ahí. Jordan está en la última habitación del pasillo, sobre cuatro colchonetas, sin polera y dice que está “sicoseao”, que la droga lo dejó mal y que no quiere estar ahí. Juega a un particular pasatiempo: toma impulso desde la habitación del frente y corre hasta las colchonetas que él metódicamente ordenó, después agarra un cuaderno y dibuja. En su mirada aún se nota algo de niño, pero como perdido, ya está mimetizado con el ambiente, es uno más de los internos.
El otro menor pasa insistentemente una pequeña peineta verde por su cabello castaño. Camina por el pasillo peinándose, conversa con el resto y sigue con su peine en mano. Más tarde llegaría una mujer, su madre, con una bolsa de papas fritas. Él y Jordan se unen a ella y comen, conversan y comparten las únicas dos horas que dura la visita a los internos.
Vivencias allí hay por montones, como la de Andrés, el hijo de Aída, quien ese día, restando unos minutos a su visita, cuenta su historia. Resulta que a Andrés le iba muy bien en el colegio, tenía un abuelo al que amaba, a quien, subido a sus piernas, le ayudaba a manejar el bus. Era feliz, era su todo. Pero el anciano se enfermó, un cáncer de próstata terminó por llevárselo. Una crisis nerviosa tremenda lo afectó el día del funeral. Ahí las cosas empezaron a cambiar. Primero fueron visiones de gente en su pieza, a tal punto que parchó con cinta adhesiva el cielo raso para que no “entraran”. Y un día, con fierro en mano, destruyó, sin razón aparente, el capó del auto de un vecino. Esquizofrenia le detectaron y comenzó a ser internado por intervalos variables de tiempo en el Servicio de Psiquiatría.
Una vez fue dado de alta y conoció a una mujer, prostituta y aprovechadora, según su madre. Un día llegó a la casa y dijo que el sábado se casaba. Lo hizo, pasaron dos meses y fue la propia Aída quien hizo los trámites para divorciarlos.
En otra alta médica, Andrés salió de la Iglesia La Merced de Concepción y vio a una niña. La siguió hasta el paradero, la invitó a un café y “pincharon”. Él pidió permiso a la mamá esta vez para casarse y así lo hicieron. La esposa aceptó sin problemas su trastorno y hasta dos hijas tuvieron. Hoy vienen en familia a visitarlo.
Pero no todos tienen visitas. Estaba Jonathan, que aunque es sordo, se puede comunicar de lo más bien. En su pelo hay gel, usa una chaqueta color beige y una camisa celeste a cuadros. “Es muy vanidoso”, dice Majul. Él espera su visita. Espera y espera.
Esposado y respetuoso
Todos miran con respeto a la unidad forense. Ahí llegan sólo los enviados por un tribunal y por cometer algún delito. A diferencia de las otras secciones, comenta el enfermero jefe, Rodrigo Ticona, aquí la meta es comprobar si el paciente efectivamente tiene o no una cierta patología. “Hay algunos que se saben la ley de memoria y que en persona dicen algo, pero cuando los vigilamos por las cámaras, son otras personas, totalmente sanas”, comenta.
Aquí es la única área en todo el Servicio donde hay gendarmes, claro que sólo si un Tribunal lo ordena, de lo contrario, son pacientes normales, sin ningún tipo de custodia y el personal médico es el encargado. En esta ocasión hay tres, cuatro máximo según indica la ley. No hay armas, salvo las que están al acceso, dentro de una caja fuerte con clave numérica y que se emplean de emergencia.
Como es horario de visitas, casi todos los internos (15) están agolpados en la puerta, esperando a ver si llega alguien por ellos. A diferencia de una cárcel, los familiares no son revisados, y los reclusos pueden deambular libremente entre sus habitaciones, los dos pisos y el patio sin árboles, que se cortaron porque trepaban por ellos intentando huir.
El único paciente-recluso esposado es un hombre de sobre 40 años, muy bien peinado y con cadenas atadas entre sus pies y sus manos. Se deja esposar sin problemas y pide permiso para pasar. Se nota respetuoso, ningún rasgo en él harían pensar que es uno de los sujetos más complejos de la unidad y que su riesgo -y nivel de intentos- de fuga, es el más alto.
El resto se pasea por los pasillos, algunos con familiares, casi todos en pareja, bien vestidos. En una de las habitaciones, justo debajo de la ventana, tres hojas de cuaderno con graffitis más una carta escrita con letra infantil y un dibujo de una numerosa familia, llama la atención. Uno de los internos, con una camiseta del Colo Colo dice que es de él, que le gusta el hip hop y que también dibuja, pero no tiene en qué.
En la misma unidad hay una puerta que divide por sexo. Justo esta vez, y hace un buen tiempo, no tienen reclusas, pero las dependencias están habilitadas para cuando sea necesario, lo que siempre exige un mayor nivel de resguardo de todo el personal. El riesgo de violencia sexual es alto y más en personas con conductas delictuales y muchos con drogodependencias.
Aquí no pueden entrar menores de 18 años y, por lo mismo, afuera, junto con el gendarme que vigila las cámaras, hay un pequeño de unos 10 años esperando. Le llaman poderosamente la atención las cámaras, pero entre los gendarmes y los paramédicos le indican que se siente y que espere tranquilo, como ya lo habían acordado.
Otra pequeña, de unos 5 años, esta vez en la unidad de mujeres, también mira desde afuera y hace señas con sus pequeñas y regordetas manos. La imagen enternece, pero los niños, ahí, no pueden entrar, por mucho que lo quieran los internos.
Las cuatro
Donde sí hay pequeñas es en la unidad de menores, tal vez la más impactante de todas. Ahí, en junio de 2012, unos internos, enviados por Tribunales, hicieron un motín, destruyeron varias cosas y agredieron al personal. Desde entonces se han tomado medidas, como, por ejemplo, reforzar las ventanas, agrandar las habitaciones y capacitar al personal para el trato con este tipo, completamente distinto al resto, de pacientes.
También de paredes blancas, la unidad se divide en dos. Una desocupada y donde todavía construyen la remodelación posmotín. Y en la otra parte, en el segundo piso, ellas, las únicas residentes del lugar. Cuatro pequeñas, de entre 12 y 13 años, derivadas allí casi todas desde hogares y con graves problemas conductuales. Esta vez, y casi como siempre, están todas reunidas en el comedor. Tres miran el televisor y aprovechan de bailar con un programa de música argentino que está sintonizado, y una está sentada dibujando.
Preguntan quién soy, inquisidoras, piensan que quiero ser médico, que éste es mi internado, y les llama la atención la blanca polera que uso. Miran más directo a los ojos que todas las otras pacientes. En su mirada hay inocencia aún, en su rosada ropa se nota su edad, su alegría natural. Y en la mesa, la que dibujaba en silencio levanta la cabeza y unos negros ojos miran directo. Nadie sabe cuánto tiempo pasarán en esa unidad. O tal vez, si con los años, deberán emigrar hacia la sección de mujeres y pasar una vida así, como Rosalinda, como la eterna residente del Psiquiátrico.
“El perfil de nuestros pacientes ha cambiado en los últimos 10 años”
El director del Servicio de Psiquiatría, Benjamín Vicente, tiene un leve acento argentino, habla con oscilaciones en su voz, en un tono alto, muy académico y con el manejo de datos al dedillo.
La primera corrección que hace es que esto nunca ha sido un hospital. Es un servicio de Psiquiatría que pertenece al Hospital Regional Guillermo Grant Benavente y lo que sí hace diferencia es su ubicación.
Históricamente fue así, se pone a explicar.
Luego del terremoto de 1960 se hicieron unos pabellones de madera de emergencia en el Parque Ecuador, allí, en 25 camas se repartían los pacientes con enfermedades mentales de la Región. “Como todas las cosas de emergencia en este país, duró hasta el año 1989”, dice el doctor Vicente, y recién entonces se trasladan hasta el edificio actual, que había sido siempre el hospital de niños Leonor Mascayano. Pero la situación precaria se mantuvo por otros 10 años, hasta que en 1997, con una millonaria inversión se hizo una “normalización” del Servicio. Ya no se goteaba el techo, la calefacción no era de aserrín y la seguridad fue mayúscula.
“Lo que tenemos hoy es un lugar decente, donde se logra trabajar con cierta dignidad y en un entorno muy bonito, este cerro es privilegiado”, dice.
Actualmente, el Servicio que administra tiene 23 camas de corta estada mujeres, 23 camas de corta estada hombres, 23 camas de la unidad de mediana complejidad forense y 8 camas de infanto-juvenil, que ahora se redujeron a 4, luego del motín de 2012; además de un contingente de 18 psiquiatras, 18 enfermeros, 11 psicólogos, 68 técnicos en enfermería, un terapeuta ocupacional, 5 asistentes sociales, administrativos y técnicos en rehabilitación. Casi 160 personas en total trabajan en el servicio. Otras 13 mil consultas ambulatorias se hacen al año, además de las hospitalizaciones.
“Yo creo que estamos en un nivel aceptable porque la cantidad de funcionarios nos permite cubrir las necesidades de los pacientes que tenemos”, asevera.
Los desafíos y problemas van por otra parte. “La complejidad de los pacientes ha ido cambiando con el tiempo, porque se ha agregado en los últimos 10 o 15 años el consumo de sustancias, y eso genera consecuencias que cuando se asocia a una enfermedad mental, nos entrega la patología dual. Hay dos vertientes de conflicto, uno, el consumo de sustancias, más la enfermedad mental que tiene”.
El otro problema es la permanencia. El servicio está catalogado como de corta estada, lo que se traduce en que un paciente no debiera pasar más de 30 días internado. Eso en la práctica no ocurre. Hay pacientes graves, de larga permanencia, pero esas camas están en Valparaíso y en Santiago.
“No hay camas disponibles. Hay unas listas de espera obscenas para los hospitales de larga estada. Esas personas ahí no egresan. Salen directo al cementerio”, confirma el facultativo.
Y, por lo mismo, hace varios años viene proponiendo que en Biobío se construya un centro de larga estada, pero la respuesta es siempre la misma: los recursos son escasos, las necesidades múltiples. “Y claro, de pronto parece más relevante invertir en una unidad coronaria o de trasplante, que en las camas que nosotros solicitamos. La historia dice que Psiquiatría siempre ha sido el pariente pobre de la medicina. El estigma asociado a la enfermedad mental es muy cierto, muy real y la mayoría de las personas piensa que enfermarse del cuerpo está muy bien, pero enfermarse de la mente, está mal”.