Ya pensar en la idea de quedar sin visión resulta aterrador. Por ello quise vivir la experiencia de quedar a oscuras y caminar por las calles sólo alertada por mis otros cuatro sentidos. Pasé la prueba, pero sobre todo logré entender el coraje de quienes viven guiados por un bastón.
Por Natalia Messer.
No poder ver nunca más un paisaje, el rostro de un ser querido o nuestro reflejo en el espejo debe ser traumático, fuerte, doloroso. Por eso quise, aunque fuera por un par de horas, ponerme en los zapatos de una persona ciega, para quedar a oscuras y tener que valerme sólo de mis otros cuatro sentidos. En plena calle experimenté el miedo, la inseguridad y la angustia de no saber hacia dónde iba o qué obstáculo podía encontrar a mi paso. Y aunque sabía que ésta era una experiencia pasajera, quedar completamente ciega me ayudó a entender el coraje de quienes recorren las calles sin más que un bastón para guiar su camino.
Mi ruta comenzó en la calle Aníbal Pinto, casi al llegar a Los Carrera. Mi destino era la pileta de la diosa Ceres, en la Plaza de la Independencia. Lo hice con mi vista vendada. Pero tuve una gran ayuda: un guía que me orientó en cada momento y que me enseñó técnicas para “sobrevivir” en las calles penquistas, cuando todo se vuelve -literalmente- negro.
Lo fundamentaI, según mi acompañante, es no asustarse y tener confianza en el profesor. Confianza que sentí casi de inmediato, porque Pedro Cortés Carvajal reboza conocimiento y buenas energías. El entrenamiento al que me sometí es el mismo que este docente de Coalivi entrega a una persona ciega que por primera vez se atreve a movilizarse en la calle de forma autónoma.
La historia de cómo Pedro llegó a ser profesor de la clase de Orientación y Desplazamiento en esta institución merece algunas líneas.
En 1980 él tenía 20 años y estudiaba Educación Física en la Universidad de Concepción. No pasaba por un buen momento emocional, así es que decidió postergar por un tiempo sus estudios para convertirse en marino mercante y recorrer en barco todo el mundo. Hasta había sacado pasaporte, quería nuevos aires, hasta que… “Me invitaron a Coalivi como voluntario en una época en que la Corporación todavía estaba en pañales”, recuerda.
Tanto se enganchó con esta causa que, finalmente, nunca se embarcó y se lanzó de lleno a ayudar a las personas con discapacidad visual.
Ya son 32 años para él, guiándolos, enseñándoles a ser independientes en su desplazamiento y orientación.
Mientras me cuenta su historia, también me ayuda a dar mis primeros pasos “ciega”. Las indicaciones que da son muy claras. Cómo tomar el brazo, cómo colocar las manos, cómo girar, cómo bajar una escalera.
Los primeros minutos sin mi vista son angustiantes. Agito mis brazos como un ave y doy pasos entrecortados. Pierdo un poco el equilibrio, pero mi oído al mismo tiempo se agudiza. Intento escuchar con atención todas las instrucciones.
Pedro me indica que tome su brazo. Yo lo agarro con mucha fuerza. Ahora me siento más segura. Su brazo será mi soporte y no usaré bastón, porque me explica que aún no estoy preparada, ya que ese elemento sólo lo usan quienes ya están más avanzados en su entrenamiento.
Se nota que domina el arte de enseñar con maestría. Ha tenido miles de estudiantes en Coalivi. Cuenta que los hay de todo tipo: aquellos que aprenden como avión, porque no se van a dejar caer tan fácilmente, hasta los que más que un guía necesitan de un amigo. Entonces ahí también hay que recurrir a otras técnicas: contenerlos, apoyarlos, motivarlos.
Hombre o mujer
Pese a que ya conozco la experiencia de mi guía, me sigo sintiendo insegura. Temo principalmente bajar las escaleras. Uno siempre ve en las películas que si estas caídas no son fatales, hacen que uno termine en silla de ruedas.
Pero logro bajarlas. Pedro indica que con la punta de mi zapato toque el borde del peldaño, y que luego dé el paso. Eso funciona y hace que el miedo desaparezca. Aumento la velocidad en mi caminar, y comienza a probar si puedo agudizar rápidamente mi oído.
-¿Hombre o mujer la persona que pasó recién?, pregunta Pedro.
-Mujer, porque su caminar es como ligerito, digo yo.
-¡Muy bien!, comienzas a usar los otros sentidos. De eso se trata, me dice animoso.
Luego de mis aciertos, viene el primer reto: cruzar la avenida Los Carrera. Mientras estamos detenidos, escucho la voz de una señora que dice: ¡Pobrecita! Viene, entonces, un primer sentimiento de compasión hacia mí.
Mi guía me dice que no me preocupe de la gente. Es normal que todos me miren, pero estoy ahí para aprender a desenvolverme sin la vista y para cruzar mi primera calle.
“Siempre tienes que escuchar bien los sonidos de los autos. Cuando sientas del otro lado que los vehículos avanzan, entonces significa que los que están cerca de ti han parado. También puedes escuchar los sonidos que emiten los semáforos y el murmullo de la gente”, explica.
Funciona. Bajamos y subimos la vereda, entonces así atravieso con seguridad una de las avenidas más transitadas del Gran Concepción.
En estas clases de orientación también se aprende cómo afrontar otras situaciones que suceden en la calle, porque te encuentras con personas amables, que incluso tratan de ayudarte, pero también con otras que no se salen de su ruta y obligan al no vidente a desviar su camino.
Por eso hay que estar preparado para todo, para la vida. De eso se tratan sus clases, de vivir como el resto, pero con algo que no todo ese resto puede hacer: vivirlo a oscuras.
Para abordar ya no sólo la ciudad, sino que toda la vida con independencia, existen programas que imparte la escuela y el centro de rehabilitación de Coalivi. A ellos asisten desde recién nacidos hasta adultos mayores. Algunos son ciegos de nacimiento, otros perdieron la vista por múltiples razones.
Aquí hay variadas clases: desde cómo aprender a usar el bastón, hasta el aprendizaje de cosas tan triviales como verter el agua caliente en una taza, bañarse, maquillarse, afeitarse, pero que sin la visión se convierten en tremendos desafíos.
Los más pequeños llegan acompañados por sus padres, quienes acarrean mucha frustración o en algunos casos están devastados por la condición de sus hijos.
Ahí el trabajo es diferente, porque aquí también ellos requieren de ayuda, especialmente psicológica. Por eso, los más de 60 trabajadores con los que cuenta la institución aportan desde sus diversas áreas.
El despertar de Juan
Mi primera clase con Pedro funciona bien y aprendo algo nuevo. Un poco de movilidad y orientación por las calles penquistas.
El apoyo del guía, al comienzo de la experiencia, es esencial. Su trabajo resultó motivador, porque en cada momento lanzó un grito de aliento o una advertencia: ¡Tú puedes!, ¡No tengas miedo!, ¡Levanta el pie, vas a subir la vereda!
Con estas técnicas dice que se puede lograr en poco tiempo la independencia (aproximadamente dos a tres meses, aunque dependerá mucho de la motivación del alumno).
Sus cientos de historias avalan lo que él dice. Claro, si hasta escribió un libro en 2013, llamado Mi nombre es ceguera, donde da cuenta de su trabajo y de situaciones que lo han emocionado, pese a que es un profesional del área y debe estar preparado para escuchar de todo. Uno de esos casos fue el de Juan, ingeniero constructor y deportista que, a los 20, años quedó ciego por las lesiones de un accidente automovilístico. El parabrisas de su camioneta se quebró y los restos de vidrio se inscrustaron en sus globos oculares.
Fue uno de los primeros alumnos de Pedro en Coalivi, allá por la década de los ‘80. Para él la rehabilitación fue difícil. Eran otras tiempos donde poco o nada se oía y, menos, se hacía por la integración de personas con alguna discapacidad. Fue sin duda un desafío, pero, finalmente, gracias al apoyo del profesor, y al empeño del alumno, esta historia tuvo un final feliz.
“Él volvió a vivir”, dice Pedro, mientras caminamos por alguna calle céntrica que desconozco, pero que ya a esas alturas recorro con más soltura.
Abre los ojos
Después de escuchar la historia de Juan, las instrucciones para poder caminar sin tanto miedo y otras anécdotas de Pedro, siento que es el momento de abrir los ojos.
Mi trayecto ha terminado. El tiempo se hizo cortísimo y eso que pasamos por galerías, calles y llegamos hasta la misma Plaza de la Independencia.
Pedro evalúa: seguí las instrucciones, conversé y fui una alumna ideal para él. Me alegro, pero al mismo tiempo pienso que mi logro no fue tal, porque tal vez ese desplante que según mi maestro demostré, se debió a que siempre tuve la certeza de que después de que me sacara la venda, afortunadamente, volvería a ver.
Voluntarismo puro
La Corporación de Ayuda al Limitado Visual (Coalivi) es una institución penquista con 36 años de historia. Cuenta actualmente con una escuela, un centro de rehabilitación y un centro médico, orientado a personas con discapacidad visual y baja visión.
Los inicios de Coalivi fueron puro voluntarismo. La mayoría de la gente trabajaba allí ad honorem y recibía el apoyo de fundaciones extranjeras, como el Club de Leones, Rotary Club y la ONG alemana Christoffel Blindenmission (CBM).
Pero hay dos personas que han dejado marca en la institución: Patricio Parada e Ingelore Berhardt, “los pilares” les llaman.
Patricio Parada es actualmente el Director del Centro de Educación y Rehabilitación Integral de Coalivi. El mundo de la ceguera no es algo nuevo para él, pues a los ocho años perdió la vista. Así y todo fue al colegio y a la universidad para estudiar Pedagogía en Español.
Y a Ingelore Berhardt, la otra fundadora, profesora de Matemáticas, le ocurre algo parecido. A los 29 años comenzó a perder la visión sin una razón muy exacta de parte de los médicos. “Era un conejillo de indias”, dice.
Las metas y desafíos de Ingelore y Patricio se juntaron para ir en ayuda de personas con discapacidad visual, todo con el fin de que pudiesen insertarse mejor en el mundo.
Partieron en un época donde parecía que a nadie le importaban los ciegos. Ellos entonces, y con la convicción de llevar ayuda y rehabilitación, decidieron “hacerles ver a los que sí podían, pero que no lo estaban haciendo”, la importancia de contar con una institución como Coalivi.