Según datos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), actualmente se libran 30 conflictos bélicos en todo el mundo, provocando muertes y también la huida de su gente hacia otros países en busca de una mejor vida. Así lo hicieron Irene, Wilter y Maritza, quienes encontraron refugio en Chile. Pese a tener historias de vida distintas y a venir de diferentes continentes, la paz los unió como causa común.
Por Natalia Messer
Todo aquel que ha sido partícipe directo o indirecto de algún conflicto bélico, sin importar la etapa histórica en que éste haya sucedido, sabe de la crudeza y del dolor que reporta una guerra.
Una de las más cruentas de la historia fue, sin duda, la Segunda Guerra Mundial, que puso en jaque a varias potencias, y que sólo por causa del Holocausto dejó más de 11 millones de muertos. Aunque se trata de un conflicto que finalizó hace un poco más de siete décadas, el dolor de sus sobrevivientes sigue patente en sus mentes y en sus corazones.
Según datos de la ONU, actualmente, alrededor de 30 conflictos se libran en todo el mundo. Las luchas de poder no cesan y en distintos rincones del planeta sigue habiendo pugnas y víctimas que sufren de miedo y por el agobio incesante de bombazos ensordecedores que pueden provenir desde un avión de combate hasta de un artefacto puesto en el asiento de un auto.
Los de mayor escala, aquellos en que la cifra de muertos supera las 10 mil víctimas al año, se encuentran mayoritariamente en el Oriente Medio.
Desde 1948, año de la Declaración de los Derechos Humanos, las cifras indican que las guerras provocaron cerca de 52 millones de personas refugiadas. Prácticamente tres veces la población de Chile.
“Toda guerra genera migración de civiles. Su magnitud depende de los años del conflicto”, opina el historiador de la Universidad Católica de la Santísima Concepción (UCSC), y experto en relaciones internacionales, Manuel Gutiérrez González.
Y es de esa migración mundial de civiles que fueron partícipes los protagonistas de tres relatos que hoy nos hablan de dejar atrás la guerra y de comenzar de cero. Los tres se quedaron en Chile, porque aquí hallaron una nueva patria, y aunque siguen añorando sus lugares de origen y lamentan las consecuencias de la guerra, han tenido que acostumbrarse a cerrar un doloroso capítulo de sus vidas.
La diáspora de Irene
15 años tenía Irene cuando comenzó a escuchar desde su casa, y muy seguido, ruidos de bombazos y de sirenas. Era 1939, y la Segunda Guerra Mundial había estallado en Europa. En Polonia, el país donde ella nació, las fuerzas del Eje comenzaban a entrar para hacer ocupación del territorio.
Desde ese momento lo que para ella había sido una vida feliz y tranquila, mutó drásticamente a un verdadero cuento de terror. El cielo siempre estaba iluminado por los fogonazos de los cazabombarderos, y el frío del invierno, ante las pocas posibilidades de conseguir calefacción, calaba los huesos. A todo ese panorama se añadía la escasez de comida, “porque los soldados requisaban los alimentos y se los llevaban”, recuerda Irene.
El mercado negro compensaba un poco esa carencia y también el ingenio. Algo que a su madre, Anna Gutman, le sobraba. A pesar de los años transcurridos desde aquella época, su hija aún tiene vívido el recuerdo de cuando la mamá regresaba a la casa con un trozo dulzón-ácido de carne de caballo que lograba calmar sus estómagos vacíos. Como jefa de hogar, proveer de alimentos era su responsabilidad, pues el padre de Irene, el médico polaco Iosef Bodenstein, había fallecido cuando ella tenía ocho años.
“No tuve hermanos, por tanto, mi única familia era mi madre”, dice hoy en su casa de Concepción. Ante la adversidad, ambas se transformaron en una. Sólo así pudieron soportar la guerra y, dentro de toda esa complicación, ocultar, especialmente durante la ocupación nazi, que eran judías.
“No salíamos de la casa y estábamos escondidas en el sótano, porque todas las viviendas en Polonia tenían uno. Había que estar así porque ésta era una guerra en contra de los judíos”.
A ello se sumaba que también había algunos polacos antisemitas que identificaban a los judíos. La situación se agravó aún más cuando los nazis entraron a territorio polaco. “No estábamos preparados y la invasión fue rápida”, explica Irene.
Las sirenas sonaban casi todo el día y había que mantenerse escondidos, porque en caso contrario la muerte era inminente. “Si bien el refugio de mi casa era antibombas, siempre tuve miedo de que todo nos cayera encima”, rememora.
Las cartas de Anna
El terror ya se sentía a diario, y Anna Gutman comenzó a ver la forma de escapar a un lugar más seguro.
“Teníamos unas amigas polacas católicas que nos ayudaron a conseguir un Ausweis (carnet de identidad)”. Con una nueva identidad, madre e hija se hicieron pasar por católicas y se fueron a vivir a un pueblo en las cercanías de Varsovia.
Allí la vida fue tranquila por un tiempo y pudieron sobrevivir bien en una pieza que les arrendaron. Durante su estancia asistían a las misas católicas para no causar sospechas sobre su verdadera religión.
“Mi abuelo, que también se salvó de la guerra, tenía buena situación económica y nos estaba ayudando con dinero. Toda mi familia se ubicó en diferentes lugares”, relata.
Su mamá también hizo contacto mediante cartas con familiares que tenía dispersos por el mundo, porque siempre estaba con el temor de ser descubierta. En ese intercambio epistolar, Anna contaba de sus pasos y de la ayuda que recibía de sus amigos católicos.
Esa constante comunicación las benefició bastante, porque les entregó los contactos para escapar. “Si no lo hubiésemos logrado, probablemente nuestro destino habría sido un campo de concentración”.
En lugar de aquello, la vida de ambas se transformó en un constante peregrinar de pueblo en pueblo, hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Cita con el dentista
En 1945 el conflicto acabó, pero la paz no llegó ni para Irene ni para su madre. Polonia se convirtió en una República Popular. Con el nuevo régimen socialista tampoco se vislumbran mejoras para el pueblo judío. De hecho, muchos de ellos dejaron el país, motivados por una renovada violencia antisemita y, también, por la negativa del Gobierno para devolver a los judíos las propiedades que les habían sido confiscadas durante la guerra.
La familia de Irene fue una de las afectadas, lo que motivó que ellas finalmente desecharan la opción de regresar. Nuevamente las cartas de Anna sirvieron como un llamado de ayuda para buscar un mejor lugar donde vivir.
La ciudad de Konstanz, en Alemania, fue por un tiempo una buena residencia. Allí al menos no se vieron obligadas a ocultar su credo, como antes, pues existía una colonia judía en la zona. Aquí también la vida de Irene cambió drásticamente: un día asistió a la consulta del dentista Américo Grunwald que, al igual que ella, era judío pero con una historia familiar mucho más trágica.
Grunwald, nacido en Rumania, estuvo como prisionero en distintos campos de concentración nazis, pero salvó de milagro. Su padre, su madre, sus abuelos paternos y su única hermana murieron en el campo de exterminio de Auschwitz.
Con una historia de dolor común, Irene y Américo se enamoraron.
Luego de un noviazgo de seis meses, vino un tradicional matrimonio. La novia lució un hermoso vestido celeste y recibió algunos dólares de familiares como regalo de bodas. A esa altura, Irene, que tomó el apellido Grunwald, junto a su madre y a su marido ya vivían en Zúrich, donde les habían otorgado una visa temporal gracias a la gestión de un primo que Anna contactó. Cuando este “permiso” caducó, otra vez debieron buscar un destino. Fue en ese momento cuando surgió la posibilidad de viajar a Chile donde residía otro familiar de Anna. Primero partieron a Francia, y desde allí se embarcaron rumbo a Latinoamérica.
“No era lo más cómodo, porque el buque también cargaba consigo animales. Mi madre y yo pasamos gran parte del viaje vomitando”, cuenta Irene.
En enero de 1948, luego de tres semanas de travesía, arribaron a Chile. Con los dólares que habían recibido como regalo de bodas pudieron sobrevivir un tiempo e iniciar un emprendimiento. La madre de Irene sabía coser muy bien, entonces comenzaron a confeccionar ropa, para luego venderla.
Américo, el esposo, no tenía permiso para ejercer como dentista. Pero como logró aprender muy rápido el español y poseía cualidades innatas de vendedor, en una primera etapa se dedicó a ese rubro. Después de unas décadas en Santiago surgieron como familia, criaron tres hijos y, en 1979, se establecieron en Concepción, donde Américo se desempeñó como administrador de la pesquera Landes y también como guía espiritual en la Sinagoga de Concepción. Irene nunca más volvió a Polonia, ni siquiera en plan de visita. Tampoco su madre, que falleció a los 103 años. Ambas prefirieron permanecer en Chile, “su segunda patria”.
La gran travesía de Wilter
Wilter Carabali Peña llama carnicería a la violenta escena que le tocó presenciar cuando las fuerzas paramilitares impusieron el terror durante la masacre del Alto Naya, en el Departamento del Valle del Cauca, al suroeste de Colombia: “Mataban a las personas a machetazos, con motosierra… era terrible”, recuerda, sin que aún pueda borrar de su mente esas horribles imágenes.
El conflicto armado en Colombia comenzó aproximadamente en la década del ‘60, y puso en pugna al Estado colombiano y a las guerrillas de extrema izquierda. Más tarde se sumarían los grupos paramilitares de extrema derecha, los carteles del narcotráfico y las bandas criminales.
Un informe entregado por el mismo Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, calculó que desde 1958 ha habido más de 200 mil muertes a causa de este conflicto.
Wilter creció en un lugar agobiado por la pobreza y la violencia. Pese a esto, tenía esperanzas de que la paz un día llegase y con ella, las oportunidades. Pero eso nunca sucedió.
La situación pasó por varias etapas de recrudecimiento. La peor época ocurrió entre 1988 y 2003, cuando aumentaron las tomas armadas de poblaciones, las desapariciones y las masacres en contra de civiles.
En abril de 2001 a Wilter le tocó con su familia, esposa y dos hijos en ese entonces, vivir la masacre del Alto Naya. Los paramilitares no tuvieron piedad y con machetes y cuchillos filosos asesinaron a más de 30 personas. Wilter sintió pánico y que la muerte le agarraba los talones.
“Era horrible, y te doy un solo ejemplo. Si a uno de los paramilitares le gustaba una mujer y ella tenía novio o marido, entonces la secuestraban y luego mataban a su pareja”, relata.
Para cuando Wilter tenía cinco hijos se vio en la obligación de sacarlos a todos del colegio. Se escondió durante un buen tiempo en Cali, en una especie de refugio con su familia, porque “tenía miedo de que nos mataran. Con cualquier comentario de vecino o si alguien le tenía bronca a otra persona entonces te asesinaban. Además, como habíamos sobrevivido a la masacre pensaban que éramos informantes”, recuerda.
La situación se agudizó aún más cuando algunos de sus parientes fueron asesinados. “Además, las fuerzas paramilitares estaban reclutando a niños y adolescentes, y yo no quería eso para mis hijos. Entonces tomé una decisión con mi pareja”, cuenta.
Ésa fue una de las principales razones que hicieron que Wilter junto a su esposa y cinco hijos buscaran la forma de escapar del país.
“Limpiaban el asiento”
Tomaron lo poco que tenían y partieron a fines de junio de 2013 a Ecuador. En ese país, Wilter esperaba encontrar trabajo y al fin poder darles educación a sus hijos, que era su gran preocupación.
Cuando llegaron a Quito lo primero que pensaron fue que al fin habían escapado de la violencia, de las más de mil muertes que tiene cada año el municipio de Cali. Sin embargo, no todo fue como esperaban.
El racismo que sintió en las calles lo entristeció. “Era una cosa terrible. Existe mucho racismo en contra de la gente de piel negra en Ecuador”. Todavía recuerda cuando en el transporte público vio a una persona limpiando el asiento después de que un hombre de piel oscura ocupara el puesto.
“Hacían eso, te miraban feo o bien no te hacían espacio para sentarte, porque no querían estar junto a ti”. Esa situación hizo que no quisiera quedarse más en Ecuador. Además, su relación sentimental, de más de 17 años, se había estropeado y tampoco había conseguido la calidad de refugiado en el país.
La posibilidad de Chile pareció al principio lejana, porque había que juntar mucho dinero. Sin embargo, un conocido le contó acerca de un viaje que harían pronto al país. Wilter no lo pensó dos veces.
A finales de 2014 conversó con su pareja y finalmente decidieron, de mutuo acuerdo, dividirse el cuidado de los hijos. Wilter tomó a los tres mayores y dejó a los dos más pequeños a cargo de su exmujer, quien actualmente trabaja en una panadería en Ecuador.
400 dólares
Sabía que para llegar a Chile necesitaba dinero. Logró juntar 400 dólares y dio inicio a una aventura por tierra con sus tres hijos.
Cuando al fin salieron de Ecuador y llegaron a la frontera con Perú, estuvo un buen rato retenido por la policía, pues “me hicieron problemas por la salida de mis tres hijos. Me preguntaban si es que acaso tenían el permiso de la mamá”, dice.
Finalmente consiguieron el documento de permiso, les timbraron los pasaportes y entonces pudieron seguir con la ruta planeada. Para cuando llegaron al paso fronterizo de Chacalluta, en Arica, ya no tuvieron más inconvenientes.
“Recuerdo a un señor chileno de pelo enrulado y ojos verdes, muy simpático, que le puso un timbre a mis documentos. Cuando hizo eso me sentí aliviado y agradecí a Dios que pudimos entrar”, cuenta.
Estando en Santiago, comenzó la búsqueda de una casa y un empleo, la que no dio buenos resultados. Por eso se quedaron una semana en un hospedaje, cerca de la estación Baquedano, y luego partieron rumbo a Concepción, incitados por un pastor religioso que les ofreció una mejor oportunidad en esta ciudad.
Cuando llegaron a Concepción ese trabajo inmediato no era del todo cierto y entonces Wilter tuvo que batallar por sí mismo. Al principio recibió ayuda de otros compatriotas, pero luego decidió salir a recorrer el centro de la ciudad, buscando obras de construcción para ofrecer sus servicios, ya que en Colombia tenía experiencia en este rubro. “Tenía que conseguir un trabajo y legalizar mi situación. Así es que gestioné una visa temporaria y me puse a preguntar por todos lados”, asegura.
El día antes de su cumpleaños, un jueves 11 de diciembre, consiguió su primer empleo en Chile.
“Igual tuve que trabajar para mi cumpleaños, pero estaba feliz y tranquilo”, dice Wilter, quien actualmente se desempeña como maestro albañil en una obra de Concepción.
El ir y venir de Maritza
13 mil kilómetros hay en línea recta desde Siria hasta Santiago de Chile. Ése fue el trayecto que tuvo que hacer Maritza Chávez Taha junto a sus dos hijas, Hiyam y Hania, para escapar de la guerra civil en Siria. Un conflicto que ha dejado hasta la fecha casi medio millón de muertos y 12 millones de refugiados por el mundo.
La historia de Maritza parte en Chile. Ella es de mamá libanesa y papá chileno-palestino. Siguiendo las enseñanzas de sus padres, creció con la cultura y la religión musulmana muy arraigadas.
“Como todas las familias chileno-árabes se hablaba árabe en la casa, se hacia la comida típica y también te casabas muy joven”, cuenta.
A los 15 años, al comienzo de la década de los ’80, Maritza ya estaba comprometida para casarse con Mohamma Samer Kassar, un joven sirio al que conoció en Chile gracias a contactos entre familias árabes.
Luego del casamiento por el civil, se fueron de viaje a España, donde tuvieron una tradicional boda árabe.
“Me sentí como la princesa Diana. Estuvo la colonia árabe de Barcelona y celebramos en un restaurante, con música árabe… Fue todo maravilloso y yo me sentía muy grande”, rememora.
Un año estuvieron en España y luego se fueron a vivir a Siria, específicamente, a la capital, Damasco. Allí permanecieron ocho años, y Maritza aprendió más de la cultura musulmana y de religión. Tuvo que usar burka la mayor parte del tiempo. “Tenía 17 años, y mi parte latinoamericana sufría, porque me decía: No quiero andar así, quiero sentir el sol en mi cuerpo, pero no se podía”, relata.
Pese a todas las prohibiciones que allí tenía, su espíritu inquieto la llevaba a estar siempre buscando nuevos desafíos. Incluso formó un grupo de chilenos en Siria. Más tarde surgiría la posibilidad de viajar a Estados Unidos con su marido en busca de nuevas oportunidades. Dice que no lo dudó ni un segundo. Entonces compraron los tickets de avión y partieron con la pequeña Hiyam, de un año y dos meses, en busca del sueño americano.
Los lujos de Dallas
Cuando llegaron a Estados Unidos, la familia se encontró con algunos parientes árabes en Boston, New Jersey, Nueva York y Oklahoma. Finalmente se establecieron por un tiempo en Dallas. En Estados Unidos decidió estudiar cosmetología. El idioma tampoco fue obstáculo, pese a que con suerte sabía decir “hello”. Lo aprendió de igual forma y pudo así estudiar durante cuatro años la carrera de cosmetóloga aparatológica, con especialidad en postoperatorio.
Los negocios de su esposo iban muy bien. En ese entonces tenía la concesión de una tienda Benetton. “Siempre tuve lujos, tanto en Siria como en Estados Unidos. Vestíamos las mejores marcas”, relata.
En Estados Unidos, donde vivió por siete años, se enteró de que estaba nuevamente embarazada. La llegada de su segunda hija, Hania, fue para ella “otra bendición” y la pequeña dio sus primeros pasos en la ciudad de Dallas.
La vida era normal, “típica americana”, como dice Maritza, quien estaba feliz trabajando en una clínica estética. Pero una mala noticia desde Siria cambió todos los planes. La madre de Mohamma estaba muy enferma, tenía un tumor cancerígeno y necesitaba del apoyo de su familia, especialmente de su hijo. Entonces, hubo que volver.
“He muerto varias veces”
Ya en Siria se enfocaron como familia en ayudar a la madre de Mohamma, quien finalmente superó la enfermedad.
Maritza tuvo que recomenzar, porque en Estados Unidos lo habían vendido todo. “Hablé con mi esposo y le dije que no quería estar todo el día como dueña de casa y que quería trabajar”. Fue así como su marido le instaló una consulta al lado de su casa, para que ella se desarrollara como cosmetóloga. El éxito fue casi inmediato, y a su consulta, a la que llamó “Madre de la bondad”, rápidamente tuvo que añadirle otro piso, porque cada día había más clientas.
La vida de lujos seguía. Mohamma era el dueño de un mall de cinco pisos, y mantenía la concesión de la tienda Benetton. Las joyas, las marcas lujosas y los muebles tallados eran algo normal en la vida de Maritza. Lo tenían todo y disfrutaban de los encantos de una ciudad con monumentos históricos de inconmensurable valor.
“Damasco fue por mucho tiempo una zona muy turística, visitada por europeos que quedaban encantados con la gente, que es muy cordial, y con la belleza arquitectónica de las construcciones”, dice Maritza. Pero durante 2011, en plena efervescencia de la Primavera Árabe, estalló una guerra civil entre el ejército del régimen de Bashar al-Ásad y grupos rebeldes. De ahí en adelante la familia lo perdió todo y no quedó más opción que el escape. Fue un nuevo golpe y, para Maritza, un nuevo fallecer, pues asegura “haber muerto varias veces, psicológicamente hablando”.
El escape
Los ataques empezaron en las partes más alejadas de Damasco. Para ese entonces, la ciudad de Aleppo, que tenía más habitantes que la capital, se convirtió en un símbolo de la guerra, por la cantidad de civiles muertos y atentados de bomba. “Ahí comenzó la agonía”, dice Maritza. Su marido también tuvo que cerrar un negocio de venta de muebles lujosos, porque no se pudo trabajar más.
El colegio inglés donde estudiaban Hiyam y Hania fue destruido, y entonces no quedó más que refugiarse en las casas y pensar en un plan de escape, porque la comida además comenzó a faltar. Ese pan delgado, tan típico de la amasandería árabe, Maritza tenía que congelarlo para que durase. “Cada desayuno, almuerzo o cena se sentía como si fuese el último que ibas a tener”, cuenta.
El suegro de Maritza falleció en un atentado de bomba y algunos primos y hermanos de Mohammed también murieron a causa de la guerra.
Ante esta situación, ella decidió regresar a Chile en 2012 con sus dos hijas, su marido y su yerno. “Mi esposo vino para quedar con la conciencia tranquila y me dejó aquí, porque luego se devolvió a Siria a luchar por sus principios, además en ese entonces su mamá estaba aún viva”, detalla Maritza.
Hoy en día está separada de Mohamma, pero igual anhela que un día vuelva a Chile. Por ahora, trabaja como cosmetóloga en un centro médico de Concepción y casi siempre mantiene su agenda ocupada, porque tiene mucha clientela. Eso le ayuda a olvidar la tragedia que se vive a diario en Siria, aunque sea por un momento, porque cada noticia sobre la guerra es un nuevo golpe duro.
Un refugio
Si bien Chile se encuentra lejano geográficamente de los conflictos y “nuestra postura ha sido la neutralidad, ayer y hoy, por nuestra relación con EE.UU., de la cual dependen parte de nuestras políticas diplomáticas en aquellos conflictos bélicos”, dice el historiador Manuel Gutiérrez, actualmente nuestro país alberga a cerca de 3.000 refugiados y solicitantes de asilo.
La mayoría de los refugiados proviene de diferentes países de América Latina, África, Asia y Europa.
El gobierno de Michelle Bachelet también informó hace muy poco sobre la llegada para este año de 60 refugiados sirios. Ya en septiembre de 2015 había anunciado un plan para traer a más víctimas de la guerra en esa nación.
La situación de los refugiados, al parecer, no sólo preocupa a países como Alemania, Francia y Estados Unidos, porque, y como explica el historiador Manuel González, “se vive hoy una crisis humanitaria propia de las guerras civiles, que se mezcla con la posibilidad de buscar una mejor vida”, el mismo anhelo que motivó a Irene, a Wilter, a Maritza y a tantos otros, para radicarse en Chile, y tenerlo como una segunda patria.