Una de las características más importante del ser humano, y que nos define como entes pensantes, es la capacidad de nuestro cerebro de concentrarse y prestar atención a ciertos estímulos por sobre otros, generando acciones orientadas a lograr resultados específicos. No cruzar la calle con la luz del semáforo en rojo, reconocer a un conocido en una multitud o identificar el llanto de nuestro hijo en medio de los de otros niños son ejemplos de esto.
Sin embargo, el mecanismo del sistema nervioso que lo permite tiene una capacidad limitada, y solo puede funcionar durante un tiempo determinado. Se basa en la acción coordinada de numerosos grupos de neuronas que funcionan armónicamente en circuitos dinámicos, que responden a estímulos eléctricos, por medio del efecto modulador de variados neurotransmisores, como la norepinefrina, más conocida como adrenalina. El resultado de esta “orquesta cerebral” son acciones breves, rápidas y precisas, que permiten detenerse en seco frente al semáforo, consolar prontamente a nuestro hijo o abrazar a nuestro ser querido cuando lo identificamos.
Luego de obtener el resultado, la orquesta se detiene, porque el estímulo pierde atención y ya no se genera el neurotransmisor (adrenalina) que echó a andar el mecanismo.
Excepcionalmente, esta capacidad de atención y ejecución puede prolongarse más y permitir, por ejemplo, que un operador de grúa dedique 8 horas a un trabajo de alta precisión, que un estudiante estudie una materia durante 2 horas, o que un profesional de la salud se dedique 24 horas continuas a realizar un turno de atención.
Todos ellos, sin embargo, deben finalizar esos procesos para poder pasar a otra actividad y, con eso, sentir que descansan física y mentalmente. Pero, sobre todo, deben hacerlo para tener la capacidad de atender otros estímulos y desarrollar otros trabajos. De lo contrario, sus cerebros comienzan a ser menos precisos, dejan de poner atención y bajan los niveles de alerta. En otras palabras, se cansan.
Y eso es lo que hoy estamos viendo en medio de esta pandemia: el referido modo de selección de estímulos, limitado e intermitente (que conllevaba salir de la zona de peligro para sentir seguridad y calma), cambió por uno de alerta permanente, que implica vivir en un peligro indefinido, prolongado y no anticipable.
Así, la pandemia por Covid-19 ha provocado que por casi 365 días seguidos hayamos debido usar mascarillas, mantener la distancia de seguridad, evitar el contacto físico con otros, identificar a personas “de riesgo” (que tosen o se ubican muy cerca) y también situaciones riesgosas (locomoción colectiva llena o espacios físicos no ventilados).
Es decir, llevamos casi un año viviendo en un estado de alerta permanente y eso, evidentemente, genera consecuencias, siendo la principal el agotamiento de las personas, que se traduce en el relajamiento de las medidas de seguridad ante este virus. Esto ha sido llamado por la Organización Mundial de la Salud: Fatiga Pandémica.
Esta “condición” resulta doblemente peligrosa. Por un lado, aumenta el riesgo de contagio al descuidar las conductas preventivas, y por el otro, el estar en permanente modo de alerta daña nuestra salud mental.
Por ello, debemos intentar prevenir la llamada Fatiga Pandémica, o remediar sus efectos, por medio de acciones de autocuidado simples, pero eficaces, como -por ejemplo- definir rutinas y horarios. Esto es, levantarnos todos los días a una cierta hora, tener horarios acordados con nuestras familias para las comidas, y distribuir y calendarizar las tareas domésticas. También debemos preocuparnos de practicar rutinas saludables y tareas placenteras (actividad física, lectura, manualidades, juegos); compartir con nuestros seres queridos, especialmente con nuestros adultos mayores y niños, ya sea presencial o virtualmente; asegurar los horarios de descanso y de sueño, evitar el exceso de información, moderar el consumo de alcohol, no automedicarse y, siempre que sea posible, realizar actividades al aire libre.
También es muy importante asignarle un valor consciente a las acciones de autoprotección individual que realizamos en forma automática: Si entendemos que el cuidarnos no solo es por nosotros, sino también por los demás, reforzaremos nuestro sentido de responsabilidad y de esperanza colectiva.
Esto va más allá de un simple pensamiento altruista, logrará generar un cambio en el funcionamiento de nuestro cerebro. Así, transitará de una red de circuitos de alerta a estímulos que nos protegen del peligro, pero que también nos agotan y angustian, y que están activados por la adrenalina, a un sistema de conductas y aprendizajes conscientes (hábitos), que utilizan como neurotransmisor la dopamina, dándonos placer y satisfacción por cuidar al otro. Esa será la mejor vacuna contra la Fatiga Pandémica.
Sin embargo, si a pesar de las acciones de autocuidado y de un actuar responsable, solidario y altruista, nos damos cuenta de que nuestro estado de ánimo ha cambiado, que nos hemos tornado más irritables, que nos sentimos menos capaces de cuidarnos, si no disfrutamos de lo cotidiano, si nos sentimos indiferentes o nos percibimos más tristes o angustiados, debemos pedir ayuda a nuestros cercanos y, de considerarlo necesario, a un profesional de la salud mental.