Les duele todo, todo el tiempo. A diario despiertan con ese cruel compañero de vida que los agobia toda la jornada, y con quien deben irse a la cama. Sí, les duele el cuerpo, pero más les duele la incomprensión de sus cercanos, y de uno que otro profesional que no reconoce los síntomas y que, “con cero empatía, no duda en mandarnos a siquiatra porque cree que nos inventamos el dolor”, cuentan.
Este artículo fue publicado en agosto de 2017, por lo que algunos datos podrían haber cambiado.
La fibromialgia es una enfermedad difícil de entender, complicada de diagnosticar y tremendamente dificultosa de tratar. ¿Se imagina cómo sería comenzar su día con un dolor tan grande, tan fuerte y en tantas partes de su cuerpo que, sencillamente, se ve imposibilitado de moverse o levantarse? ¿Alcanza a sospechar lo que se siente necesitar “con el alma” que sus hijos lo abracen, y tener que renunciar a ese anhelado contacto por el inmenso dolor que siente si lo tocan? Súmele a esto no lograr ser autosuficiente en las labores personales más simples, como ducharse o vestirse; verse removido de su trabajo porque ya no puede cumplir con sus tareas habituales y que, para colmo, muchos de sus cercanos duden de que su dolor es real… ¿Qué me dice? ¿Ya se hizo una idea de lo que implica la fibromialgia?
Abigail Flores (14) recuerda perfectamente el día en que todo comenzó: un 29 de septiembre, de hace ya casi tres años. “El 28 había ido al colegio vestida de huasita, me acosté y no supe de nada hasta el día siguiente. Entre sueños escuché a mi mamá que me pedía levantarme para ir a clases. Traté de abrir los ojos y de destaparme, pero no pude. Sentí en todo mi cuerpo un dolor como nunca había tenido antes. No lograba moverme, ni siquiera hablar, estaba como agarrotada, me dolía la espalda, los brazos, las piernas. No entendía qué me pasaba. Me puse a llorar y a tratar de llamar a mi mamá”, recuerda.
Al escuchar su llanto, su madre, Marjorie Espinaza, acudió a tratar de calmarla, acariciándola suavemente. “Fue peor, empezó a llorar más fuerte, no quería que la tocara. Miré su cuerpo y estaba como hinchado, se sentía afiebrado. Comencé a desesperarme, y por mi cabeza pasó de todo, desde que la perdía hasta que le habían ‘tirado algo’ ”, cuenta.
Tras esperar un par de horas para ver si el dolor menguaba con analgésicos, decidió llevarla al Cesfam Pinares, en Chiguayante. Allí le dijeron que debía ser un dolor muscular o una gripe fuerte que estaba comenzando, le dieron unos relajantes musculares y la mandaron a su casa.
Pero el dolor no cesó, así es que al día siguiente nuevamente acudieron al consultorio, donde la escena se repitió casi sin variaciones. Lo mismo pasó en sus siguientes visitas.
Tras recorrer seis distintos médicos en esas primeras semanas, por fin consiguió que le dieran órdenes para que Abigail se hiciera exámenes, muchos y de todo tipo. “Le hicieron de sangre, de orina, varias radiografías, ecografías y resonancias en distintas zonas de su cuerpo”, rememora Marjorie.
Todos los análisis arrojaron el mismo resultado: no había ningún problema físico, todo aparecía normal. Sin embargo, Abi, como la llaman sus cercanos, seguía en casa revolcándose del dolor, “sintiendo como si seis personas me pegaran con un bate al mismo tiempo”, describe.
“La última doctora que vimos insinuó que todo estaba en mi cabeza, y me dio una interconsulta para un siquiatra”, cuenta aún molesta. Su mamá agrega: “Salí llorando de la consulta. Me indignó que tratara a mi hija de loca. Con cero empatía, no dudó en mandarnos a un siquiatra porque creía que ella se estaba inventando el dolor”.
Cinco meses después, la situación era insostenible. “Era un infierno ver sufrir día a día a mi hija, así que decidí ver a un doctor más, y de ahí llevarme a Abigail a Santiago. No sabía bien dónde, pero debíamos encontrar una respuesta. Justo en ese momento, Dios puso un angelito en nuestro camino”.
Fueron nuevamente al consultorio, donde esta vez las atendió la doctora Camila Contreras. Tras contarle su caso y mostrarle los exámenes, pareció reconocer los síntomas. Le pidió a Abi desvestirse y comenzó a tocarla en ciertos puntos, muy específicos, en la espalda, las piernas, los brazos.
“Al primer roce en cierto punto de la espalda, Abi llegó a gritar, y eso que la doctora apenas la había tocado. Lo mismo ocurrió en otros puntos. Ella nos pidió sentarnos y, por primera vez, tuvimos un diagnóstico: fibromialgia. Jamás lo habíamos escuchado”, comenta Marjorie.
“Esta enfermedad existe”
La fibromialgia está definida como una enfermedad reumatológica “caracterizada por un fuerte dolor músculo-esquelético, crónico y generalizado, de origen desconocido, que no es atribuible a otras enfermedades o alteraciones. Esto se constata a través de exámenes de laboratorio y radiológicos”, señala la reumatóloga Ninette Pezo, agregando que esta patología también incluye entre sus síntomas rigidez, sensación constante de cansancio y debilidad muscular.
Si bien fue reconocida como enfermedad hace 25 años por la Organización Mundial de la Salud, aún no existe claridad respecto de su causa, barajándose como opción factores genéticos, problemas hormonales, mal funcionamiento del sistema nervioso central o endocrino, respuestas patológicas ante el estrés, y desequilibrio en los neurotransmisores, lo que provocaría una percepción anómala de los estímulos sensoriales.
“Al estar afectadas las vías neurológicas que llevan la información de dolor al cerebro, los pacientes procesan la presión, el calor, el frío o la vibración como estímulos dolorosos”, dice la profesional.
Es justamente este desconocimiento de su causa, y la inexistencia de un examen que compruebe a ciencia cierta su presencia, lo que provoca que muchos pacientes deban deambular por varios especialistas antes de lograr una diagnosis.
Hoy existen criterios diagnósticos para corroborar la existencia de la enfermedad, que han dejado de lado la constatación del dolor en 18 puntos del cuerpo, que antes se efectuaba. “Ahora se observa si existe dolor por más de tres meses en varias zonas del cuerpo, y que esté acompañado de otros síntomas, como colon o vejiga irritable, disfunción temporomandibular, alteraciones siquiátricas (depresión) y trastornos del sueño, entre otros”, detalla.
En su experiencia, se trata de una enfermedad cada vez más común. “Si bien en Chile no hay un catastro de prevalencia, se registra que un 6.6 % de la población mundial la padecería, afectando principalmente a mujeres, en proporción de 9 a 1 respecto de los hombres, y generalmente sobre los 40 años”.
De hecho, según datos aportados por la Seremi de Salud Biobío, en el último trienio (2013-2015), se registraron siete casos en la atención hospitalaria de la Región, todas mujeres, entre los 39 y los 63 años. La baja cifra podría deberse a que en los centros hospitalarios sólo se atienden los casos de mayor complejidad, no pasando de la atención en consultorios la mayoría de los casos.
La doctora Pezo sostiene que para tratar la fibromialgia la mejor solución es educar, tanto a los médicos como a los pacientes. “En la zona, los reumatólogos somos pocos, y en la salud pública no damos abasto. Por ello, es necesario que todos los profesionales se informen sobre esta enfermedad, de modo que puedan entender al paciente y, mejor aún, tratarlo directamente. Además, hay que educar al paciente, explicándole que esta enfermedad existe, que es real, y que no le va a provocar invalidez, que es lo que más temen. Eso baja su nivel de ansiedad, de estrés, y con esto, muchas veces, también disminuye su umbral de dolor”.
Agrega que se ha comprobado que el ejercicio aeróbico, tras un tiempo de tratamiento farmacológico, con antidepresivos, anticonvulsionantes y analgésicos, también ayuda a disminuir la rigidez y los dolores. “Hay quienes también realizan algunas terapias, que deben tomarse como algo complementario al tratamiento con fármacos, que es personalizado. Debe entenderse que la enfermedad en muchos casos puede ser controlada con medicamentos. Desgraciadamente, son caros, y no los provee la salud primaria, por lo que hay pacientes que no pueden tratarse adecuadamente por falta de recursos, lo que es lamentable”, opina.
Una luz de esperanza
Ya con un diagnóstico claro, Abigail fue derivada a un reumatólogo, quien le recetó nuevos medicamentos. Además, aconsejada por la doctora Contreras, comenzó a asistir a sesiones de quiropraxia, que le permitieron recuperar fuerza, ganar flexibilidad, y bajar un poco el nivel de dolor. También comenzó a ir a clases de natación, en Talcahuano. Si bien implicaba un trayecto “largo y matador” para Abi, era la única opción que podían pagar. “El agua, además de relajarme, me permitía fortalecer los músculos, porque antes de la quiropraxia y de ir a la piscina no lograba sostener cosas en las manos, o caminar sola”.
Sin embargo, los dolores persistían, impidiéndole, por ejemplo, asistir al colegio, donde en estos tres años con fibromialgia ya suma largas ausencias, de varios meses cada una. Sólo la comprensión de sus profesores ha permitido que ella pueda seguir avanzando en su educación, pues le han brindado la opción de asistir a clases o rendir sus pruebas en horarios especiales. Cuando está bien, ella misma exige ir a clases y, cuando no, cada sábado visita a algún compañero para pedir los cuadernos y ponerse al día con la materia.
A pesar de sus dificultades, el año pasado aprobó séptimo básico con un 6.1. “Me esfuerzo harto para demostrar que me la puedo. Además, necesito tener buenas notas, porque quiero estudiar Medicina”, dice con convicción.
Es tal la entereza de esta niña, su valentía y sus ganas de salir adelante, que duele verla acomodarse mil veces en el asiento porque no soporta más de cinco minutos en la misma posición. La espalda le duele, sufre de adormecimiento repentino de sus extremidades, incluso la luz le molesta. Cuenta que, además, sufre de una exacerbada sensibilidad al frío, insomnio, alergia al sol y una sensación de ardor en todo el cuerpo, “que es como si me estuvieran pasando cuchillos”, dice.
“Vivir de nuevo”
El año pasado escucharon sobre la doctora Ximena Piera, médico general, especialista en Medicina Integrativa, que hoy atiende a Abigail. La profesional describe esta terapia como “una práctica médica que busca impulsar la biorregulación del sistema nervioso autónomo y, a través de él, de todo el organismo. Permite aliviar el dolor de patologías complejas osteomioarticulares, y de otras viscerales y emocionales, mostrando buenos resultados con pacientes fibromiálgicos”.
Cuenta que con Abigail comenzaron con terapia neural, estableciendo, consulta a consulta, los puntos que más le dolían, que podían ser 20 o más, y allí le inyectaba calmantes naturales, además de usar otras terapias alternativas, como flores de Bach, naturoterapia y medicina biorreguladora. “Al principio, se iba adolorida por los pinchazos, pero en los días siguientes experimentaba un alivio, bajando su umbral de dolor significativamente”.
Destaca que quienes padecen fibromialgia ven seriamente afectado su estado de salud en general, su capacidad funcional, su estado emocional y sus relaciones personales. En pocas palabras, es capaz de deteriorar profunda y rápidamente la calidad de vida de una persona.
“La Medicina Integrativa ve al paciente como un todo, ayudándolo tanto con herramientas de medicina alópata como con otras terapias, brindándole lo que necesita en ese momento. Así, acompañamos su proceso personal, disminuyendo el dolor, estabilizando su ánimo, casi sin utilizar fármacos clásicos, que tienen muchos efectos secundarios por la interacción medicamentosa”, dice la profesional.
“La doctora también me aconsejó ir al kinesiólogo, y comenzó a desintoxicar mi organismo, quitándome los lácteos, las carnes, el gluten, el azúcar. Ahora, en la última etapa de este tratamiento, suspendimos todos los medicamentos químicos, pasando a usar sólo algunos homeopáticos, además del tramadol en caso de crisis”, cuenta Abi.
Además, desde hace unos meses se trata con inmunoterapia. “Una vez al mes viene un neurólogo y naturópata de Santiago, que trabaja con células madre. Cada dos meses, me extraen sangre con la que elaboran vacunas que me entregan para que me inyecte yo misma, tres veces a la semana. Cuando se acaban, repetimos el ciclo. Ya voy en el tercero, y los dolores se han atenuado tanto, que ha sido como vivir de nuevo”, dice con una gran sonrisa. Relata que ahora se mantiene con un nivel de dolor de 4 o 5, en vez del 9 o 10 que antes mantenía; que puede caminar más, que ha podido volver a clases, aunque sólo por algunas horas cada día, y que, incluso, ha ido a acampar. “Aunque llevando un colchón y un sofá cama”, agrega, entre risas, su mamá.
Todas estas terapias le implican a la familia un fuerte impacto económico, que sólo logran costear gracias a los “pololitos” que realiza Marjorie, quien canta en eventos, vende ropa en la feria y, a veces, trabaja en casas. “Pero también se debe a que John, la pareja de mi mamá, ahora tiene dos trabajos. Se levanta de madrugada y llega pasadas las 12 de la noche y, aún así, cuando llega se da el tiempo de estudiar conmigo o, a veces, aunque viene cansado, me lleva a Urgencias si estoy con crisis. Yo sé que si ahora estoy mejor es porque él también se la ha jugado por mí”, dice Abi.
Ambas, ven hoy el futuro con más optimismo y esperan, confiadas, que al final del sexto ciclo del tratamiento Abigail pueda llevar una vida más normal, con un dolor más manejable. “Me gustaría volver a hacer lo que antes hacía: bailar, patinar, tocar instrumentos, aunque lo que más echo de menos es correr”, dice.
Fibro… ¿qué?
Llena de limitaciones es también hoy la vida de Gladys Díaz (37), nutricionista que en 2016 fue desvinculada de su trabajo “por necesidades de la empresa”, una gran compañía estatal.
Su vida, marcada por el trabajo duro, algo que aprendió a temprana edad de su madre y su abuelo Víctor, no ha sido fácil. Sin embargo, a punta de esfuerzo, logró emigrar de su Laja natal, estudiar Nutrición en Chillán y, a pesar, de los problemas económicos y de tiempo, que la obligaron a congelar varias veces la carrera, titularse. “Es frustrante haberte sacado la mugre para salir adelante, haber llegado a creer que tenías solucionada la vida, y que te pase esto”, dice, refiriéndose a la fibromialgia, enfermedad que presentó sus primeros síntomas hace 14 años, mientras esperaba a su hijo Joaquín. “Tenía mucho dolor de espalda, de cabeza y cansancio extremo, pero lo atribuí al embarazo. Pasaron los años y debía sacar adelante a mi hijo, así que me repartía entre ser full trabajadora, full mamá, full ama de casa, y los malestares que tenía esta vez los atribuí al estrés”.
En 2012 ya no pudo seguir ignorando sus síntomas, que la obligaban a privarse de algunas actividades por el extremo dolor. A ello se sumó un creciente insomnio. “Fui a un traumatólogo y, al describirle mis síntomas, de inmediato me aclaró que se trataba de fibromialgia. Me hicieron cientos de exámenes y me derivaron a la Unidad del Dolor de la clínica”.
A cinco años de eso, su deterioro alarma. Su piel muestra los signos de las alergias que le provocan los medicamentos, su voz es sólo un susurro, se cansa al hablar, le falta el aire, le cuesta estar de pie, y caminar es un esfuerzo en el que parece írsele la vida. Sin embargo, su voluntad permanece inalterable. Insiste en hablar sobre su enfermedad, a pesar del descontrolado temblor en su pierna, que me alerta de que está agotada. Dice que los fibromiálgicos no tienen muchas posibilidades de dar a conocer sus casos, que su sufrimiento es invisible, que necesitan ayuda pero que, cuando la buscan, la respuesta que reciben es: “fibro… ¿qué?”
“La gente no conoce esta enfermedad. Yo trato de explicarles descomponiendo la palabra: mialgia, dolor; fibro, fibra. Es dolor en cada fibra de tu cuerpo. Pero es mucho más, tus órganos empiezan a resentirse con tanto medicamento, también la piel, que pica en aquellos lugares en que más duele. No soportas el ruido, ni la luz. Comienza a reducirse tu capacidad de concentración, te deterioras congnitivamente, no duermes, las cosas se te olvidan. De hecho, yo tengo una pizarra donde anoto todo, hasta que debo comer, porque si no se me olvida”, relata.
Le pregunto cómo es un día malo, y su respuesta es tajante: “Un día malo implica un dolor tan potente que si pudieras levantarte de la cama, te tirarías por el balcón”. Si bien los medicamentos le aportan un cierto alivio, los efectos secundarios son devastadores. “Eres un zombie, baja la respuesta motora, te marea, te caes. Es como si tu cuerpo se apagara”, dice mostrándome una caja con más de 30 fármacos distintos, que son los que toma a diario.
“Producto desechable”
En septiembre de 2016, tras cinco años en la empresa en que trabajaba, fue despedida. “Fue triste, y muy injusto. Las evaluaciones siempre destacaban mi proactividad, mi empatía, mi capacidad de trabajo, pero nada de eso importó cuando enfermé. Es cierto que tuve varias licencias, pero no eran largas, yo le insistía a los médicos que quería volver a trabajar porque, como jefa de hogar, tenía que seguir generando recursos. Tampoco quería pasar al sistema público de salud, donde no hay recursos para ayudarnos”.
Reconoce que su movilidad era limitada, “pero hacía mi pega y más, y la hacía lo mejor que podía”. Dice que nunca imaginó que la empresa “me sacaría por la puerta chica, un viernes, después del horario de trabajo, cuando ya todos se habían ido, sin siquiera darme la oportunidad de despedirme. Me pareció inhumano, sentí que me veían como un producto desechable”.
Cuenta que, tras tantos años y tan buenas evaluaciones, esperaba más consideración, “que mis jefes quizás me hubieran ofrecido trabajar media jornada, aunque fuera a honorarios, de modo de poder seguir solventando los gastos de la enfermedad o las necesidades básicas. Además, estar inserta laboralmente te permite usar tu mente, lo que desacelera tu deterioro cognitivo, te permite moverte, sentirte útil, es una terapia en sí misma”.
Con el despido, comenzó a vivir el peor lado de la enfermedad. Gastó gran parte de su finiquito en Santiago, donde visitó grandes clínicas, eminencias médicas y todo terapeuta que ofreciera calmar el dolor y mejorar su calidad de vida. Todo sin resultados. “Quizás me equivoqué, pero quería volver a ser quien era, a hacer lo que hacía, porque es horrible vivir con dolor, todo el día, todos los días”.
Ya sin un sueldo, debió inscribirse en la salud pública, y hoy se trata en un consultorio de Hualpén, donde “se han portado excelente, son súper humanos, pero no pueden hacer más. Allí me dan algunos medicamentos, no todos, ni los mismos que tomaba cuando estaba en el sistema privado, por lo que no consigo los mismos resultados, pero ya no puedo comprar los otros”.
Su único apoyo hoy son algunos pocos amigos, su madre, “que sin tener ni para ella, a veces llega con un carrito con verduras y legumbres”; su expareja, la abuela de su hijo y él mismo, que se ha convertido en su gran razón para seguir luchando. “La gente se aleja, se aburre de que todos los días te duela algo. Joaquín sólo tiene 14 años, y muchas veces le toca hacerse cargo de mí. Le ha tocado verme en mis crisis, ayudarme, atenderme, hacer las compras, aprender a vivir con lo justo, sin darnos gustos. Incluso ha debido tolerar que, a veces, no pueda aceptar su abrazo, porque todo me duele”.
Reconoce que su red de apoyo también incluye a los trabajadores del Cesfam donde se atiende. “Si tengo una crisis, sé que debo lograr llegar al consultorio, aunque me desplome en la entrada. Y si no lo logro, debo pasarla aquí, a veces sola, porque ya no quiero molestar a nadie, y sé que tengo que aprender a vivir con esto, porque ésta es mi realidad”.
Pero Gladys no se ha resignado, sigue golpeando las puertas de distintas autoridades como miembro de la Agrupación Fibromialgia Octava Región, de la que también Marjorie y Abigal son parte. “Uno va perdiendo un poco las fuerzas para luchar, esta enfermedad te va matando el alma, pero mi esencia es luchadora, no se resigna a vivir así. Sé que los pacientes que formamos la Agrupación, más de 120 personas, merecemos vivir mejor, más dignamente, no sumidos en el dolor, o en la pobreza por no ser capaces de generar recursos cuando nos excluyen del mundo laboral”.
Agrega que un grupo de senadores presentó hace un tiempo un proyecto solicitando evaluar la incorporación de la fibromialgia a las patologías AUGE. “La sola posibilidad nos llena de esperanza, porque implicaría poder ver especialistas, tener asegurada la atención y el tratamiento en la salud primaria o, lo que más anhelamos, acceder gratuitamente a nuestros medicamentos, que son tan caros que no podemos comprarlos. Pero más que eso: para nosotros significaría dejar de ser invisibles, aunque nuestra enfermedad lo sea”.