El ex integrante del celebrado colectivo La Troppa vuelve a las tablas con “El último heredero”, su segunda obra en solitario desde su exitoso debut con “Gulliver” en 2006. Pero mientras en aquel trabajo buscó retratar la frágil y cambiante naturaleza humana recreando mundos imaginarios, en esta ocasión apostó por un desafío aún más complejo: adentrarse en las raíces de la idiosincraSia nacional mediante un viaje hacia la independencia, al momento en que la violenta despedida al viejo orden colonial sembró traumas y trancas difíciles de cicatrizar.
Aunque “El último heredero” lleva más de un mes en las tablas desde su estreno en el Teatro Regional del Maule, los ensayos y modificaciones no paran. Es que para Jaime Lorca y su compañía “Viaje Inmóvil”, lo que justamente distingue al teatro de otras formas de expresión es su capacidad de estar en constante profundización, de mantenerse vivo mediante la retroalimentación. Cada obra es un nuevo hijo y un partir de cero, por ello se toman el tiempo que sea necesario para su elaboración y producción.
Lorca sabe que sus trabajos generan altas expectativas. Su debut en solitario en 2006 con “Gulliver”, fue un éxito tanto de crítica como de público, que quedó encantado con la sorprendente puesta en escena que -mediante el uso de marionetas manipuladas por expertos- recreó de forma mágica el clásico de Jonathan Swift, donde los lejanos viajes de un médico sirven de pretexto para narrar una aventura hacia el interior.
“El último heredero” sigue el mismo rigor. En sus 80 minutos de duración, narra la historia de una pareja española, los Nepomuceno, que llega hasta las lejanas tierras de lo que será Chile con el fin de hacer fortuna y después regresar a Europa. Cuentan con una herencia en caballos y encomiendas otorgadas por la corona española, pero las cosas no se les darán de manera fácil: su primer hijo nace “tullido” y con deficiencias intelectuales, lo que motiva su vergüenza y la presentación de Raimundo -su segundo retoño, concebido por una infidelidad de Dolores, la esposa- como su único vástago. Para recrear esta historia, Lorca nuevamente se vale de su universo creativo: marionetas y actores dan vida a los personajes, junto a estructuras que cambian constantemente de forma según las necesidades del argumento. Una luz altamente sugestiva (a cargo de Tito Velásquez, un viejo colaborador desde los días de obras como “Gemelos”) se encarga de otorgar diferentes texturas espaciales y, el elenco, que se desdobla para encarnar diversos roles, está conformado por los actores Teresita Lacobelli, Matías Jordán, Tatiana Torés y el mismísimo Lorca.
-¿Por qué decidiste escribir una historia como la del infante Nepomuceno? ¿Como un saludo al Bicentenario o hay algo más?
-Bueno, sí, hay una revisión. Es la revisión que la gente se hace, por ejemplo, a los quince años, a los veintiuno, a los cincuenta. El país hace revisiones cada 100 años, ah…las fechas también implican algo, no es solamente algo formal; cambias de piel, te revisas. Mira, en psicología hay una teoría que dice que cuando se hacen estas terapias familiares, son para sacar los traumas que tiene la familia. Generalmente lo hacen los más viejos de la familia, pero no tanto para ellos, es para las generaciones futuras: porque se supone que los traumas se heredan. Entonces, yo, eso lo encuentro compadre… porque tú puedes heredar el color de pelo, heredar la nariz, etcétera, pero heredar un trauma, es macabro. Ahora, si ya no puedes hacer la terapia porque los viejos murieron, peor po, ya eso quedó como una herencia, como un karma. Entonces, si tú tomas Chile como una familia también -que es el experimento- vas hacia cómo somos, cómo éramos; de dónde vienen esos traumas, por qué somos tan enredados. Porque los chilenos tenemos algo muy especial, somos espesos. Dentro de Sudamérica somos muy… especiales (ríe irónicamente). Somos muy especiales, no somos muy queridos.
-¿Somos muy inflados y despectivos para algunas cosas?
-Hemos dejado la escoba históricamente, no tenemos una historia muy pacífica, entiendes. Fuimos hasta Lima, la historia del corvo es una historia antigua. Bueno, la idea es ir viendo cómo éramos, y para eso se requiere una técnica que es clásica en el teatro, que es “El Sí Mágico”: si yo fuera, si yo estuviera en esa época, en esos quince años vitales de la historia de Chile. Si yo fuera una mujer joven, cachai, que viene casada con un español, y el español muere, y quedo aquí sola, qué me pasaría. La historia es una historia ficticia, colocada en un tiempo real. Y el experimento es ese: mantener la legalidad, el estado militar que existía, el poder de la iglesia, me entiendes, y las luchas internas, la pacificación de la Araucanía, mantener eso como pie forzado. Y mantener los golpes, los cambios de timón, de Patria Vieja, de Reconquista, Patria Nueva, Colonia, todos esos cambios que ocurrieron en esos años, también. Son cambios que van marcando la obra y que van siendo puntos de inflexión que hacen que los personajes que iban para un lado estén obligados a este cambio. Y, tomarlo desde el lado de los españoles. Es una historia que se cuenta al revés, no se cuenta desde el lado patriota, se cuenta desde el lado español.
-Entiendo que cuando te inspiraste para este montaje, originalmente te querías basar en la obra “El barón rampante”, de Italo Calvino. Allí, la trama trata sobre un niño que decide vivir su vida en un árbol y recorre Europa en medio de la revolución francesa. Sin embargo, al final, la historia que montaste tiene un sentido contrario: la historia de dos niños, dos hermanos, que no pueden dirigir su vida a voluntad ¿Por qué este cambio?
-Lo que pasa es que yo quería tomar esa historia y traerla a Chile, a la colonia chilena. Pero no se pudo, porque es muy distinto, esa historia ocurre en el centro del imperio, y trasladarla desde el centro del imperio a un satélite no funciona. Y a mí me atrae esto de los seres incapaces, de los personajes un poco mutilados, no sé por qué. Pero me atrae, me atrae que alguien con alguna tara, algún defecto se desarrolle. Poner a esos personajes de protagonistas. Cuando estuve buscando material para la obra, encontré una pintura de un niño que es la que está en la escenografía, la pintura del niño Nepomuceno. Ese niño fue un personaje real pintado por (José) Gil de Castro, que fue el pintor de la aristocracia, el retrato clásico de Bernardo O’Higgins lo pintó Gil de Castro. Y en ese retrato aparece un niño vestido de militar con una pelota en una mano y un libro en la otra, igual como lo retrata la obra. José Raimundo Nepomuceno se llama ese niño, está escrita su biografía por Gil de Castro, con pluma sobre el cuadro en los costados, y dice: “este niño desde su nacimiento recibió sueldo militar de la corona, y tenía grado militar”. Y por eso está vestido como militar. Y sus padres lo educaban para ser Gobernador de la Colonia. Cuando llegó a los cinco años de edad, el padre lo lleva a Sevilla para que continúe su educación, en una escuela militar. Parten, el padre contrae la fiebre amarilla durante el viaje y muere. El capitán del barco se queda a cargo del niño y lo deja en la escuela en Sevilla, donde el niño muere a los seis meses de pena. Es tristísimo. Yo andaba de gira en esa época y leyendo esa historia, y cómo en gira andai más sensible, bueno, me hizo pedazos. Y la mamá quedó en Chile, en la Colonia, embarazada de otra guagua. Esa es una pequeña historia que yo vi ahí y que me sirvió para nutrir esta otra.
-Algunas críticas sostienen que al desarrollo narrativo de la obra le faltó un clímax ¿Qué puedes responder a este comentario?
-Que hay que venir a verla ahora. Ahora tiene más clímax (ríe). Lo que pasa es que este es un laberinto. Esta obra es bien misteriosa, es la obra más chúcara que yo he hecho, porque no es mundo ficticio, es algo sobre un mundo real, algo que pasó, y que pasó en esas condiciones tan injustas. No había ciudadanos, si no que una colonia, sólo existía la ley del garrote. También hay muchas víctimas, hay un tema doloroso, entonces por eso es chúcara… claro, dicen “el clímax”, quizás hay muchos clímax, hay que buscarle algunos. Es chúcara porque no es como el “Gulliver” que tú puedes meter una escena de ficción, puedes hacer algo, porque igual son mundos imaginarios. Estos no son mundos imaginarios. Hay un laberinto que ha creado el hombre. Hay un filósofo chileno que dice que Chile no existía…Claudio Díaz. La obra parte así: “Dicen que esta tierra no existía ni siquiera en la imaginación del creador. Fue la ambición del hombre la que chicoteó los caballos hacia el sur. Así nació este largo y angosto corredor en donde el rey estableció su más lejana colonia”. Entonces, es pensar que antes era como un feto de país que no existía, y va existiendo en la medida que el tipo va diciendo “¿y dónde está el oro, dónde está el oro?”, y va creando el mundo. Es como un laberinto creado por la ambición, y se crea la trampa, entras en esta trampa por el oro, y la cosa es que después no puedes salir.
“El teatro es una catarsis”
Luego de su paso por Chile, “El último heredero” iniciará un periplo extranjero que se iniciará el 13 de enero en París y que se extenderá hasta marzo. Los contactos con Francia son profundos: la obra es una co-producción con Scène Nationale de Sète que dirige el productor Yvonne, un histórico aliado de Lorca desde sus días en La Troppa. Gracias a su gestión, para la gira galesa de “Gulliver” recorrieron alrededor de 28 ciudades.
-Eso es una gira muchísimo mayor que cualquiera que se haga en Chile. Es curioso que los artistas chilenos actualmente periplen más en el extranjero que en el propio país.
-Esa es la paradoja. Aunque bueno, no es tan paradojal, allá hay más dinero. No es caro el teatro. Falta una voluntad para llevar el teatro a provincias, finalmente la provincia termina siendo desprotegida, y para nosotros resulta muy difícil. Esta gira que hicimos ahora fue muy dura, porque, salvo el Teatro Regional de Talca, los teatros no están bien equipados. Hay que hacerlo todo. A nosotros nos gusta trabajar, pero a veces es un poco excesivo todo el trabajo que hay que hacer, el poco tiempo. Falta voluntad de que culturalmente se le tome la importancia al teatro.
-Para mayo de 2006, la cifras del éxito de Gulliver eran auspiciosas: 40 funciones agotadas, 14 mil espectadores, extensión de temporada y buenos comentarios de la crítica ¿Te asusta o presiona demasiado este precedente al momento. Te sientes compitiendo con tus propios ex colegas de La Troppa?
-La mentira sería decirte que no po, pero sí. Si igual es una competencia, estai en un mercado. No ver eso es como ser ciego.
-Hay un tema de egos también.
-Sí po, pero los teatreros tenemos el ego súper dominado, porque termina la función y tienes que barrer el escenario, cachai, así que el ego llega hasta ahí nomás. Pero en el teatro siempre partes de cero, esto está clarito… otra historia y partes de cero. Y generalmente tú quieres hacer algo distinto, tratar de separarte de lo que hiciste recién, porque el teatro es muy absorbente, va agotando. Si no hacemos, por ejemplo, esto que hacemos nosotros, de ensayar y cambiar cosas es re complicado el teatro, repetirlo y repetirlo y repetirlo. Por eso nosotros ensayamos siempre, para evitar el piloto automático. Y después de un tiempo se logra armar ese relojito.
-El teatro de La Troppa siempre se caracterizó por ir más allá en la puesta en escena, mediante una estética “de escultura” o de “antiliteralidad”. Tú y tus ex compañeros han seguido por esta senda en sus nuevos trabajos… en esta época en que la imagen audiovisual tiene un poder tan fuerte ¿Para dónde ves que puede evolucionar o proyectarse el arte de la puesta en escena teatral?
-Depende. Es que la puesta en escena depende de si hay producción. Si no hay, evoluciona hacia la simpleza. Si hay producción, puede que evolucione hacia la multimedia, me entiendes. Sabes, lo que yo veo, es como una necesidad de un renacimiento del actor. Me he dado cuenta que es una necesidad como del público, de recuperar un poco la catarsis. Más que la maravilla, la catarsis. Porque uno puede hacer un teatro de la maravilla, cachai, que es maravillar y poner la iluminación que a nosotros nos encanta, pero no hay que olvidar que todo eso es anexo. Tú puedes sacar todo eso y puedes seguir haciendo teatro. Pero sacas al actor y no puedes. Por qué, ¿por qué va uno al teatro? Es por la catarsis. Si no, vas al cine, y vas a la maravilla. Pero al teatro vas a la catarsis, que te provoque en ese momento el espanto, la compasión, la risa, sentirte tú como protagonista. Y ahí el actor es el encargado de hacer ese traspaso.