En el valle del río Queuco, en las comunidades de Pitril, Cauñicú, Malla-Malla, Trapa-Trapa y Butalelbún, habitan cerca de 600 familias pehuenches. Están alejadas de la ciudad, pero disfrutan del aire puro, de su idioma, el chedungun, de un silencio que ya quisiéramos existiese en Concepción y de la naturaleza del lugar. Sin embargo, entre imponentes cerros y una cordillera que destaca por sobre todo, las realidades de cada familia pehuenche son muy dispares: mientras a algunos no les falta la comida, a otros les escasea a diario. Mientras unos tienen trabajos estables, otros esperan con desesperación por alguna oportunidad.
Texto y fotografías: Natalia Messer
El teléfono no funciona para hacer llamadas, y estando de frente a la cordillera andina del Biobío -que este día tiene sólo un poco de nieve escarchada en su cima- se sabe que se está lejos de la ciudad o, para ser más precisos, a 217 kilómetros de distancia de Concepción. Lo suficientemente lejos para desconectarse de todo.
Los paisajes de Alto Bío Bío son alucinantes y dan para convertirse en bellas postales. Quizás más de algún visitante asoció este entorno, repleto de verdor y con aguas azulosas que brotan desde sus cerros, con la región italiana de Tirol del Sur. Es que hay, guardando las proporciones, cierto parecido.
Para recorrer las comunidades pehuenches de Pitril, Cauñicú, Malla-Malla, Trapa-Trapa y Butalelbún hay que comenzar la travesía desde Los Ángeles en dirección hacia Santa Bárbara. Estando ahí, se deben recorrer 49 kilómetros más para llegar a Villa Ralco, capital de la comuna de Alto Bío Bío, desde donde se debe tomar una ruta de tierra que se interna en el valle del río Queuco.
El camino es apto para toda clase de vehículos, aunque está en regulares condiciones. Sus cerradas curvas obligan a recorrerlo con precaución, sobre todo si es de noche y no se conoce muy bien la ruta, pues no hay luminarias y, menos, barreras de contención.
Gente de la montaña
Después de algunos minutos de viaje por la ruta que lleva al valle del Queuco, se comienzan a avistar las primeras casas pehuenches.
Las viviendas son por lo general fabricadas de madera y lata. Las tradicionales “rucas” casi no quedan. La mayoría de las casas no tiene más de un piso, y en todas hay un fogón en su interior, que se encuentra casi siempre en el centro de la casa, porque es el punto de unión de las familias pehuenches.
El fogón, además de mitigar las bajas temperaturas típicas de la zona cordillerana, es la instancia perfecta para que, acompañado de mate caliente y tortillas, se cuenten toda clase de historias de ancestros. La cosmovisión pehuenche se difunde aquí de manera oral y en torno al fuego.
Las casas, más alguna que otra maquinaria para trabajos agrícolas, son entonces los pocos toques de modernidad que destacan en el paisaje.
La población en el “valle” es mayoritariamente pehuenche. Se cree que éstos se asentaron en este lugar hace 4000 años, llegando por pasos cordilleranos desde Argentina, específicamente desde la zona de Neuquén.
Actualmente, 12 grandes comunidades pehuenches habitan en toda la comuna de Alto Bío Bío. Estas familias indígenas se encuentran ubicadas a lo largo y ancho de los valles de los ríos Queuco y Bío Bío.
Las familias viven muy separadas unas de otras. Las casas, en general, se encuentran distanciadas y entre comunidades la brecha es mayor. Por ejemplo, puede tomar más de una hora en auto llegar desde Pitril a Trapa-Trapa.
Un bus recorre a diario las cinco comunidades del valle del Queuco. Éste parte a eso de las 7 de la mañana desde Butalelbún (la más cercana a la cordillera) con destino a Villa Ralco, la capital de la comuna de Alto Bío Bío. En este último lugar está el comercio e incluso una sucursal bancaria. Es lo más cercano para las familias pehuenches que buscan comprar alimentos y hacer otro tipo de trámites. Desde allí, también pueden tomar buses con dirección hacia Santa Bárbara, otra comuna de la Región del Biobío, y que se encuentra a 42 kilómetros de Los Ángeles.
Pese a las dificultades de conectividad, a diario mujeres, hombres y niños viajan desde las comunidades del valle del río Queuco hacia destinos como Ralco y Santa Bárbara. Los adultos lo hacen para ir a sus trabajos que, en su mayoría, se encuentra en esas dos localidadaes. Los niños y adolescentes viajan más a Santa Bárbara, pues una vez que alcanzan la enseñanza media deben permanecer en alguno de los tres internados que allí se encuentran.
El viaje de regreso a las comunidades ocurre como a eso de las cuatro de la tarde. Para los que no alcanzaron el bus, la única opción que queda, y esa que evitará caminar más de 10 kilómetros entre comunidad y comunidad, es hacer “dedo” en la ruta.
Pobreza queda, y bastante
Nadie quiere dejar de ver a diario este paisaje de ensueño. Si hasta los animales parecen disfrutar. Un cabrito solitario se avista a lo lejos, las aves cantan sin parar y los perros corren sin rumbo.
Además, no todo es como antes, cuando el acceso era realmente complejo. Hace más de 10 años recorrer este lugar era casi como un desafío aventurero, sobre todo para los no-pehuenches. El camino no estaba mejorado y entonces había dos opciones para ir a la ciudad: caminar o hacerlo “a caballo”.
Hoy sigue habiendo dificultades, pero en menor grado. Por ejemplo, estudiar en el pasado era casi un privilegio y no un derecho. Sumado también a las carencias que tenían las familias, los niños se veían obligados a dejar la escuela para dedicarse a trabajar en la tierra.
“Cuando estaba en el colegio tenía que pedir prestadas hojas de croquis para dibujar en las clases de artes visuales, porque no teníamos para comprar ese tipo de útiles escolares”, cuenta Félix Tranamil, presidente de la comunidad de Trapa-Trapa.
Félix hoy es abogado y ha marcado en cierta forma un hito, pues se convirtió en uno de los primeros pehuenches con estudios universitarios de su comunidad. Para la época en que Félix era estudiante, a comienzos del 2000, el nivel de analfabetismo de la etnia pehuenche llegaba a un 19,5 por ciento.
Si bien la realidad cambió con el tiempo y en la actualidad las cinco comunidades del sector cuentan con colegios, postas y un servicio de transporte, sigue habiendo carencias.
En Pitril las hay. Esta comunidad se encuentra como a 30 minutos de Ralco, bordea el valle del río Queuco, y aquí ya se puede ver que hay familias viviendo en la extrema pobreza.
Cuando la encuesta CASEN dio a conocer recientemente una disminución de la pobreza, con los índices más bajos exhibidos en 25 años, parece entonces que los habitantes de esta comunidad vienen a contrastar la realidad nacional.
La pobreza en este sector de Alto Bío Bío no bajaría del 30 por ciento y afecta no sólo a Pitril, sino también al resto de las otras comunidades.
En la casa de José Fernando Vita (apellido mapuche castellanizado, cuya real pronunciación es Bütxa), escasean las esperanzas.
Los ánimos están por el suelo. Inclusive aunque esbozan una que otra sonrisa, no pueden ocultar la pena e impotencia de tener tantas necesidades.
José Fernando dice que no son la única familia de Pitril, de las casi 400 personas que viven en esta comunidad, que sufren por la cesantía y la falta de oportunidades.
“El problema también es la tierra. Por ejemplo en Pitril Bajo (la comunidad se divide en alto y bajo) somos ocho familias viviendo en 13 hectáreas, ¡y esto es puro monte! Eso significa que no podemos vivir de ella, porque no contamos con extensiones planas”, explica.
Por eso, por estos días busca desesperadamente trabajo fuera de Pitril, porque cuenta que a veces ni siquiera hay para comer.
A veces, cuando tienen más suerte, José Fernando y su esposa, Oriana Gallina, trabajaban como temporeros en Arauco. Así logran recaudar algo de dinero.
El hijo mayor del matrimonio Vita-Gallina también ayuda, y cuando no está en el colegio estudiando, se va al norte del país, a la recolección de manzanas y ciruelas.
Así la familia logra con el dinero comprar algo de comida para la temporada de invierno. Con estos ingresos también pueden financiar el gasto de pasajes de dos de sus hijos que asisten al liceo Cardenal Antonio Samoré, ubicado en Santa Bárbara.
“¡Pitril bajo es el que más botado está!”, interviene José Fernando Vita. Parece que intenta recalcar que aquí se vive incluso más abandonado que allá, más al oriente, al lado de la cordillera misma.
Tampoco hay mucha comunicación con otras comunidades, como Cauñicú y Malla-Malla, cuenta esta familia pehuenche que lleva cerca de 16 años viviendo en el sector.
“Los proyectos pasan de largo, porque nadie los ataja aquí (…) Es difícil. No hay nadie que hable por nosotros. Hay dirigentes, pero buscan sólo beneficios para ellos y no sirven para más, que quede bien claro”, dice crítico José Fernando.
Cauñicú despierto
Dejando Pitril atrás y siguiendo por la misma ruta que bordea el río Queuco hacia la cordillera se encuentra la comunidad de Cauñicú. Aquí también hay pobreza, pero la realidad es un tanto diferente.
Y esa también es la tónica del valle del Queuco en Alto Bío Bío. Cada familia, cada pedazo de tierra y cada persona vive una situación distinta: más o menos mejor, más o menos peor.
En Caiñicú vive un total de 800 personas y la demanda por tierras es un tema esencial. “Ésa es nuestra lucha aquí. Los hermanos Rubio Llancao comenzaron esta recuperación desde los 70. Luego fueron asesinados durante el Golpe de Estado”, cuenta Margarita Paine.
Margarita tiene cuatro hijos, pero vive actualmente sólo con las dos menores. También es presidenta de su comunidad y funcionaria en la posta de Cauñicú.
En Cauñicú hay una recuperación de tierras que se ha mantenido por más de 18 años. La comunidad demanda la devolución del fundo Queuco, donde hoy se encuentran 10 familias pehuenches viviendo tras lo que denominan recuperaciones productivas.
“Nosotros no usamos la violencia. Para nosotros ése no es un método digno”, asegura Margarita.
Por ahora, esperan una respuesta del Gobierno para que compre ese terreno al particular, y a nombre de Cauñicú, a través de los mecanismos existentes, pues al no estar legalizados los predios, como comunidad no pueden optar a proyectos o beneficios del Estado. Esto, dicen, les genera más pobreza.
Para Margarita, la situación de pobreza se debe a la escasez de tierra y también a la falta de proyectos en la zona. Ella dice ser privilegiada, por tener trabajo, pero ve cómo otros pehuenches no tienen la misma suerte.
Que no la dañen
La tierra aquí se cuida, por eso es que el daño al medio ambiente es una discusión constante y no tan sólo para los pehuenches, sino para el mundo indígena en general.
Cuando, por ejemplo, se habla de proyectos que intervienen a la “mapu” (tierra en mapudungun), las opiniones se dividen. Algunos creen que si el proyecto no causa daño, no habría problema; en cambio otros de inmediato lo rechazan. No quieren que nada intervenga a la naturaleza y que siga así, tal como está, en estado salvaje.
En parte esto también se debe a que el tema de las centrales hidroeléctricas sigue siendo controversial por todo Alto Bío Bío. En algunos paraderos de la ruta hacia las comunidades del valle del río Queuco se observan rayados que manifiestan la oposición a este tipo de proyectos energéticos, tal como la que tuvo la central hidroeléctrica Ralco, que desde su génesis generó un fuerte rechazo en el “Alto”.
Pero para Félix Tranamil, desde la comunidad de Trapa-Trapa, “hay otros proyectos que no buscan dañar la tierra, sino al contrario, generar una especie de economía mapuche, necesaria para el desarrollo de la zona”.
El peligro asecha
Los pehuenches se sienten casi como hijos de la montaña, de los volcanes, porque la naturaleza “está viva…. ¡se mueve!”, dice desde Trapa-Trapa, Eugenio Mariluán.
Por eso, ninguno de los que vive aquí le teme a la naturaleza. Incluso hace pocos días, Eugenio cuenta que un fuerte viento puelche hizo volar varios techos.
En 2012 ocurrió además una gran erupción. El volcán Copahue comenzó a lanzar cenizas, gases y humo negro. Las autoridades decretaron alerta roja y, por tanto, la evacuación de las comunidades pehuenches cercanas a la zona. En ese entonces, gran parte de los hombres de las comunidades de Trapa-Trapa y Butalelbún, las más afectadas, no quisieron dejar las tierras, incluido Eugenio.
Eugenio vive con su esposa y tres hijos, además es vecino de dos de sus doce hermanos, con los que trabaja en la agricultura y ganadería.
No hay nada mejor para él que reunirse con sus hermanos y su padre un rato a conversar, al lado de un árbol viejo y también con la simpática compañía de un pavo que no deja de picotear el maíz.
Allí las conversaciones son variadas. Desde lo que hay que hacer en el trabajo, hasta temas de salud y educación.
“La salud me está preocupando, porque hay una sola ambulancia para las cinco comunidades, y cuando hay una emergencia el vehículo se puede demorar más de una hora”, advierte.
Mientras tanto, y en este dicotómico ambiente de preocupación y relajo, los niños se ven felices. Juegan inocentemente a la pelota alrededor de los hermanos Mariluán y ni se percatan de los problemas que pueden surgir al estar tan alejados geográficamente.
Por ahora, la única responsabilidad de los hijos de Eugenio es asistir al colegio. Uno de ellos, eso sí, debe ir al internado que se encuentra en Butalelbún, pues en Trapa-Trapa sólo hay una escuela hasta sexto básico. Por eso, cuando los niños llegan a ese nivel, deben ir 10 kilómetros más al oriente para rendir los niveles de séptimo y octavo básico.
El internado de Butalelbún se encuentra prácticamente en medio del volcán Copahue. Los temblores en la zona son constantes, cuentan, y el olor a azufre también. Pero las campanas casi nunca dejan de sonar y de lunes a viernes los niños van a clases de matemáticas, historia e incluso mapudungun.
Retorno a las raíces
El mapudungun, o más bien chedungun, que es la variante que hablan los pehuenches de estas comunidades, se escucha a cada momento. No sería una exageración decir que la mayoría lo habla.
En Trapa-Trapa, la madre de Félix Tranamil, Agustina Salazar, cada vez que puede habla en chedungun. El castellano en su comunidad está obsoleto y únicamente lo practica cuando llega alguien que no conoce la lengua de los pehuenches.
“De pequeños les hablaba a mis hijos en chedungun….algunos se avergonzaban frente a los que no hablan esta lengua, pero aquí no dejamos de hablarlo, nunca”, recalca. Es un retorno a las raíces que va acompañado en todo momento de la belleza del valle del río Queuco, con sus animales, árboles nativos y cascadas que cuelgan desde altos acantilados.
Y aunque “la gente del Pehuén” esté alejada de toda clase de modernidad, y exista aún pobreza y necesidades, para ella ganan más las razones para quedarse, que para huir de la montaña.