Las patologías mentales en Chile sorprenden por sus altos niveles de crecimiento, y no solo en adultos. Estudios internacionales apuntan a que los niños chilenos menores de seis años tendrían la peor salud mental del mundo. La infancia lo está pasando muy mal, y hay que hacer algo al respecto, porque el daño puede tener consecuencias irreversibles. Depresiones, trastornos y el suicidio están rondando sus cabecitas y su alma, y la razón es que se sienten solos, aunque estén rodeados de personas. Los padres son los primeros llamados a saber cómo abordarlos y a pedir ayuda.
Por Esperanza tuvieron que sacar todos los espejos de la casa donde vive,. Le vienen mal, la descompensan, porque en ellos ve fantasmas de su aspecto físico y una realidad distorsionada que la hace sufrir por dentro y por fuera. Tiene bulimia.
Felipe desarrolló una obsesión por los horóscopos. Los sigue en redes sociales, en los diarios, y donde puede leer sobre su destino y el de quienes le importan. Tiene pena, y mucha. Un día descubrió que cortándose la piel sentía un dolor distinto al que lo agobia en su pequeño corazón de 13 años. Y José Ignacio, simplemente, no pudo. No pudo con la tristeza y con las emociones que a sus 20 pesaban tanto. Decidió morir.
Esperanza, Felipe y José Ignacio tienen en común una primera niñez tranquila, aparentemente feliz, en la que se comportaban resueltos; incluso, con una madurez inesperada para su edad. Niños ideales, en algunos casos “viejos chicos”, de esos cero problemas.
Los adultos, padres, cuidadores y profesores tienden a abordar problemáticas derivadas de las conductas más evidentes en niños hiperactivos, llorones, agresivos y desafiantes, o en los flojitos o desordenados de la clase. Los pequeños que externalizan sus emociones a través de estos comportamientos tienen, en la mayoría de los casos, la oportunidad de ser tratados, diagnosticados por profesionales y contenidos por sus familias.
Pero los estudiosos de la salud ponen en alerta sobre que hay niños y adolescentes que no son capaces de exponer sus emociones y que comienzan, incluso desde muy chicos, a incubar trastornos, ansiedades y patologías. Los especialistas advierten que pueden ser una bomba si no se manejan con cuidado y a tiempo.
La psicología describe que las dificultades emotivo-relacionales en la infancia y adolescencia se clasifican en dos patrones básicos: problemas de conducta y de las emociones externalizantes o internalizantes. Los síntomas de tipo externalizante se refieren a comportamientos caracterizados por un bajo control de las emociones, dificultades en las relaciones interpersonales, en el respeto de las reglas, irritabilidad y agresividad. Las dificultades de tipo internalizante, por su parte, se relacionan con somatizaciones, inseguridad, dependencia, marcada timidez, miedos, fobias, tristeza, preocupación, inestabilidad del estado de ánimo y obsesiones, entre otras conductas.
Y este último grupo es de cuidado, pues “las personas que desarrollan trastornos internalizantes tienen más riesgo de desarrollar patologías mentales, como depresión, y de presentar conductas suicidas”, advierte la psicóloga Lorena Trujillo, experta en infancia y adolescencia, quien recomienda a padres y cuidadores adquirir habilidades para la crianza de esta generación que crece arrastrando el dolor y las carencias de los adultos.
El doctor en Psicología Infantil, Felipe Lecannelier, autor de los libros A.M.A.R: Hacia un cuidado respetuoso de apego en la infancia (2016) y El Trauma oculto en la Infancia (2018), junto a la directora del Departamento de Psiquiatría y Salud Mental de la Universidad de Chile, Mónica Kimelman, realizaron un estudio que se aplicó en 24 países, donde participaron 19 mil niños menores de seis años, entre ellos, 400 chilenos. La investigación destacó que a nivel global, la prevalencia de problemas externalizantes, como déficit atencional, hiperactividad o agresividad llegaba a cerca del 15 % de los niños, versus el 25 % que afectaba a los pequeños en Chile.
Además, muestra que los llamados problemas internalizantes, como ansiedad y depresión, afectan a entre el 12 y el 16 % de los menores chilenos. La comparación es dura, pues en el mundo, el porcentaje no supera el 5 %. La conclusión del informe es que los niños chilenos tienen peor salud mental entre los países estudiados.
“Los niños no lo están pasando nada bien. Y hay que tener orejas y brazos para atender su dolor”, dice al teléfono desde Santiago la presidenta de la Fundación José Ignacio, Paulina del Río, quien es traductora de la Pontificia Universidad Católica, con diplomados en Psicología y especializaciones en Estados Unidos sobre crisis suicida. La muerte por suicidio de su hijo, en 2005, la hizo crear una organización que se dedica a la prevención del suicidio, y se ha convertido en el salvavidas de niños y jóvenes de habla hispana y, esencialmente, en Chile.
El fallecimiento de José Ignacio la impulsó a informarse, a realizar cursos aquí y en el extranjero, especializándose en cómo actuar metodológicamente con las personas que padecen estas tendencias. Su herramienta principal: la escucha.
“Tengo suficiente edad para darme cuenta cómo han ido cambiando los niños y los jóvenes en forma muy rápida. Las familias han variado de forma increíble durante los últimos 40 años, y no es una crítica, sino un hecho objetivo. Se puede medir en la cantidad de tiempo que los padres pueden pasar con los niños, también advertir las condiciones de los adultos con tremendos problemas de salud mental que se transmiten a los hijos”, indica Paulina del Río.
Agrega que los niños nos hablan más que nunca de soledad. “Aunque estén rodeados de gente, ellos se sienten solos del alma. No hay soporte emocional. Y no es porque sus padres sean malos, es porque el sistema nos impide tener el tiempo y la tranquilidad para estar con nuestros hijos, pero de verdad. Escucharlos y estar disponibles emocionalmente para ellos”, puntualiza.
El tiempo es un factor crucial, pero otra herramienta indispensable es aprender las habilidades básicas de crianza dependiendo de las características específicas del niño.
Intensamente
Lorena Trujillo ha desarrollado su carrera profesional como psicóloga especialista en infancia y adolescencia en instituciones públicas y en forma privada. Conoce muy bien la realidad que enfrentan niños y jóvenes, y por eso está convencida de que hay que sanar mucho más que la mente de los chiquillos. Hay que reparar lo que está en el alma de los padres, y enseñarles cómo pueden convertir relaciones deterioradas con los hijos en una convivencia saludable y plena. Con su colega, Carla Gajardo, crearon Apego y Familia (www.apegoyfamilia.cl), una plataforma donde abordan temas para favorecer el desempeño de los papás en la tarea de la crianza.
Señala que coincide con la apreciación de los estudios sobre salud mental de los niños de nuestro país. Es lo que ve en su consulta, en los diálogos con los padres y en 15 años de experiencia en fundaciones públicas que abordan el trabajo infantoadolescente.
“En general, en Chile, el 20 por ciento de los adolescentes necesita algún tipo de tratamiento o terapia, y si bien son más notorios los trastornos que presentan actitudes negativistas, desafiantes, agresivas, entre otras conductas, hay otro grupo que tiende más bien a internalizar sus dificultades, a vivirlas y sufrirlas hacia dentro, y son los que tienen más psicopatologías ansiosas, depresivas y conductas de autoagresión. El primer grupo nos demanda más atención por nuestro propio sistema social, porque nos genera mucha más dificultad de manejar, tanto a la familia como al colegio”.
La profesional explica que un niño que internaliza sus problemas puede, en apariencia, ser visto como alguien que está bien, porque en general se tiende a adaptar adecuadamente a las normas y escenarios. Pero cuando los mecanismos que suele usar para autorregularse (para controlar sus pensamientos, emociones y acciones) no terminan siendo efectivos, puede presentarse una dificultad tremenda, que se torne inmanejable si no se detecta a tiempo. Lorena Trujillo indica que puede gatillar desde una patología mental hasta el deseo de autoeliminarse; de hecho, asegura que las personas internalizantes, son las que suelen tener más intentos de suicidio.
“En Chile hay un problema muy complejo respecto de la actitud suicida en niños y adolescentes. De los países de la OCDE, durante los últimos años, el nuestro fue uno de los que tuvo más aumento en la tasa de conducta suicida en niños y adolescentes. Esas cifras se tendieron a estabilizar. Sin embargo, las estadísticas siguen siendo preocupantes”, describe.
La psicopatología que puede tener un niño se debe a múltiples factores sociales y macrosociales, pero dentro de los más incidentes están las características de las familias. “Eso nos entrega la tremenda oportunidad de poder formar en los padres habilidades de crianza y cuidado, porque hay mucho por advertir, mejorar, prevenir y así evitar que se agudice una problemática de salud mental”, destaca Lorena Trujillo.
Hambre de amor
Bulimia no purgativa. Ese es el diagnóstico de la hija de Soledad. “Esperanza”, así pidió que la llamara porque aunque está cansada, aunque es difícil y ha tenido que comenzar una y otra vez para salvar a su niña del trastorno alimenticio que se desató a los 14, hace dos años, mantiene la esperanza de que un día va a sanar y será la niñita alegre y saludable que siempre fue. (Ver recuadro)
El primer diagnóstico de Esperanza fue un trastorno depresivo-ansioso severo. La bulimia llegó en plena transición a su adolescencia. “Antes de esto, ella era una niña súper resolutiva y tuvo que enfrentarse a tantos problemas de nosotros, como adultos, que asumió un rol muy maduro frente a nuestra relación. Si tenía que enfrentar una crisis de los papás, ella no se hacía problema y tenía muy normalizado todo”.
Soledad explica que “le hace mucho sentido” lo de sanar a los padres primero. “Cuando éramos chicos hacíamos algo incorrecto y uno de los padres te mandaba una mirada, un cachetazo y te castigaba de una forma física… Toda esa frustración se traspasa generacionalmente. Cuando eres adulto enfrentas los problemas con todas esas carencias y le pega el coletazo también a tus hijos”.
Lo dice por su relación con su marido, que comenzó hace casi dos décadas, con episodios duros, separaciones, peleas, problemas de salud mental y de alcohol, en el caso del papá.
“Yo tuve una depresión que me mantuvo meses empastillada y en la cama. La niña estaba al cuidado de mi mamá, que siempre la regaloneó con la comida. Yo también lo hacía. Estaba en mi inconsciente que algo podía pasarle, y cuando llegó el diagnóstico de bulimia, que es terrible, yo dije… llegó el momento que siempre temí”.
Pese a su sensación de dolor y responsabilidad en el cuadro, Soledad estaba preparada para enfrentar las crisis emocionales de Esperanza. Para enfrentarse a algo que jamás uno querría experimentar con los hijos, que es verlos sufrir. “Nosotros no sabíamos que lo pasaba mal con nuestras discusiones, porque como lo enfrentaba aparentemente ‘tan bien’, y no se metía, estábamos tranquilos, porque pensábamos que no le pasaba nada. Todo el tiempo internalizó lo que ocurría. No era que no le afectara, sino simplemente que se lo llevó hacia adentro. He asumido un rol súper resolutivo en las crisis que Esperanza tiene. Soy yo la que apaño, la que contengo, la que le baja el nivel de ansiedad, la que busca la estrategia para que logre regularse… Las crisis le trastornan la visión que tiene de su cuerpo. Tuvimos que sacar los espejos de la casa, porque es cosa de que pase frente a uno en un estado de ansiedad, para que se genere un episodio crítico. Se ve gorda, se siente asquerosa, se ve obesa, dice: `me odio, me siento horrible` y ahí empieza todo”.
Esperanza llegó a pesar 37 kilos y hoy se ha mantenido en 42, gracias a la asistencia de un equipo médico multidisciplinario. Come porciones exactas, a las horas precisas. Y su principal punto de riesgo es que siempre tiene hambre. Sufre por ello. Y para despistar su instinto masca chicle todo el día. “Si le doy 20 cajas de chicle se las come todas. Nos gastamos como dos lucas diarias en eso, es como si tuviera el impulso de fumar”.
Dentro de sus crisis, Esperanza verbaliza mucho que está cansada de vivir esto, de pensar que siempre debe volver a empezar. “Me ha dicho ‘me quiero morir’. Que la única razón por la que no se mata es por su hermanita”, cuenta la mamá. Es muy intenso y también lo es la forma en que debe cuidarse. Tuvo una hospitalización domiciliaria, pero después de las vacaciones de invierno volvió al colegio. Tiene ciertas restricciones, por ejemplo, no puede hacer educación física, pues arriesga un paro cardiaco y debe comer siempre en la compañía de un adulto. Pero dentro de todo, Esperanza está llevando una vida más saludable. Se puede, de a poquito, dice su mamá.
Soledad recuerda que cuando empezó a adelgazar todos le decían a su hija que estaba tan linda, y le iban reforzando la idea de que “eres linda cuando eres delgada”. “Yo creo que los padres deben estar atentos a las señales no concretas que dan los niños y aprender a leerlas. Logré desarrollar esa habilidad, pero también por el área en la que me desenvuelvo (es asistente social). He tenido que sanar muchas historias y carencias para hacerlo. Pensamos que nuestra vida es trabajar y llegar a casa a darle a nuestras familias cosas materiales, pero el conectarnos, mirarnos a la cara, abrazarnos, decirle a tus hijos que estás cansado, triste, feliz o entusiasmado es lo más importante. Que los niños se contacten con nuestras emociones para que ellos también muestren las suyas. A veces dejamos que la vida pase… pero debemos estar preparados siempre, no esperar que ocurra algo extremo para comenzar a actuar”.
Heridas abiertas
Fue la hermana mayor de Felipe quien descubrió las heridas en sus brazos. Su mamá estaba en un viaje. Lo fue a arropar en la noche, y encontró manchitas en su cama. Lloró tan fuerte que Felipe se despertó con el llanto. Le pidió por favor que no le contara a nadie, que no lo iba a hacer más… que empezó jugando en el colegio y que se le había hecho una costumbre nefasta.
“Mi hijo al parecer no podía soportar a su papá lejos. Nos habíamos separado hacía tres años, y yo empecé una nueva relación y me embaracé. Felipe es un niño frágil, menudo, no hace mucho ruido. Le gusta el cómic, lee muchos libros de misterio, y si me preguntas qué es lo único que me parecía extraño en él, era su obsesiva fascinación por los brujos, los horóscopos y todas estas materias adivinatorias. Sabe harto de eso, les cree y se predispone dependiendo de qué digan. A veces quiere hacer algo, y si leyó que no puede salir de casa, no lo hace… Nunca pensé que podría hacerse daño”, sostiene Teresa, su mamá.
Felipe hace un año comenzó a cortarse los brazos y a veces las piernas. No sabe cómo se involucró, pero supo de esta práctica en el colegio. Buscó en Internet y encontró demasiado material que lo invitó a probar suerte. En cierto momento no podía parar. Se sentía muy triste, y solo fijarse en las heridas lo ayudaba a olvidarse de lo que vivía por dentro. Paró de hacerlo, pero está diagnosticado con trastorno depresivo-ansioso, en tratamiento psiquiátrico, con medicación y terapia psicológica.
“Las autoagresiones contienen una carga comunicativa que los adultos debemos aprender a leer, pues es una conducta de alto riesgo. Los niños que se autoagreden utilizan esta práctica como un mecanismo para autorregularse. Los niveles de angustia son tan altos, que se usa como una vía para canalizarla. Es decir, no encontró otro mecanismo para poder aliviar el dolor psíquico. Para ellos es aliviador tener incluso esa tortura en el cuerpo, pues distrae del otro dolor”, señala Lorena Trujillo.
E insiste: la familia debe estar más que alerta. Chile es hoy un país hiperconectado, pero con un tremendo detrimento en la conexión “of line”, en la vida real. Eso hace que el niño se encuentre en una situación de mucha más vulnerabilidad. Para favorecer su salud mental hay ciertas características que deben tener los grupos familiares. Sensibilidad parental es la clave. Es decir, cuánta energía se entrega a la crianza, de cuánto tiempo dispones para el ejercicio de ese rol y qué tipo de interacción tienes con tu hijo.
La mayoría de las familias en Chile hoy son monoparentales, donde hay un solo cuidador que, además, tiene que cumplir con múltiples roles. Están hiperconectados a redes sociales y desvinculados en la relación con los hijos. A veces podemos estar físicamente con nuestros niños, pero revisando las redes sociales o trabajando a través del teléfono. Así que todas las señales que nos envían no se alcanzan a percibir.
Morderse las uñas, tirarse el pelo, chuparse los dedos a una edad inadecuada, friccionar demasiado la piel para quemarse o rascarse en situaciones fuera de contexto, por ejemplo, podría ser señales de un problema emocional. “Por ahí, podría empezar ´algo”, destaca Lorena Trujillo.
Las señales
Los papás hace 40 años tenían menos acceso a la información, pero tenían otros elementos que eran mucho más valiosos. Criaban en clan, con los abuelos, tíos, primos, amigos, en mesas largas. Sabían menos, pero tenían más apoyo. Hoy no ayudan las condiciones sociales.
La psicóloga Carla Gajardo puntualiza que si bien todo caso es único y depende de múltiples factores, para tener una explicación de lo que está ocurriendo con los niños es importante conocer las etapas del desarrollo y las conductas que van a aparecer sí o sí en el proceso.
“Debe llamar la atención un niño que no es niño, que no es ruidoso, que no se mueve. Un niño sobreadaptado, que no molesta y que actúa como un miniadulto no es un niño típico. Luego, en la adolescencia o preadolescencia van a aparecer temáticas que tienen que ver con la separación de la figura de los papás, los niños se tornan más individualistas y oposicionistas”, indica.
Aquí es clave el conocimiento de los padres sobre los intereses de los chicos. Así se puede identificar si hay cambios o no en determinada etapa. “Si tienes un hijo superdeportista que le gusta desarrollar muchas actividades, y de pronto empieza a evitar ese tipo de situaciones es una señal de que puede estar pasando algo. Los niños siempre están dando señales, directa o indirectamente, conscientes o no”, advierte.
Es difícil que los papás puedan dedicarse ciento por ciento a la crianza, como en otras décadas. Hoy, más que otorgar mucho tiempo, el desafío es hacer cosas distintas y significativas. Que los espacios de encuentro sean de calidad y que estén exentos, por ejemplo, de celulares o del computador. “Que sea realmente un tiempo de conexión. Ahí se puede detectar si el niño está retraído o agresivo. Si no estás conectado y atento, no podrás percibirlo. Si dedicas un tiempo de calidad, padres e hijos podrán reconocerse, comunicarse, crear rituales y códigos en ese espacio diario. Construir reglas también. Puede que los niños lo encuentren aburrido en un comienzo, pero después esto se hace valioso y necesario”, sentencia Carla Gajardo.
Signos extremos
Paulina del Río insiste en la percepción de los cambios. La adolescencia es cambio y por eso hay que estar doblemente atentos. Es esencial, sobre todo en los casos más extremos. “Los papás tendemos a negar lo que les pasa a nuestros hijos porque humanamente es inimaginable que uno de los niños esté pensando en hacerse daño. El cerebro automáticamente se cierra y le baja el perfil. Hay que entender que el suicidio es una realidad entre los niños y jóvenes, y que lo están pasando mucho más mal de lo que pensamos”, asegura.
Y aquello sucede en todos los sectores sociales, económicos y educacionales. El suicidio es una conducta extrema y multicausal. Sin embargo, hay signos que pueden evidenciar la tendencia.
Tenemos que estar alerta a los chicos que se aíslan si antes tenían un grupo de amigos y ya no lo tienen o no les interesa. A un niño que se siente una carga para los demás. Es un signo muy riesgoso si se muestra como una actitud generalizada. Eso nos tiene que poner alerta, dice Paulina.
Ojo con el adolescente que tiene conductas de riesgo, que está jugando con la muerte… si se cuelga de un balcón, si intenta conducir sin permiso y lo hace a alta velocidad u otras cosas demasiado arriesgadas. También si hay consumo de alcohol o drogas.
Si llora, si come mucho o poco. Un niño que está muy irritable puede hacernos sospechar de una depresión. “Hay otras que son un poco más difíciles de detectar. Por ejemplo, el sentirse atrapado, esa idea de que haga lo que haga, nada va a cambiar. Ese es un padecimiento muy poderoso que a las personas realmente las aplasta”, explica Paulina del Río.
También si nos damos cuenta de que está buscando formas de morir o que escribe en redes sociales contenidos que tienen que ver con la muerte. La señal a la que no se le puede bajar el perfil nunca es el “me quiero morir” o “me voy a matar”. “Eso es demasiado obvio, pero a veces se hace. Incluso entre profesionales de la salud mental se tiende a minimizar el riesgo. Una persona que verbaliza su intención de matarse, no se puede dejar solo, hay que buscarle toda la ayuda posible”, enfatiza del Río.
En la fundación José Ignacio buscan prevenir suicidios. “Estamos convencidos de que todos podemos hacerlo; de partida, utilizando nuestras orejas y nuestros brazos. Esa es nuestra tarea: escuchar y abrazar, evidentemente con un respaldo técnico”, agrega Paulina del Río.
Dice estar consciente de que no pueden prevenir todos los suicidios, pero la mayoría sí. Ojalá esa prevención comenzara antes de que el dolor sea profundo y que anule el sentido de vivir, antes de que exista el daño. Cuando la persona es pequeña y la plasticidad de sus sentimientos y su cerebro permite conducir hacia un terreno saludable y fuerte. Cuando los padres, en el ejercicio de la crianza, estrenan prácticas y conductas hacia sus niños que los protejan del sufrimiento y fortalezcan su autoestima. ¿Cómo? Dando ejemplos, hablando, mirando y, sobre todo, pidiendo ayuda a quienes tienen el conocimiento. A nadie le enseñan a ser mamá o papá, pero hay que aprender y esforzarse para llegar al centro de sus corazones. Hay que saber mirar y leer a quienes nos llenan de amor y le dan un sentido más lindo a la vida.
La bulimia menos frecuente
La Bulimia No Purgativa es la menos frecuente. Se caracteriza porque quienes la padecen no se provocan vómitos ni consumen fármacos, sino que ayunan entre atracones o realizan deporte en exceso. Si bien las primeras crisis de Esperanza eran con los atracones de comidas, en los que cronometraba para vomitar antes de 20 minutos, se dio cuenta que devolver los alimentos que consumía estaba afectando muy rápido su salud.
Antes de generar la patología, pesaba 60 kilos y se veía saludable. Una nutrióloga no especialista en adolescentes le inculcó que su peso ideal era 45 kilos. Se obsesionó con sus 15 kilos de más. Dejó de comer hasta que pasado un tiempo ya no quería levantarse porque esperaba bajar más de peso y no podía.
Se volvió vegetariana, defensora de los animales y del ecologismo, un pretexto perfecto para encubrir su rechazo a los alimentos con grasa. Lleva dos años de tratamiento en los que ya puede lucir un peso más saludable, pero todavía bajo: 42 kilos. Sus crisis se acompañan de un deseo de desaparecer, y lo más desgastante para su familia ha sido verla sufrir por el errado concepto de su imagen, que podría predisponer a una patología similar a su hermanita pequeña.