Por Hernán Osses | Octubre de 1997
Enferma Olga Valdivia, personaje identificado con la ciudad, crea una ausencia en su casa convertida en boite, que marcó la vida de miles de penquistas, conspicuos e importantes hombres, cuya historia no deja de pasar por calle Ongolmo. Los días de esta y pecado para la sociedad penquista de los años ‘50, ‘60, ‘70 y ‘80.
Recluida en una habitación, dejándose ver sólo por las personas más próximas y apreciadas, Olga Valdivia Torres ha desaparecido de su ambiente. La impiedad del mal de Alzheimer (en su cerebro se han borrado los recuerdos y las memorias recientes) sólo tolera una rigurosa prescripción médica, única arma que puede unir a su fe en Dios, en un combate por una vida más allá de sus 81 años.
Lejanos están los días, mejor las noches, en que ella disfrutaba de salud, alegría y señorío con centenares de amigos, clientes y visitantes hasta exprimir agotados amaneceres en su centro de diversión nocturna de calle Ongolmo. Olga Valdivia forma parte de la imagen identificadora de Concepción, al lado del Campanil de la Universidad, el cerro Caracol y el río Bío Bío. La diferencia radica en un irreconocimiento, propio de una sociedad dominada por una fuerte pacatería, de la moral del ambiente que, por decenios, endosa su nombre al pecado y lo prohibido. Una falta de reconocimiento público en los medios informativos locales condena su nombre a conversación sólo de hombres, a un secreto anhelo femenino de conocerla y ver cómo es la prostitución, confesado por muchas mujeres penquistas, ávidas por descubrir el misterio del remedo de amor a tarifa, por una noche o mil noches.
En Ongolmo 1153, un rojo portón metálico de corredera sólo se desliza cerca de la medianoche para el discreto ingreso de clientes en automóviles o taxis. En el interior funciona una boite que recoge el nombre de Olga. La música invade la sala de 18×24 metros, en cuyo centro en un mismo nivel se encuentra la pista de baile. Alrededor de ella, reposan pequeñas mesas e incómodas sillas a la espera de los visitantes; en otras, jóvenes relucientes, rigurosamente peinadas y maquilladas, vestidas con recatado y dudoso gusto, aguardan una invitación varonil para compartir un trago o una botella de licor, bailar y transar un “polvo” al precio del mercado del sexo, que allí tiene su oferta más selectiva.
Al fondo, un extenso mesón sirve de muelle a los visitantes menos impetuosos, o aún sedientos después de una comida estimulante. Tras el mesón, tres mujeres que sirven y llevan las cuentas. Al lado izquierdo, el muro presenta una lista de precios; al centro, una improvisada estantería soporta botellas de distintas marcas internacionales para legitimar lo que se bebe. Cajas de chocolate y galletas hacen compañía más digna. A la derecha, una puerta abatible de bisagra permite la entrada del personal y de una joven inconmovible, vigilante, tras sus anteojos, de todo lo que ocurre. Por allí ingresaba Olga para ubicarse y charlar con clientes, muchas veces con aquel privilegiado que había logrado responder a sus expectativas temporales de afecto, a compartir un buen whisky.
Durante el baile las mujeres se dejan seducir con premeditada facilidad, nutriendo el machismo de su pareja. Ante un pronto requerimiento, advierten lo que cobran: 18 mil, 30 mil, 60 mil o más pesos, por “un rato”, y el doble -o más- cuando se trata de toda la noche, advirtiendo que es necesario pagar también “la pieza” donde se producirá el acto. La mayoría no acepta regateos, salvo cuando viene el amanecer y puede quedarse sin cliente. “En realidad las tarifas son variables, según la belleza de la niña y las características del cliente. Los más opulentos deben pagar más. Pero los hombres -observa un cliente que, obviamente, pidió no mencionar su nombre- tienen también la habilidad de la conquista. Es decir, invierten el proceso; con una buena conversación y una despierta inteligencia convencen a la mujer. Así, uno puede ‘quedarse’, sin necesidad de pagar”.
Igual que hace diez, veinte o cuarenta años es la misma ruta que conduce a convertirse en amante de una prostituta, en “su hombre”, en el “cafiche” o “el amor de la …”, que la explota y le sustrae los ingresos que ella produce cegada por la pasión impar de las mujeres de la noche. Su hombría se medirá sólo si es capaz de responder a la promesa de sacarla a vivir, casarse con ella y crear una pareja estable con hijos y hogar propio.
De ayer a hoy
Los mejores años de la Tía Olga han cambiado. La píldora primero, luego los preservativos y la libertad sexual disminuyeron la clientela, especialmente de jóvenes. La primera experiencia sexual mudó de objeto. Las asiladas a un prostíbulo perdieron la exclusividad. Los jóvenes se las arreglaron con sus pares. Las revistas femeninas enseñaron a las lectoras a cambiar, con técnicas, el rol pasivo en la relación de sexos en el matrimonio, y a producir un goce a los esposos que les evitase la búsqueda de parejas especializadas. Finalmente, el temor al SIDA asestó un golpe poco menos que mortal al comercio sexual, provocando el cierre de muchos centros nocturnos de Concepción.
La casa de la Tía Olga sobrevive, sin embargo, por el prestigio alcanzado en todo el país y entre los extranjeros visitantes, y por conservar un nivel de selección y seguridad. El lugar ha sido siempre atendido por mujeres; ni matones ni guardaespaldas han tenido sitio allí, de modo que se mantiene una atmósfera de familiaridad y confiabilidad. Tampoco se sabe de robo cometido a cliente alguno.
Ese clima envolvente del lugar en las noches penquistas, desde los años ‘50, ‘60 y parte del ‘70, otorga un perfil único a la casa de la Tía Olga, vencedora de toda competencia, que no fue escasa. La definición de Barrio Nocturno de las calles Ongolmo y Orompello, entre Las Heras y Bulnes, provino del funcionamiento de prostíbulos y lupanares en esa zona, lejos del lento crecimiento de Concepción. En Bulnes al llegar a Orompello, Mercedes Rehel se convirtió en competidora, porque tenía orquesta para bailar. Su casa alegre sobrevivió al terremoto del ‘39 en la vereda sur, y luego en la norte; en construcción asísmica aprobó los sismos del ‘60, pero ya no hay huellas siquiera de los muros abatidos por el avance urbano.
La opinión generalizada de la época indicaba que la Olga reclutaba las mejores mujeres, las más bellas y bien bañadas. “Son más señoritas”, las definía un bohemio de entonces. A media cuadra, por Ongolmo, se encontraba la “Mena” y la “Viviana” que, según otros testigos, se defendían con sólo tres o cuatro muchachas “buenas”, mientras el resto era iniciación de meretrices. Pero Olga posee un crédito mayor: su corte femenina, seleccionada en la zona y en la capital, trabajaba con el “carnet de Sanidad al día”, garantía para evitar cualquier riesgo de gonococos o terroríficas infecciones.
Sin embargo, durante un prolongado periodo, Washington Pizarro, conocido como “el Huaso”, con una amplia casa sumó bailarinas y strip-tease, orquesta y cantantes, concitando entusiastas concurrencias, primero en Paicaví con Rozas y, luego, en Orompello, entre Las Heras y Rodríguez, donde actualmente hay un hogar de ancianos enfermos. Su clave era un show y orquesta estable que llamaban a los clientes con una gran atracción: la bailarina Marcia Keller, que sacudía toda su humanidad al ritmo de los mambos de Pérez Prado, remedo penoso de María Antonieta Pons, Tongolele y otras estrellas del cine mexicano. El programa incluía otras aprendices de striptiseras, animadores homosexuales y cantantes frustrados, o en retirada, con los que se abrían los dos shows de cada noche. “El Huaso” compartió el mercado de la fiesta, la bohemia y el sexo de la noche con inusitado éxito, pero no pudo contra Olga Valdivia. En descenso, se trasladó a Talcahuano para desaparecer, más tarde, del “ambiente”.
Una atractiva mujer
En su libro Setenta y… tantos, el periodista Luis García Díaz define a Olga Valdivia Torres como una “atractiva mujer que, pasando de recepcionista a patentada dueña de casa, con el tiempo habría de elevarse a la categoría de orgulloso símbolo del quehacer nocturno penquista, como de día ya lo eran el Campanil y la propia Universidad”.
En sus ambientados salones -escribe- resultaba factible “echarle el ojo”, y persuadir económicamente, a cualquier niña de las 25 o 30 que allí establecían su cuartel general. Tal llegó a ser su nombradía, que lo primero que interesaba a los ejecutivos que venían de Santiago y otros puntos, incluso postergando el cumplimiento de su misión, era preguntar por ella y por su horario de funcionamiento. Noches había, sobre todo entre jueves y sábado, en que tanto el primitivo local como el suntuoso y funcional que acabó reemplazándolo se veían forzados a cerrar prematuramente sus puertas porque, dentro, materialmente, no cabía una sola persona más.
Una historia, aunque sólo fuera superficial, del famoso cabaret, llevaría a escribir varios tomos. Y, si esa misma historia, sostiene el periodista, permitiese mencionar nombres, pues no sería honesto omitir los de personalidades que, en la época, además de asiduos concurrentes, bien se afanaban de tener estrechas y perseverantes relaciones con la propia Olga, daría para mucho más. Señalar a algún acaudalado vecino como “el firme” de la Tía, pasaba a constituir punto menos que un divulgado título honorífico. Ni qué hablar de las facilidades de pago que se otorgaban a muchos de los conspicuos, los que, momentáneamente sin dinero en el bolsillo, giraban cheques para las fechas que ellos quisieran, casi todos a terminar -con la debida discreción- en manos de los proveedores comerciales del negocio.
Como si todo esto fuera poco, Olga Valdivia agregaba a las peculiaridades de su profesión una generosidad a favor del prójimo que trascendía llamativamente. No había campaña de ayuda o solidaridad social a la que ella no fuese la primera en adherir, incluso instalando en el mesón un listado de “erogantes” que llevaba a éstos a depositar en la alcancía respectiva todo cuanto supuestamente creían que iba a serles rebajado de sus consumos. No resultaba extraño, por lo mismo, encontrar a la Tía Olga por las calles céntricas saludando sin rubor, y más bien con agrado, a vecinos tenidos por pacatos que, en el momento, para nada se preocupaban de ser sorprendidos por sus esposas y relaciones.
LAS MUCHACHAS, POR LO GENERAL, POSEÍAN UN ORIGEN COMÚN: ENGAÑADAS EN EL AMOR HABÍAN QUEDADO EMBARAZADAS Y, AL NO ACEPTAR LA FAMILIA TAL MANCHA EN SU DIGNIDAD, HABÍAN TENIDO QUE METERSE EN EL “AMBIENTE” PARA GANAR ALGO Y ALIMENTAR A SU HIJO. OLGA VALDIVIA NO ADMITÍA MENORES DE EDAD, DE MODO QUE “EL SUEÑO MACHISTA DE LOS CHILENOS: YACER CON UNA COLEGIALA”, NO TENÍA LUGAR ALLÍ.
“Con una situación financiera holgada, pese a los escasos miramientos para sus ingresos, la próspera empresaria adquirió un departamento en pleno corazón de la ciudad, y no escatimó apoyo para que su única hija pudiese estudiar en la universidad y recibiera un título profesional. Si algún orgullo se advierte, en la actualidad, en su niña es, justamente, cuando se le menciona a su señora madre, la misma que lucía en su dormitorio históricas fotos junto a jerarcas del país, y más allá, junto a jefes norteamericanos de la Operación Unitas”, apunta el mismo periodista.
Su primer local de Ongolmo contaba con una estufa de muro que, con su generoso fogón, calentaba el ambiente y a las niñas en espera de clientes. Sin orquesta -sólo tuvo un sintetizador musical en la década ya del ‘80- se defendía de la competencia con una amplia y excelente discoteca, que manejaba con habilidad Cristina, tras un mesón donde accedía a los pedidos de los clientes de mejor gusto musical. En su programación, aunque no fuera septiembre, incluía un par de cuecas y, cuando advirtió el éxito de Zorba, el griego, colocaba el disco para hacer bailar sirtaki a todos los concurrentes. En la época de los comentaristas de discos en la radio, ella fue allí reconocida como la mejor disc-jockey de la ciudad.
Los años no han derrotado el espíritu de trabajo de Cristina. Hoy sigue allí con más responsabilidades: está a cargo de la caja, tarea que heredó de la “Ube” (Uberlinda), ya fallecida, infatigable mujer, de baja estatura y gruesa figura, eje del negocio. Tras sus lentes, sus ojos escrutaban todos los pedidos y las cuentas, que iba anotando en un cuaderno escolar. Con un gesto de bondad, y una mirada casi candorosa, despertaba la confianza de los clientes, algunos de los cuales no miraban las cuentas finales con la misma credibilidad. Así, varios sostenían que, en lugar de apuntar con un lápiz el pedido de un trago, lo hacía con un tenedor. “Ube” manejaba la caja bajo el mesón, con igual destreza. Al abrirla, dejaba ver con claridad los cigarrillos Malboro, Pall Mall, Abdulla, Kent, Phillips Morris, el tabaco Ánfora o los chicles norteamericanos, ingresados de contrabando, porque en esa época no atravesaba ni siquiera la sospecha de que Chile se convertiría en un país de economía abierta a todos los mercados, menos en un ambiente de menesteres nocturnos.
Su labor se prolongaba hasta la mañana. Al amanecer, antes de cerrar, pedía a algún cliente a mano que le comprara algunos sándwiches, que una mujer iba a vender en una cesta. Antes de las 9 se iba derecho al banco a hacer los depósitos de dineros y cheques. Vivía en una casa modesta de calle Bulnes, a la que se tenía acceso por seis escalones de piedra puestos sobre la vereda misma. La muerte puso fin a su existencia sólo hecha de trabajo, hace pocos años.
Los principales clientes de la Tía Olga formaban dos vertientes: médicos, abogados, políticos, militares, alcaldes, empresarios, profesionales, comerciantes, turistas, parlamentarios, congresales, seminaristas, periodistas, boxeadores, futbolistas, músicos, en fin, una amplia variedad de visitantes que, tras una cena, manifestación o cualquiera fuese el pretexto, extendían hasta allí la diversión. La otra vertiente, la principal, ingresaba a un salón reservado para que nadie la viera, protegiendo su imagen pública. A ellos se les enviaba la compañía de las “top models” de la casa. Aquella privacidad, sin embargo, no servía de nada cuando las urgencias urinarias obligaban a las visitas a atravesar el salón principal para acceder al baño, en el lado opuesto.
Las compañeras de la noche
De la sensual actriz gala, Francoise Amoul, provino el apelativo de “compañeras de la noche”, utilizado por muchos penquistas para referirse con respeto a las muchachas hoy consideradas trabajadoras sexuales. Se evitaba así llamarlas putas, como lo hacía el vulgo.
En las décadas de los ‘50 y ‘60 no fueron pocas las que gozaron de singular simpatía. Por lo general se hacían llamar por un nombre de fantasía, para ocultar su identidad, aunque los clientes optaban por apodarlas para distinguirlas mejor. Entre ellas, figuran la “Coneja”, la “Mónica”, la “Gigi”, la “Colegiala” o la “Ester Roa”, por alguna semejanza con quien fuera la alcaldesa de Concepción. Otras eran bautizadas como actrices de cine, como la “Lauren Bacal” o la “Susan Sarandon”.
Imagen de América
Quien más trascendió fue Alicia Cuevas Cuevas. Hoy tiene 65 años y vive en Yungay, donde posee un restaurante. Alicia posó desnuda para el mural que el artista mexicano Jorge González Camarena pintó en la Casa del Arte de la Universidad de Concepción. Millones de personas que han visitado el lugar admiran su figura, que ha traspasado frontera en postales, libros de arte, folletos, etc.
González Camarena murió en 1988 en México, dejando su principal obra de arte en Concepción. Trabajó con otros cinco muralistas, tres mexicanos (Manuel Guillén, Salvador Almaraz y Javier Arévalo) y dos chilenos (Eugenio Brito y Alvino Echeverría). Acompañado por ellos, en una noche bohemia de artistas, conoció en casa de Olga a Alicia Cuevas, enamorándose profundamente de ella. Su pasión lo empujó a dejarla como su huella en el mural. “Me hizo pararme desnuda sobre un pequeño cajón para nivelarme con la base del mural. Luego, cogió una tiza y la pasó por todos mis contornos, para lograr la silueta a tamaño natural. Hubo que poner muchos papeles en los vidrios de la entrada de la Casa del Arte, porque todos querían verme desnuda”, recuerda Alicia Cuevas. El idilio se prolongó por meses. A Jorge y Alicia se les vio con frecuencia en los restaurantes de mayor éxito de esos días, Millaray y Los Copihues, tras las jornadas en la Casa del Arte.
“Quiso llevarme a México, porque allí iba a pintar el mural La diosa del fuego, y quería que yo posara, pero no pude acompañarlo. Después, sólo recuerdos, cartas de amor y amistad”, evoca Alicia los años del ‘50.
La historia de Alicia reúne las desdichas que por años condujeron a la mujer a venderse en sus días juveniles, un padrastro cruel y déspota; más tarde, el nacimiento de un hijo como madre soltera y, finalmente, el rechazo en el hogar por la guagua de padre desconocido. Como ella, llegaron sucesivamente muchísimas mujeres a la casa de la Tía Olga. Trabajaban allí un tiempo y luego seguían viaje al sur o norte. Algunas permanecían más tiempo. Pero la rotación era necesaria, porque la casa debía renovar la oferta a los visitantes.
“Para los hombres es Tía Olga, pero para nosotras no es una tía, sino Mamá Olga”, confiesa ocultando su nombre una “niña” retirada ya hace varios años. Con la doctora Alvial, que nos atendía, nos protegieron y nos alentaron a dignificar nuestro trabajo, y a no perder la esperanza de dejar algún día el oficio. ¿Cómo no íbamos a encontrar al hombre que nos quisiese de verdad, y a la luz del sol?”. Cada muchacha debía pagar la pieza donde vivía y cohabitaba con el pasajero- cliente. La alimentación diaria la proporcionaba la casa. Olga les organizaba paseos a la playa en verano, o a ver una película una vez por semana. Para evitar que cayesen en el alcoholismo había eliminado el sistema de fichas. Por cada trago que forzaban a pagar al cliente, en otros sitios, se entregaba una ficha para que después la canjearan por dinero. Mientras más fichas, más dinero, pero aquello significaba beber más y avanzar más hacia un irremediable alcoholismo y prostitución dentro de la prostitución.
La preocupación por la salud de Olga alcanza a muchísimos hombres que supieron también de su generosidad. Los cumpleaños de la Tía constituían una celebración romana, imborrable para todos, porque allí todo era desbordante y gratuito. A puertas cerradas. Las mismas puertas que se cerraban, y continúan cerrándose, en Semana Santa y Navidad, prueba de respeto y de la fe en Dios que ha mantenido desde que ancló en Concepción, Olga Valdivia Torres.
EL 6 DE OCTUBRE DE 2010 FALLECIÓ OLGA VALDIVIA TORRES, LA INSIGNE “TÍA OLGA”, A LOS 86 AÑOS DE EDAD SEGÚN SU CARNET, AUNQUE SUS CERCANOS AFIRMAN QUE HABRÍA TENIDO 96 EN REALIDAD, PUES LA HABRÍAN “INSCRITO” RECIÉN A LOS 10 AÑOS EN EL REGISTRO CIVIL. AQUEJADA HACE AÑOS DEL MAL DE ALZHEIMER, LA RECONOCIDA BOITE QUE LLEVABA SU NOMBRE SIGUIÓ FUNCIONANDO CON SU HIJA KARINA A LA CABEZA; SIN EMBARGO, TRAS SU TEMPRANA MUERTE, FUE LA HIJA DE KARINA QUIEN SE HIZO CARGO DEL NEGOCIO. EN LA DIRECCIÓN QUE OTRORA OCUPABA EL CABARET DE LA TÍA OLGA, HOY SÓLO SE OBSERVA UN SITIO EN ABANDONO QUE NO DA PIE PARA VISLUMBRAR LAS ALOCADAS NOCHES QUE ALLÍ SE VIVIERON.