De nuestra biblioteca
Este artículo fue publicado en 2015, por lo que algunos datos podrían haber cambiado.
En medio de campos inmensos, rústicos caminos de ripio, y siempre con el Bío Bío de fondo, se esconde una serie de pueblos que aún, en pleno siglo XXI, ven al tren como su única forma de llegar a la ciudad, a un hospital o a un liceo. Éste es el recorrido que arrastra toda la historia de una región que, alguna vez, fue el polo del ferrocarril en Chile.
Tal vez era coincidencia, pero un joven puso en el altavoz de un celular la canción Tren al sur de Los Prisioneros. Y todos los pasajeros del servicio Corto Laja de ese primer sábado de febrero, comenzaron a tararear. Hasta que el auxiliar del viaje le pidió que bajara el volumen. Y es que las cosas han cambiado en el tren que une Talcahuano con Laja. Antes, por lo menos una década atrás, los vagones iban llenos de cajas, animales y pedidos de almacenes. El simple hecho, por ejemplo, de que las ventanas se pudieran abrir era sinónimo de pleito entre los más pequeños por la disputa de ese puesto. Y los vendedores, por doquier, ofrecían cerveza, comida rápida, maní y tortillas. Pero eso quedó atrás, ahora los nuevos trenes tienen aire acondicionado, baño, las puertas se abren con un botón eléctrico y las butacas son individuales. Tampoco está ese vaivén característico de antaño; ahora avanzan raudos y sin contratiempos. Mi travesía parte en la Estación Concepción, en la nueva estación Concepción, justo atrás del edificio del Gobierno Regional. La ex estación, con su mural enorme y su antiguo reloj implacable, quedaron en el olvido. Ahora se entra con torniquete y se puede pagar con dinero plástico. Como es un sábado de verano, son muchos los que ocupan este medio de transporte para ir hastalugares turísticos como San Rosendo, Laja o Talcamávida. Pero no todos, varios otros utilizan el servicio para llegar a sectores rurales alejados, que no tienen más opción que el ferrocarril. Los habitantes de Quilacoya, San Miguel, Unihue, Los Acacios, Talcamávida, Gomero o Buenuraqui no tienen más alternativa para ir al médico, para trámites bancarios, para estudiar o incluso para ir a un supermercado.
El “señor Unihue”
Aunque se les cataloga como sectores aislados, la riqueza humana que se esconde en cada uno de esos poblados es inigualable. En la estación de Unihue, el encargado, Juan González, dice que una gata anda por ahí, que no deja de maullar y que se llama Pedina. El nombre le fue dado porque no para de pedir comida, agua y cariño. “Se sabe los horarios de los trenes y cada vez que llega gente, empieza a pedirles cosas”, comenta quien lleva poco más de un año trabajando allí y que se pasa el día dando señales verdes y rojas a la estación anterior y a la precedente, para que el tren pueda seguir su curso. Silencio, cuando no pasa una máquina, es lo que más tiene Juan en el día. Y los maullidos de Pedina, claro. Pero hay un persona en Unihue, un pueblo de no más de 1.200 habitantes y que pertenece a la comuna de Hualqui -aunque sus autoridades se acuerden de ellos cuando hay elecciones, solamente, dirán algunos habitantes del sector-, que las “hace todas”. Se trata de Isidoro Beltrán, quien tiene un negocio de abarrotes, frutas y verduras. Ése es su “giro” principal, pero luego empiezan a aparecen sus otros oficios. Todos los días, al amanecer, lleva a grupos de diez personas hasta Hualqui. Casi todos son estudiantes, incluido su hijo, quienes hacen transbordo a la locomoción colectiva o al Biotrén para seguir sus trayectos a la capital regional. Ahí mismo él aprovecha de ir, una vez a la semana, a la Vega Monumental a comprar víveres para su negocio. Además, es el vulcanizador del pueblo. Atrás de su casa tiene algunas herramientas y, si a alguien se le avería el auto y no puede seguir el trayecto, Isidoro acude al rescate. Lo mismo ha tenido que hacer cuando ocurre un incendio en el pueblo; como no existe Cuerpo de Bomberos y esperar que lleguen desde Hualqui siempre demora demasiado, Isidoro guarda unos grandes bidones con agua para socorrer a los afectados en caso de que sea necesario. “Aquí uno tiene que hacer de todo, no más”, comenta el conocido como “El Lolo”. Junto a su esposa, Gladys Vallejos, cuentan que la vida en Unihue es tranquila, que durante el año no hay mucho que contar y que, en verano, llegan algunas personas a sus parcelas, las que están ubicadas “para abajo de la línea del tren, para allá tienen casa los ricachones; para acá, el pueblo”, dice con una sonrisa amplia en la cara un tanto enrojecida por el sol. Gladys y su esposo dicen que la vida no es del todo fácil en Unihue. Sí tranquila, muy tranquila. Casi no hay asaltos -no hay ni carabineros-, y el máximo movimiento ocurre, en parte, en la temporada estival, pero que el desplazamiento es lo complejo y de ahí que la existencia del Corto Laja sea imprescindible. Salvo por medio de un vehículo particular es imposible llegar a Hualqui, el sector urbano más cercano, que queda a una hora en auto por un camino de ripio que, en todo caso, hace poco está habilitado, porque antes el trayecto era por el cerro, por una quebrada infartante, conocida como Cuesta Quilacoya y donde sólo los más avezados conductores se aventuraban. Hoy, producto de la nueva ruta, por esa misma cuesta ocurren derrumbes en invierno, dejando por varios días aislados a los habitantes de Unihue al sur. Por eso la conexión con el ferrocarril es tan grande, incluso antes, cuando pasaba sólo dos veces al día y no tenía las actuales ocho frecuencias diarias. “Claro que muchos años atrás el tren era otra cosa, no todos podían tener auto y no había micros que fueran a Hualqui. Ahí sí que era la única forma de conectarse con el mundo, había unos vagones enteros especiales para los comerciantes y donde a uno le permitían llevar cosas del campo a la ciudad o abastecerse en la Vega Monumental”, cuenta Isidoro. Hace unos años, existió un bus que salía sólo un poco antes del primer tren de la mañana, a eso de las 7.30 horas, pero no resultó. La gente le hacía dedo, muchos no pagaban su pasaje, y no era conveniente en tiempo al compararlo con el tren. Sin embargo, ya fuera en este bus o por tren, en ningún caso los habitantes de Unihue pueden llegar antes de las 8 de la mañana a Hualqui, para seguir a Concepción que es donde se concentra la oferta laboral y académica para ellos. Y el recorrido sigue por tierra, bordeando siempre la línea del tren. Entre medio de bosques de pinos y eucaliptos, por un recto camino de ripio, de repente aparece una caseta al medio de la línea férrea. Se trata de los “paraderos” del tren. Mucho más pequeños, sirven para aquellos pocos habitantes que residen en las localidades intermedias o más hacia la montaña. Allí se cruzan Valle Chanco y Los Acacios, salvo porque en este último se veían un par de casas a los costados, la tranquilidad allí es absoluta. El silencio, impresionante.
El día del pago
La siguiente estación que viene en el camino es Talcamávida. Con bastante más vida y casas que Unihue, aquí es posible encontrar varios recintos turísticos, una laguna, acceso al río y zonas de camping. Y una plaza, con una enorme escuela básica, negocios y hasta un pub, “El rincón del Abuelo”, donde justo ese día promocionaban una Fiesta de los ‘80 que se haría esa noche. La vida en Talcamávida no tiene mucho alboroto, cuenta Valeria Oliva, quien atiende un pequeño almacén en la esquina de la plaza. Comenta que tienen carabineros, bomberos y una posta con urgencia, con atenciones dos a tres veces a la semana de un médico, un kinesiólogo, una nutricionista y una matrona. Valeria añade que la laguna Rayancura, de Talcamávida, que en mapudungún significa Flor de Piedra, estuvo abandonada por cerca de ocho años. Según Valeria, fueron las algas que traían los helicópteros que combatían incendios forestales los que la contaminaron y terminaron dejándola no apta para el baño. Más tarde, el jefe de la estación de trenes, diría que la explicación a las algas y la sequía era producto de un daño ocasionado por el terremoto en el terreno donde se emplaza el espejo de agua, pero hoy está habilitada. Otro de los eventos que mueve a todos en el pueblo, incluido a los de sectores más alejados como Buena Vista, Santo Domingo, Chanco y Ranguel, es el “día de pago”. Eso ocurre la primera semana de cada mes y es cuando un grupo de asistentes sociales llegan hasta la plaza a pagar las pensiones a los ancianos del lugar. Ese día, la plaza, como nunca en el resto de los días del mes, se llena de comerciantes y puestos de feria. Y es que si hay algo que tiene, y en abundancia Talcamávida, son abuelitos. Y lo dice Ana Sanhueza, una activa dirigenta de los adultos mayores del lugar y que pertenece al grupo Años Felices. Según comenta, y hablando casi sin pausas, hace poco tuvieron un paseo a Tumbes en Talcahuano, y siempre están organizando reuniones, bingos y actividades para entretenerse. “La verdad es que el pueblo es bien aburrido, y como somos abuelitos, nosotros andamos buscando tranquilidad y nos entretenemos a nuestro modo”, comenta. Los jóvenes, en tanto, relatan ambas vecinas, deben salir de octavo básico y emigrar, si es que quieren seguir sus estudios, hacia Hualqui, Chiguayante o Concepción y vivir, muchas veces, desde pequeños en casa de familiares. Claro que en Talcamávida hay nuevas preocupaciones. Saben que está en carpeta la construcción del denominado Puente Amdel, que uniría Santa Juana con Hualqui, y eso podría ocurrir justamente a la altura de Talcamávida, donde las condiciones del borde del río lo permiten. Pero eso tiene un tanto atemorizado a los habitantes. “Santa Juana es hermoso, no nos molesta conectarnos con ellos. Pero por el puente puede llegar la delincuencia y eso sí que nos da miedo”, dice Ana Sanhueza.
Una historia notable
La vida de Jorge Zappettinni, por lo que el mismo cuenta, es increíble. De partida, cuando joven jugaba al fútbol y le decían Paolo Rossi, como el histórico goleador del Mundial de 1982. Dice que se ha ido y vuelto cinco veces de Chile a Italia, donde tiene familia propia, pero que siempre se ve obligado a volver a trabajar como encargado de la estación de Talcamávida. Zappettinni dice que fue conductor de trenes en la década del ‘80, y hacía muchas veces el trayecto hasta Santiago, pero que ahora no puede pasar tantas horas al volante. Cuenta de memoria la historia de los ferrocarriles que ahora yacen botados en la estación de Talcamávida, muchos traídos desde España luego que los dejaron de usar, otros fabricados en Canadá, Estados Unidos y Alemania. También cuenta que en sus travesías por el viejo continente no puede dejar de andar en tren y que le impresiona lo puntuales que pueden ser. “Una vez, yo estaba en Alemania e iba a ver un partido del Milán con el Friburgo. El tren se retrasó 40 segundos y se tuvo que suspender el partido, la ciudad se paralizó y, claro, despidieron a todos los que trabajaban en la estación. Ni parecido a Chile”, dice entre risas, esta cara de grandes ojos azules. Y así, las historias arriba y abajo del tren se van sucediendo, siempre con el río de fondo acompañando el viaje. Esta vez hasta San Rosendo, donde una ruinas recuerdan los días de gloria del pueblo de donde venía la Carmela, del musical La Pérgola de las Flores. Allí, abandonada a su suerte, y sin ningún cuidado, aparece la ex casa de máquinas de EFE, donde se arreglaban las antiguas máquinas que, por el camino a Yumbel, podían llegar a Santiago. Hoy no es más que un cúmulo de matorrales, basurero y baño público. Pero San Rosendo trata, en lo posible, de mantener un pasado ferroviario, con algunos trenes en desuso colgando en una plaza, por ejemplo. Aunque tuvo sus máximos años de esplendor, cuando no había tantos autos como hoy, cuando aún no estaba el camino de ripio que se construyó hace poco, el tren sigue marcando la vida misma de los habitantes de siempre de los pueblos intermedios entre dos ciudades, no de los turistas de verano, sino de aquellos que ven a la locomotora como su única forma de salir del campo.