Tal vez por machismo o porque en esa época el rol que desempeñaban las mujeres estaba relegado a funciones aparentemente secundarias, quedaron excluidas de los grandes capítulos de este convulsionado periodo de la historia de Chile o confinadas a breves pasajes que dieron cuenta de situaciones particulares. Pero lo cierto es que allí estuvieron, de lado y lado, llenando espacios vitales dentro y fuera de la batalla y, por lo mismo, merecen ser destacadas.
Este artículo fue publicado en enero de 2017, por lo que algunos datos podrían haber cambiado.
Audaces, leales y valientes. Así fueron Inés, Catalina, Mencia, Fresia, Janequeo y Guacolda, quienes aunque protagonistas de la Conquista de Chile, recibieron escasas menciones de una historia que en cambio dedicó extensos capítulos a las hazañas de los guerreros que se enfrentaron en el campo de batalla.
De los cincuenta mil españoles que arribaron a América en el siglo XVI, alrededor de un 5 % habrían sido mujeres. Junto a ellos, se aventuraron a cruzar un océano compartiendo sueños de un mejor futuro, pero también se arriesgaron a estar sometidas a las mismas penurias que los libros relatan vivieron los hombres, desde una navegación insufrible, donde soportaron el acoso masculino desatado en esos extensos periodos en alta mar, hasta el hambre, la sed, el frío, el calor, el cansancio, la peste y, por supuesto, los peligros de la guerra.
Sin duda, fueron mujeres adelantadas, que siguieron a maridos, hermanos u otros parientes a un lugar donde las calamidades eran pan de cada día. Estuvieron presentes en todas las expediciones, y ya en el Nuevo Mundo, fueron fundadoras, educadoras, guerreras, encomenderas, al mismo tiempo que madres y esposas.
Sin ellas, asegura el periodista de Cultura y Religión del diario ABC, Manuel de la Fuente, la Conquista de América también hubiese sido posible, pero jamás lo habría sido su colonización”. “Algunas”, dice, realizaron hazañas que recogió la historia, pero “todas con acciones aparentemente pequeñas y nada de espectaculares”, ayudaron a configurar una nueva sociedad que hoy mantiene su lengua “y la mayoría de sus costumbres”. Misma opinión tiene su compatriota José Luis Hernández Garvi, autor del libro Adonde quiera que te lleve la muerte, donde rescata a mujeres que rompieron con la rigidez de la sociedad española de ese entonces y se embarcaron hacia una tierra desconocida. En una entrevista dada al diario ABC asegura que ellas tuvieron mucha más relevancia en la historia de la Conquista de la que se les ha atribuido hasta ahora. “… existe una gran cantidad de figuras masculinas que han dominado la historiografía. Personajes de la talla y la importancia de Cortés o Pizarro terminaron relegando al olvido a quienes los acompañaron en sus combates”, explica, y agrega que esto último es literal porque, en ocasiones, muchas mujeres tuvieron que luchar como uno más: “Era la diferencia entre vivir o morir”, enfatiza.
Y es que a pesar de su importante labor, para los cronistas que dieron cuenta de la Conquista, la figura femenina quedó en un segundo plano por estar, según ellos, ausente de la guerra. Más bien las confinaron a las funciones de parir, criar los hijos, cuidar el hogar y hacer la siembra y la cosecha, las que no fueron meritorias para ser destacadas por su pluma. Y cuando sí lo hicieron, fue para resaltar algún breve capítulo donde puestas frente a una situación extrema de pérdida de vida actuaron, como narran los testimonios de la época, con la osadía y determinación “propia de un varón” para defender a los suyos.
Así lo hizo la valiente Janequeo, que en el Libro de oro de la historia de Concepción, de Carlos Oliver Schneider, es señalada como la Juana de Arco de la Araucanía, que “capturó fuertes, destruyó ciudades” y combatió contra los mejores capitanes españoles saliendo siempre victoriosa. Ella representa el carácter y la bravura de la mujer aborigen que, según Alonso de Ercilla y Zúñiga, también demostraron Fresia y Guacolda en la hora del infortunio. A pesar de eso, sus roles sólo se destacaron en brevísimos pasajes -aún menores que los destinados a las españolas- que dieron cuenta de algún capítulo particular de su existencia. Paradojalmente, lo poco que de ellas se conoce fue fruto de la pluma del “enemigo”, porque, al parecer, ni siquiera a través de la tradición oral de su pueblo se relevó su importancia.
Pero lo cierto es que allí estuvieron y que con ellas -indígenas y conquistadoras- la historia todavía tiene una deuda que saldar.
Inés de Suárez, la primera española en Chile
Inés de Suárez empuña una espada en la lucha por la defensa de Santiago. Era un 11 de septiembre de 1541, y la ciudad fundada hacía sólo siete meses ardía por sus cuatro costados. Su gesto quedó impreso en el óleo pintado en 1897 por José Ortega, donde el maestro ilustra el evento que la hizo memorable.
La historia cuenta que dos días antes, Pedro de Valdivia había salido de Santiago para sofocar una insurección indígena en Aconcagua. Esa oportunidad fue aprovechada por el cacique Michimalonco para asaltar la ciudad. Doce horas habría durado el ataque de fuego, flechas y piedras de sus huestes que hirieron a la mayoría de los españoles. Cuando la derrota parecía inminente, apareció el arresto de Inés de Suárez, quien ordenó degollar a siete caciques que mantenían prisioneros e hizo lanzar sus cabezas por la empalizada para amedrentar al enemigo. Y tuvo efecto, porque el horroroso espectáculo motivó la retirada de los atacantes, y a ella la dejó inscrita en la historia como la mujer que salvó lo que quedaba de Santiago y a sus compatriotas de una muerte segura.
Pero lo cierto es que el carácter de doña Inés había quedado demostrado años antes, cuando abandonó su natal Plasencia, en Nueva Extremadura, España, para venir a las “Indias” en busca de su primer marido, Juan de Málaga. Sin más oficio que su habilidad por la costura y el bordado, así como su talento para componer huesos y curar heridas, comenzó un viaje que la tuvo navegando meses para llegar a una tierra donde finalmente se enteró de que el hombre que motivó su travesía había sido herido de muerte en el campo de batalla. Con esa confirmación, un nuevo gesto dio muestra de su bravura, pues cuando la lógica hacía suponer que regresaría a España, decide quedarse y comenzar una nueva vida, costureando y cocinando para otros en la ciudad del Cuzco. Fue, dicen, su manera de liberarse de la opresión que una mujer, viuda como ella, tendría en la sociedad española. No sabía que ese lugar sería sólo una estación de una existencia llena de aventuras y peligros. Sobre su encuentro con Pedro de Valdivia existen varias teorías. Mientras algunos aseguran que éste la salvó del cobarde ataque de otro español que quiso poseerla por la fuerza, otros dicen que el futuro conquistador de Chile había obtenido una encomienda colindante a la suya y que esa cercanía forjó entre ellos una estrecha amistad que luego los convirtió en amantes.
Juntos, en 1540 salieron del Cuzco y cruzaron el desierto de Atacama para iniciar la ansiada empresa de Valvidia: la conquista de Chile. No más de 150 españoles los acompañaban en su aventura. Inés de Suárez fue la única mujer que marchó junto a ellos en esta penosa travesía por el desierto más árido del mundo. Hoy se diría que fue una partner más, que hizo de cocinera, enfermera y, como destacan algunos cronistas, de relevante consejera de Valdivia. Con su hazaña, se convirtió en la primera española en llegar a Chile y en la fundadora de su capital.
El historiador Alejandro Mihovilovich explica que por causa de las denuncias sobre sus relaciones extra matrimoniales con Pedro de Valdivia -casado en España con Marina Ortiz de Gaete- se vio obligada a contraer matrimonio con otro compatriota. Si no obedecía, el conquistador sería devuelto a su país. Eligieron como su compañero al viudo Rodrigo de Quiroga, quien luego sería Gobernador de Chile. Se convirtió en la tierna madre de su hija y, con la misma lealtad que profesó al conquistador, lo acompañó hasta sus últimos días. Inés de Suárez murió en Santiago, cerca de 1580.
Janequeo, una Juana de Arco para La Araucanía
La historia la señaló como la Juana de Arco de la Araucanía, aunque hay escritores recientes que prefieren destacarla como un símbolo de la resistencia mapuche. No está claro si habría sido pehuenche o moluche, lo que sí consigna la historia, basada en los relatos del autor de La Araucana, es que era la esposa del cacique Huepotaen, el que por sus habilidades de estratega tenía casi en jaque al gobernador Alonso de Sotomayor, quien asumió como prioritaria su captura. Logrado este objetivo, algunos dicen que el cacique fue torturado hasta su muerte. Otros, que prefirió quitarse la vida antes de fallecer en manos enemigas.
Contrario a lo que creyó el máximo jefe español en la zona, sus sobresaltos no terminaron con su muerte. Su lugar fue ocupado por Janequeo, su joven mujer, que había jurado, como escribió Alejandro Mihovilovich, “lavar con sangre española la muerte de su esposo”.
Su verdadero nombre era Anuqueupu, que en lengua mapuche significa pedernal afilado. Tal vez, una señal de la bravura que demostró a los invasores a quienes dio muerte con sus propias manos. El más reconocido: el capitán Cristóbal de Aranda, cuya cabeza cortó como se hacía con los oficiales enemigos.
Con la ayuda de su hermano Huechuntureo asumió, ya investida como lonco, el liderazgo de un verdadero ejército que recibió el apoyo de indios puelches del otro lado de Los Andes. Siguiendo la estrategia de su difunto esposo, atacó fuertes e infringió sucesivas derrotas a los españoles. Mihoviloch asegura que fueron tan importates y destructivas sus correrías que hizo peligrar la estabilidad del gobierno de Sotomayor y frenó el avance enemigo.
Cerca de 1570, su rastro se pierde. Por circunstancias que se desconocen, se habría esfumado de la escena de la guerra.
La desafiante Mencía de los Nidos
Un poco más de 85 versos de La Araucana están dedicados a la española Mencía de los Nidos. En ellos, Ercilla resalta la exhortación que esta cacereña de un poco más de 40 años hiciera a sus vecinos de Concepción para impedir, en 1554, el despoblamiento de la ciudad, en esos entonces ubicada en el lugar donde hoy está Penco.
Pedro de Valdivia había fallecido en la batalla de Tucapel, en diciembre de 1553, y su cargo lo había asumido Francisco de Villagra. En febrero de 1554, en su rol de gobernador, Villagra partió con 180 hombres a enfrentarse a Lautaro -el estratega de la derrota de Tucapel- al sur de Concepción. Se encontraron en la cuesta de Marihueñu, donde el joven cacique volvió a abatir a los españoles. De estos últimos sobrevivieron no más de 50.
A esas alturas Mencía de los Nidos ya era una vecina conocida en Concepción. Había llegado a Chile en compañía de su hermano Gonzalo. Su primer destino fue Panamá, luego Perú y finalmente Concepción. En la noche de ese mismo día trágico de febrero para los castellanos, cuenta el Libro de oro de la historia de Concepción, llegaron a Concepción las tropas de Francisco de Villagra derrotadas. “Fue una noche de tormentos para la población civil. Madres, esposas y hermanas de los que habían perecido en la batalla ofrecían un cuadro indescriptible”. Para sumar aún más horror al ya desastroso escenario, alguien hizo correr la voz de que los araucanos cruzarían el Bío Bío para atacar la ciudad. Esa amenaza, dicen, habría decidido a Villagra a reunir a la gente en la plaza de Concepción, para ordenarles el desalojo de la ciudad.
Los gritos del tumulto en la plaza alertaron a Mencía de los Nidos, a quien una enfermedad mantenía desde hace un tiempo postrada en una cama. Lo que sucede con ella lo cuenta Alonso de Ercilla en el canto VII de La Araucana: “… estando enferma y flaca en una cama, siente el gran alboroto, y esforzada, asiendo de una espada y un escudo, salió tras los vecinos como pudo”.
El poeta la describe como una dama noble, discreta, valerosa y osada, que trató de detener la huida arengando a la población para organizar una fuerte defensa de la ciudad. Con las pocas fuerzas que su enfermedad le dejaba, espada en mano y contradiciendo la orden de Villagra, enfrentó a militares y vecinos para exigirles que se quedasen; les reprochó su cobardía y les enrostró que habían olvidado el orgullo, la braveza y el natural valor del que se jactaban. A gritos, les prometió que ella sería la primera en lanzarse “en los hierros enemigos” para defender la empresa que tanto esfuerzo había significado. “Volved, volved gritaba; pero en vano, que a nadie pareció el consejo sano”, contó el poeta.
Nada ni nadie logró convencer a los espantados penquistas, quienes abandonaron la ciudad el 24 de febrero de 1554. Luego de eso Concepción fue incenciada por Lautaro. Fue su primera destrucción.
Fresia, la brava
Al hablar de mujeres mapuche en la Guerra de Arauco, el nombre de Fresia, esposa de Caupolicán, es el primero que viene a la memoria. Como sucede con Janequeo y con Guacolda, es Alonso de Ercilla quien se encarga de destacar su figura y ese capítulo que todos hemos estudiado al repasar la historia, donde frente a un Caupolicán prisionero de los españoles, le enrostra el haberse dejado capturar vivo en vez de haber afrontado una muerte honrosa y le arroja a su hijo de un poco más de año, retirándose del lugar “colérica y rabiosa”, como consigna el Canto XXXIII de La Araucana.
Tras el combate de Antihuala, en febrero de 1553, el célebre Caupolicán, como dice Ercilla, hijo de Leocán y nacido con un ojo sin luz que parecía “un fino granate colorado”, es capturado por los españoles. Al verlo engrillado y conducido por los soldados hispanos hasta el fuerte de Cañete para su ejecución, Fresia profiere esas célebres palabras que el poeta dejó para la posteridad:
“Toma, toma tu hijo, que era el nudo con que el lícito amor me había ligado, que el sensible dolor y golpe agudo estos fértiles pechos han secado: cría, críale tú, que ese membrudo cuerpo en sexo de hembra se ha trocado, que yo no quiero título de madre del hijo infame del infame padre”.
En su libro, Carlos Oliver Schneider explica que no se sabe si el hijo de Fresia salvó con vida. Sí recuerda que hubo otro Caupolicán que apareció en campañas posteriores. Dice que figura en un asalto a Talcahuano y en el combate de Quimpeo, al tiempo que asegura que el joven Caupolicán se habría suicidado en una derrota antes de caer en manos españolas. Así, expresa, lo hubiese preferido su madre.
Monja Alférez
Sus aventuras fueron recogidas por varios literatos españoles en el siglo XVII. A tanto llegó su fama, que fue recibida por reyes y papas, y requerida por las más nobles familias castellanas, sólo para escuchar de su boca cada una de sus correrías. Todos querían saber de las peripecias protagonizadas por esta monja que, vestida de hombre, combatió casi toda su vida como soldado, sin que nadie haya reparado jamás en su femineidad. Sólo casi al final de su sobresaltada existencia confesó su verdadera condición a un obispo peruano, a cambio de que la justicia la absolviera de algunos crímenes cometidos en esas tierras. Desde ese momento, pasó a ser una especie de celebridad para la sociedad española.
La mayoría de la literatura resalta bastamente este aspecto de esta mujer que nació en San Sebastián, España, con el nombre de Catalina de Erauzo, pero que en Chile, donde nadie conoció de su “misterio”, destacó por la destreza y valentía con la que enfrentó a los araucanos.
Como ella relata en la autobiografía que escribió mientras navegaba de regreso a su país, habría llegado al mundo en 1548, fecha en que el destino estaba a punto de reunir en Perú a Valdivia y a Inés. A los cuatro años, los padres la encerraron en un convento del que era priora una prima hermana de su madre. Dicen que ése era el destino de las féminas que nacían pobres, aunque en su libro, Hernández Garvi, narra que más bien fue lo que escogieron para ella al presentir que por poco agraciada tendría escasos pretendientes y menos todavía, una posibilidad de encontrar marido para mejorar su vida. De ella decían que era alta, recia de talle y sin más pecho que una niña, y que tanto le molestaba esta parte de su anatomía, que se sirvió de un emplasto que le vendió un italiano para desaparecer esas pequeñas “alturas” de su pecho.
A los 15 años, todavía como novicia, una pelea con una monja motivó su escape del convento. Salió de él sin tener siquiera recuerdos de la calle donde se emplazaba el lugar de su encierro. Tres días pasó oculta, mientras confeccionaba un traje de hombre y empezaba su aventura, decidida a vivirla como varón. Mientras estuvo en España llegó a encontrarse con sus padres sin que éstos la reconocieran. Ella tampoco hizo nada para hacerles sentir su presencia. Luego se embarcó a Panamá, a Trujillo y a Lima donde rápidamente se hizo un nombre entre sus compatriotas. No había lío que la aguantara y aunque comenzó protagonizando pequeñas peleas, a poco andar se hizo diestra en el uso de la espada, que se transformó en su fiel compañera y en la causa de muerte de quienes osaron enfrentarla. Sus viajes por América no estaban motivados por la búsqueda de fama ni de gloria, sino que más bien a la necesidad de escapar de los líos que causaba.
En la primera década del 1600 llegó a Concepción en una expedición formada por seis compañías de soldados. Allí estuvo bajo las órdenes de su hermano, Miguel de Erauso, con el que compartió en combates sin revelar su identidad, pues para todo efecto se hacía llamar Francisco Loyola. En la mayoría de los espisodios que participó salió victoriosa, lo que le permitió conseguir el ascenso a alférez. Todo iba bien para ella, cuando en un confuso incidente, dicen que sin saberlo dio muerte a su hermano. Al darse cuenta lloró como nunca lo había hecho, se ganó su baja del ejército y tuvo que escapar de Chile. Luego de ese episodio fue cuando confesó su secreto al cura. No hay referencias exactas sobre las circunstancias ni del año de su muerte.
El sueño de Guacolda
Guacolda era la bella mujer de Lautaro, quien seducida por su valor y talento lo siguió hasta el momento de su muerte en las orillas del Mataquito, tras ser traicionado por uno de sus compañeros. La noche previa al terrible final del cacique, ella, que se había mantenido a su lado en todas las campañas que emprendió contra las fuerzas españolas, habría soñado su muerte.
En ese momento, entre llantos, Guacolda le prometió acompañarlo a la muerte. Dice Ercilla que expresó: “… más ya que salga cierta mi sospecha, el mismo amor que os tengo, me asegura que la espada que hará el apartamiento, hará que vaya en vuestro seguimiento”.
Todo cuanto se conoce de las heroínas mapuche fue registrado por la pluma de sus enemigos españoles. Eso ha hecho que haya quienes sostienen que no hay evidencias certeras de su existencia y que más bien pudieron haber sido personajes literarios cuyas particulares apariciones en la historia de la Conquista fueron escritas para reflejar el carácter de la mujer mapuche. De lo que no existe duda, es que cada hazaña relatada es un verdadero símbolo del arrojo de quienes por amor o por convicción propia, lucharon por la defensa de sus pueblos.