Están ahí, algunos sólo en la memoria y otros en la misma calle donde han funcionado por décadas. Son los tradicionales restaurantes del Gran Concepción que, reconocidos por la gran mayoría, se convirtieron en lugares históricos. Clásicos como el Luncheonette, el Stromboli, el Casino de la Sociedad Lorenzo Arenas o el Ojitos Pichos suman en conjunto más de cien años de vida. Son viejos, pero no por eso dejan de estar vigentes. La gente los visita hasta hoy, en parte porque la buena comida cautiva y porque también les permite recordar.
Por Natalia Messer./Fotografía: Pedro Parraguez.
Al mediodía, en la tarde o casi al anochecer. Éstos son los momentos en que los clásicos restaurantes penquistas comienzan a abrir sus puertas para recibir a su fiel público que llega hasta ellos por la comida, obviamente, pero también por una cosa de tradición. Si no escucharon de sus padres o abuelos sobre aquellos lugares, se enteraron por otro medio de que estos locales estaban llenos de historia.
Más que restaurantes parecen esas casas de “buenos amigos”, donde se ríe, se comparte algún juego y se recuerdan tiempos pasados. Los garzones no sólo toman el pedido de los clientes, también aconsejan qué plato vendría mejor, y los dueños están en todo momento supervisando a sus empleados, para que todo funcione a la perfección.
Los clásicos de la comida penquista han sido muchísimos. Enumerarlos puede llegar a dar con una lista gigante, más bien un pergamino, porque el Concepción de los ’30, ’40 y ’50 tuvo mucho trasnoche, lo que dio pie a que surgieran variados restaurantes.
La bohemia de entonces buscaba con ansias lugares donde conversar de historia, cultura o de lo que fuese. Había ganas por la buena “cháchara”, el buen cigarrillo y el canto.
Nostalgia
De los viejos restaurantes del Gran Concepción van quedando algunos, como el Luncheonette, el Stromboli, la Sociedad Lorenzo Arenas y el Ojitos Pichos. Estos locales han tenido la suerte de conservar una clientela que ha pasado de generación en generación, porque otros, que fueron igual de clásicos y famosos, por diferentes razones cerraron definitivamente sus puertas y hoy sólo viven en la memoria de quienes fueron sus comensales.
El Castillo, El Diablo Rojo, Los Copihues, El Yungay, el Bar Zehnder, Críspulo Gándara, el Ciros, Madrid, El London, Metropol, American Bar, por nombrar algunos, fueron el “centro de operaciones” para muchos penquistas y bohemios de la época. Aquí se comía, reía, discutía y bailaba.
Quizás a más de alguno que pueda estar leyendo estas páginas le cause nostalgia o venga alguna remembranza a su mente con un nombre de esta lista, porque estos bares y restaurantes sí que fueron populares en el pasado de Concepción.
El restaurante Los Copihues, que estaba ubicado en calle Martínez de Rozas con Castellón, era uno de los más renombrados. Hoy en el mismo local se venden repuestos y accesorios de autos. Sólo queda la fachada de una casa antigua y un letrero que dice Los Nuevos Copihues. El restaurante data aproximadamente de la década del ’40. Su propietario fue José Opazo Reyes, a quien se le recuerda como un hombre astuto, alegre, divertido y que cortésmente atendía a su público.
En Los Copihues se cantaba ópera y se descorchaban botellas de vino para reuniones privadas de personajes importantes (había un sector privado con cortinas incluidas). El restaurante también alcanzó notoriedad por su buena comida. Clásicas eran sus ensaladas de patas de vacuno y su bien preparada plateada.
Mario Jones Rivers fue un comensal que se deleitó con la comida de Los Copihues, y de otros más que aún recuerda nítidamente. Este exdirigente sindical de la Siderúrgica Huachipato todavía se acuerda cuando su esposa, estando embarazada, tenía antojos por comer esa famosa “ensalada de patas”. Dice que debía ir a la hora que fuese a buscar el plato, porque ¡era de extrema urgencia!
Además de la premura del antojo, hay que decir que ir a medianoche por esta preparación no parecía tan descabellado, sobre todo cuando se vivían “otros tiempos”, porque en esos años salir por la noche no presentaba tantos peligros como en la actualidad.
“El carrete de esa época no es como el de hoy. Se daba mucho el ambiente de compañerismo y estos restaurantes también tenían esta atmósfera. Reunían a una bohemia penquista que hoy ya no existe”, asegura Mario Jones.
Donde también había buena atmósfera era en el clásico El Castillo, ubicado en calle Orompello, al llegar a Maipú. En este desaparecido restaurante se podían pasar felices momentos en torno a un vaso de vino y un par de tostadas con mantequilla, todo esto siempre acompañado de buena música.
El restaurante funcionó desde la década del ’50 y hasta los ‘70, y su dueño era conocido como el “chino” Castillo, porque justamente tenía ojos rasgados que hacían pensar que su genética venía más por el lado de Asia que de Europa o Latinoamérica.
“Ahí se arreglaba el cuerpo”, dice Mario Jones. Claro, porque después del trasnoche había que tomar un buen caldo y para eso estaba la carta que ofrecía El Castillo. El plato se disfrutaba, además, en un ambiente decorado con objetos de Oriente, porque el “chino”, cuentan, realmente ya se creía chino.
Otros locales, y que hoy ya no existen, pero que también son tan queridos y recordados como Los Copihues y El Castillo, fueron el Bar Zehnder, ubicado en el subterráneo del desaparecido Hotel Ritz, de calle Barros Arana, y que era atendido por su dueño alemán, Otto Zehnder, quien todas las semanas hacía rifas para regalar pavos, vinos y cuanto otro premio surgiese; Don Polito, en Lientur, frente al Cerro La Pólvora, atendido por “Polito” Sepúlveda, un hombre caballeroso, buen amigo, que ofrecía ricos asados y buen pipeño; La Sardana, donde se podía encontrar buena comida española, preparada por su propia dueña, Pilar Pujol, o El Quijote, en Barros Arana frente a la plaza, en la misma ubicación del restaurante actual de igual nombre, y que se caracterizaba por su ambiente elegante, que recibió incluso durante tres días la visita del Presidente Gabriel González Videla.
Simpático Ramón
Pero si bien restaurantes como Los Copihues o El Castillo desaparecieron con el tiempo, ya sea porque sus dueños fallecieron o porque la clientela disminuyó, hubo algunas excepciones, que perduran hasta hoy.
El Luncheonette es uno de ellos. Ubicado en calle Colo-Colo, entre Freire y Maipú, es uno de los restaurantes más antiguos que van quedando en Concepción.
Un lugar que hay que conocer, sobre todo si gusta de comer suculentas empanadas con generosos trozos de carne y aceitunas carnosas. Este restaurante existe desde antes de la década del ’50. Su primera ubicación fue en avenida O’Higgins con calle Aníbal Pinto, en el Portal Cruz, local que quedó semi destruido en el terremoto de 1939. Luego de este episodio sísmico, se trasladaría a calle Caupolicán, entre O’Higgins y San Martín.
Cuentan que el primer Luncheonette tenía todas sus vitrinas de vidrio y se encontraba al lado del restaurante Nuria, que años después se trasladó a calle Barros Arana.
Su primer dueño fue el italiano Enrique Magniano, hombre tan amistoso como su segundo propietario, Ramón Bilbao, quien llegó desde Pemuco a Concepción con un saco de sueños. ¡Y se podría decir que los cumplió casi todos!
Estando en Concepción, Ramón Bilbao comenzó a trabajar en el restaurante Yungay, en calle Freire, entre Colo Colo y Aníbal Pinto. Cuentan que este sitio, que pertenecía al propio hermano de Ramón, era un paso obligado para los transeúntes que tomaban locomoción en esa avenida.
Después de trabajar un tiempo en el Yungay vino una oferta desde El Quijote, restaurante muy elegante que contaba con un escenario para espectáculos musicales.
“Mi papá trabajó un tiempo de garzón en El Quijote, luego lo ascendieron. Creo que una vez nos contó que el restaurante estaba atestado de gente y faltaba personal, pero él salió bien del paso y pudo atenderlos a todos. Esto lo vio el dueño y decidió subirlo de cargo”, cuenta Danae Bilbao Salgado, hija de Ramón Bilbao.
Pero El Quijote no sería su último restaurante. A comienzos de los años ’50, Ramón Bilbao llega a trabajar al Luncheonette, que ya se encontraba en calle Caupolicán, entre San Martín y O’Higgins. Así conoce a Enrique Magniano quien se encariña con él y tiempo después le ofrece el local a bajo precio.
“Quería que mi papá se quedara con el Luncheonette porque vio que tenía pasta en el rubro”, dice Danae Bilbao.
Bajo la nueva administración de Ramón Bilbao, el local se vuelve muy popular. Las visitas de actores como Silvia Piñeiro, Vicente Santamaría, Tennyson Ferrada, Andrés Rojas Murphy y los hermanos Duvauchelle eran recurrentes. Inclusive cuentan que hasta Violeta Parra pasaba siempre a buscar una botellita de vino.
El 18 de septiembre se celebraba en grande. Ramón Bilbao sacaba de pronto a bailar a alguna clienta y entonces se armaba la fiesta. Las empanadas, los perniles, sopaipillas y el pebre no paraban de salir de la cocina.
“Mi papá era muy alegre, simpático y sociable. Todo el mundo en Concepción lo conocía. Mi hermano salió una vez con él a comprar y al regreso dijo que se aburrió de hacer tantas paradas en la calle. ¡Todos se detenían a saludarlo o a conversar con él!”, recuerda Danae.
El restaurante actualmente está a cargo de Rosa Salgado, segunda esposa de Ramón Bilbao, quien estando viudo y con dos hijos (Luis y Francisco), conoció a Rosa, oriunda de Angol, quien también había quedado viuda y tenía tres hijas de su anterior matrimonio (Verónica, Juana y Norma).
La pareja Bilbao-Salgado se conoció en el mismo Luncheonette, cuando Rosa atendía las mesas. Entre miradas y miradas se enamoraron y luego se casaron. De este matrimonio nacieron tres hijos: dos mujeres, Danae y Rosa, y un hombre, quien también lleva el nombre de Ramón.
Al fallecimiento del dueño del local, en marzo de 2012, por causa de una neumonía, doña Rosa tuvo que tomar por completo el control del Luncheonette. Hoy ella es la encargada de coordinar al personal, hacer las compras y estar también en la cocina ayudando en las preparaciones.
Algunas tradiciones que tenía don Ramón ya no siguen presentes en el restaurante, como la preparación de la tortilla al ron (con el espectáculo de la llama de fuego) o la celebración de Santa Rosa y San Ramón, que incluía la contratación de una orquesta. Pero hay otras costumbres que todavía se mantienen, y que son fundamentales para que el local siga vivo, como el trato amistoso y la sabrosa comida.
Giuseppe y sus humitas
Es noviembre, hace calor y comienza muy pronto la temporada del choclo, con lo que rápidamente se vienen a la memoria un rico par de humitas o un pastel de maíz bien gratinado.
Cuando se trata de esos platos veraniegos hay un restaurante en Concepción que francamente la lleva, y desde hace varias décadas. Se trata del Stromboli, ubicado actualmente en calle Aurelio Manzano, conocido por sus sabrosas humitas de medio kilo.
Pero, ¡alto!, porque la receta es secreta. Aquí no la develaremos, y su cocinera, la señora Cecilia Carrasco Mora, que partió a los 13 años trabajando en este restaurante, tampoco lo hará. Ahí está la magia, quizás, en lo que no se ve, pero que sí se huele y saborea.
El primer dueño y creador del Stromboli fue el inmigrante yugoslavo Giuseppe Signerez Senkinec, quien llegó a Chile en la década del ’30, específicamente al puerto de Valparaíso.
La intención de “don José”, como luego sería conocido por la mayoría, era ir hasta Estados Unidos, pero hubo algo que en Chile lo enamoró, “quizás fue la comida típica”, agrega Claudia Soto Machar, actual propietaria del Stromboli.
En Valparaíso, “don José” comenzó a trabajar en cocinerías, pero luego decidió venirse a Concepción, donde consiguió un puesto en un hotel de la época, del cual se desconoce el nombre. Es en esta ciudad donde el inmigrante yugoslavo emprende su éxito gastronómico.
“El Stromboli comienza en 1954 formalmente, pero antes funcionaba como cocinería…. Por eso, debe tener unos cinco años más de historia”, aclara Roberto Melo Hermosilla, actual administrador del restaurante.
En los años ’50, el Stromboli adquiere fama, especialmente por sus humitas, pero también por los chupes de guatitas, pailas marinas y empanadas. En ese entonces, la ubicación del local era en calle Rengo, entre Barros Arana y Freire. Cruzaba toda la cuadra y tenía salida a calle Aurelio Manzano. Ésta era una de las gracias del Stromboli, que servía para aquellas parejas que no querían ser vistas por la muchedumbre, pues una vez que se tenía la guatita llena, los enamorados salían separadamente por los diferentes accesos.
La construcción donde funcionaba el restaurante es de la década del ’20; por eso, cuando vino el terremoto de 2010, el edificio no resistió y cayó. El local tenía dos terremotos grandes a su haber (el de 1939 y 1960). Para peor, después de la caída de escombros, vino el saqueo, que no perdonó y dejó al Stromboli completamente vacío.
Pero lo material se recupera y fue así como volvió a abrir sus puertas al año siguiente del terremoto. Si bien la ubicación actual, en calle Aurelio Manzano 575, ya no los tiene tan visibles como antes, la administración asegura que siguen recibiendo comensales y viajeros que llegan hasta allí para probar sus tradicionales recetas.
“Un abuelito una vez vino a comer chupe de guatitas. Hace mucho que no venía a Concepción y se encontró con todo cambiado. Nos dijo que lo único que seguía igual era ese plato que estaba comiendo”, cuenta Claudia Soto.
La ambientación del local es también un poco parecida a la de antes. La barra sigue estando presente y sus tragos típicos, que desde los comienzos se siguen preparando, como el Regenerol, Vino Crudo, Sol y Sombra, Submarino, Palomita, Té Chino, Yugoslavo, Chuflai, Canario y León Marino.
Dicen también que el sello yugoslavo que dejó “don José” se sigue manteniendo. El lema actual del Stromboli es que “la tradición se renueva”.
“Cuando adquirimos el local en 2005 recuperamos todas las recetas antiguas y originales del Stromboli, que durante 15 años se perdieron, porque don José se fue a Santiago y arrendó a otras personas el restaurante. (…) Actualmente tenemos una carta con más de 100 preparaciones… Aquí la comida es sin aditivos, totalmente sana”, cuenta Claudia.
Viernes de casino
¡Es viernes!, momento idóneo para compartir con la familia o los amigos en torno a una buena comida. En el casino de la Sociedad Lorenzo Arenas los viernes son como el día favorito. La gente comparte sonrisas, pichangas y vasos de vino por montones.
El ambiente es con música y esa tarde es amenizada por el músico Rodrigo Arévalo, quien no deja de tocar su guitarra y entonar canciones de Silvio Rodríguez.
“Así es la atmósfera siempre, desde que partió el casino de la Sociedad Mutualista Lorenzo Arenas”, cuenta María Álvarez Mella, actual administradora y concesionaria del casino.
La Sociedad Mutualista Lorenzo Arenas se fundó un 18 de junio de 1876. El casino comenzó a funcionar ese mismo año, lo que lo convierte en el restaurante más antiguo de todos los aquí señalados.
La organización tiene su nombre en honor a Lorenzo Arenas Olivo, importante hombre que promovió el mutualismo en Concepción, a través de la fundación de colegios y la creación de escuelas, como el Liceo de Niñas y la Escuela Técnica Femenina.
El casino de la Sociedad no sólo atiende a sus socios, sino también a todo tipo de público que busque buena atención y comida casera.
El casino tiene un ambiente que todavía parece de época pasada. Cuenta con dos pisos, una barra que tiene una gran variedad de tragos y al medio del salón destaca una lámpara de lágrimas que dicen es tan antigua como el propio local.
Entre pedidos y más pedidos se aparece de pronto María Álvarez, conocida por todos como “la Mary”. Ella es una especie de directora de orquesta que debe coordinar a todo su personal de manera armónica para lograr su mayor objetivo: que el cliente se vaya más que contento, ¡feliz!
Dice que en este tiempo ha logrado su anhelo, y que la tradición del casino sigue intacta. “Ha pasado más de un siglo y aquí se sigue jugando al cacho; se sigue tomando en pituca (vaso de vino chico) y comiendo la ensalada de patas de vacuno, que se hace en muy pocos lugares”, cuenta.
El casino también es uno de los pocos sitios donde todavía los comensales pueden, después de saborear una pichanga o un plato de pernil con papas cocidas, pasar a jugar a la rayuela. Estas actividades fueron muy típicas a finales del siglo XIX hasta mediados del XX. Hoy son menos masivas, pero no han desaparecido, al menos no en esta Sociedad.
La comida casera es una de las características que más se destaca del local. Las recetas más demandadas son las patitas de vacuno al salpicón, a las que se les agrega lechuga, palta, huevo, tomate y aceitunas. Las pichangas también son solicitadas, al igual que el pernil con papas cocidas y las guatitas a la jardinera. Todo esto acompañado siempre de una pasta de ají, a base de cacho de cabra molido.
Los brebajes típicos como el borgoña (vino tinto con frutilla), clery (vino blanco con frutilla), candola (vino tinto hervido con naranja, canela y azúcar) y el jote (vino con bebida cola) son los absolutos reyes de la noche, ¡y especialmente los viernes!
Ojos verdes
Si los ojos de Elizabeth Taylor son recordados en el cine, entonces los ojos de Nelly González Neira también lo son por todos los comensales que alguna vez pasaron a probar un plato de comida al restaurante Ojitos Pichos.
Pero no sólo los ojos verdes intensos de Nelly son recordados, sino también sus ponches de mariscos. “Ella comenzó con los ponches de machas, piures, langostinos, picorocos, que nadie conocía por la década del ‘70”, cuenta Johanna Mellado González, hija de doña Nelly.
El Ojitos Pichos partió en Talcahuano. Nelly, oriunda del pueblo de Unihue, cercano a la comuna de Hualqui, tuvo una vida de sacrificio.
Comenzó a trabajar a los ocho años, vendiendo manzanas en la calle para ayudar a su familia. A los 15, se casó con un chorero y fue así como llegó a Talcahuano.
Su primer acercamiento con los locales y restaurantes fue en la década del ’60, cuando abrió una botillería en calle Latorre con Lautaro, en Talcahuano. Gracias a los consejos de un señor mayor, Nelly aprendió a preparar sabrosos ponches de erizos, con los que luego se hizo famosa.
El nombre de Ojitos Pichos viene porque un gringo alababa siempre los ojos de Nelly. Así su apodo se hizo conocido dentro del área de San Vicente, en Talcahuano.
Alrededor de seis años estuvo su local en Talcahuano para luego trasladarse, más o menos en la década del ’70, a Concepción, a su actual ubicación de calle Rengo con Prieto.
Cuentan que cuando estaba Nelly era típico que El Ojitos Pichos estuviese repleto de comensales, los que llegaban a los 200, entre ellos inclusive famosos como Palmenia Pizarro y el grupo musical Congreso.
“Recuerdo a mi mamá como una mujer muy perfeccionista. Era muy estricta con el personal porque quería siempre que se atendiera bien y con los mejores productos”, cuenta Johanna.
Hoy en día muchas de las recetas antiguas se siguen conservando, especialmente los tragos y platos marinos, la eterna especialidad, y que llevaron a Nelly González a tener fama nacional.
El ambiente también sigue siendo el mismo, al menos eso aseguran hoy, pues viene gente que menciona: “¡todo está igual, nada ha cambiado!, y eso que este local ha pasado tres terremotos”, afirma Johanna, quien desde enero de este año se hizo cargo de la administración del Ojitos Pichos.
Una de las cosas que más le emociona a Johanna es ver a padres, hijos y abuelos juntos. “Son 40 años de una historia que mi mamá inició, por eso le tengo un cariño especial a este local. Aquí está todo lo que ella dejó: su cariño y esfuerzo. (…) Y aunque mi mamá haya falleció hace siete años, su esencia sigue aquí”, sentencia con emoción la hija.
Posiblemente un recorrido actual por la ciudad dará con más restaurantes nuevos que viejos, pero habrá uno que otro que seguirá incólume, presente y con una historia parecida a la de los restaurantes aquí mencionados. Hay algunos ejemplos, como El Millaray, en San Pedro de la Paz; el Punto y Coma, de camino a Bulnes, o el casino de la Legión Militar, ubicado en Concepción.
Es probable que en esos restaurantes la tradición o parte de ella siga vigente y que sus platos sean tanto o más sabrosos que los del pasado. Por eso también no cierran sus puertas. Hay clientes fieles y románticos que quieren rememorar los tiempos de El Castillo, el Zehnder o Los Copihues.
Encontrar más lugares como éstos o preservar los que quedan será tarea de los propios comensales, que busquen más que un plato de comida, un sitio que albergue historia, anécdotas y buen ambiente. Una especie de tesorito gastronómico.