En ciencias de la computación se define a una máquina inteligente como un agente flexible que percibe su entorno y lleva a cabo acciones que maximicen sus posibilidades de éxito en algún objetivo o tarea.
Esta explicación me proyecta de forma bastante natural al año 1997, cuando Gari Kaspárov, campeón mundial de ajedrez, perdía ante la computadora autónoma Deep Blue. De aquello van 22 años, pero aún puedo recordar el impacto que sentí al ver, literalmente, a un humano derrotado por una máquina en un juego que representaba la esencia de la inteligencia de nuestra especie en aspectos como la astucia, estrategia y “maña”.
En ese momento era fácil dejarse llevar por la caricatura de la ciencia ficción y pensar que estábamos prontos a enfrentarnos a un Terminator o a la sirvienta de la serie animada Los Supersónicos.
Hoy en día hay mayor claridad en el asunto, y el concepto de Inteligencia Artificial (IA) más que relacionarse a una apariencia física de “humanoide”, se vincula con las redes neuronales artificiales, que son algoritmos que mejoran progresivamente su habilidad para comprender el entorno y realizar tareas cada vez más complejas y con mayor precisión de una forma autónoma. Estos se denominan algoritmos de aprendizaje profundo.
Las aplicaciones que hemos conocido de la IA alcanzan ámbitos muy diversos, como el reconocimiento de imágenes y voz, la traducción de texto, la conducción autónoma de automóviles, pero también el diagnóstico médico, la redacción periodística, la evaluación de riesgos financieros y la exitosa fórmula de la “Not mayo”, compañía chilena en la que recientemente invirtió Jeff Bezos, fundador de Amazon y número uno en el ranking de Forbes 2018.
El desafío que podemos identificar de inmediato tiene relación con el mundo de las profesiones, pues vemos que choferes, traductores, periodistas y hasta médicos corren el riesgo de que sus trabajos sean reemplazados por sistemas de IA. En esta misma línea, un reciente estudio de McKinsey Global Institute concluyó que un 20 % de la fuerza laboral mundial podría ser afectada hacia el año 2030 por la automatización robótica, y que en Chile esta cifra podría alcanzar a 3,2 millones de empleos.
Aunque aún falta una década para que podamos comprobar esas cifras, es muy probable que en el futuro todos los profesionales deban manejar los lenguajes de programación y algoritmos, tal como nosotros manejamos hoy los programas de ofimática, como los procesadores de texto o las planillas de cálculo. Ya la nación de Singapur nos lleva la delantera, pues su gobierno prepara a todos los alumnos desde que tienen tres años para que aprendan a programar circuitos, drones y videojuegos.