Los más antiguos, a metros de la plaza

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El centro de Concepción ha estado en el foco de la noticia en los últimos meses. Sus calles fueron el epicentro de las manifestaciones post 18/0: el escenario de masivas y pacíficas marchas pero, también, de destrozos, disturbios y saqueos que afectaron al comercio penquista y, particularmente, a los negocios del perímetro céntrico.

Algunos locales, sobre todo los más nuevos en la zona, cerraron sus cortinas. Los demás las mantuvieron, aunque semiabiertas, pues tuvieron que blindar vitrinas y accesos para evitar ataques o robos. Pero siguieron.

Recorrer Concepción hoy es distinto. Es más gris, es más desordenado. Sin embargo, la ciudad se ha levantado y se vive en aparente normalidad. Con disminución en sus ventas y con horarios reducidos debido a la contingencia, el comercio también continuó. Seguramente, esa resiliencia forjada a la fuerza por tanto desastre natural que ha afectado a la zona les ayuda a mantenerse en pie, sobre todo a los más antiguos, a los que ya son parte de la historia penquista, a los que aguantaron al menos dos terremotos y más de una crisis política, social y económica.

Los negocios que llevan más años funcionando en Concepción se ubican en la manzana de la plaza de la Independencia o a metros de ella. Los menos lo lograron comprando esas ubicaciones, mientras que otros las mantienen pagando costosos arriendos: Ramos, importadora Phanter, Casa Orellana, la Farmacia Homeopática Junge, Confitería Johanna o librería Paz son algunas de ellas. También está la joyería Marisio, uno de los negocios más antiguos de la ciudad, el café y la joyería Rometsch, Casa Carlitos, el Café Carrasco, Casa Chauriye y la librería El Caribe.

Todos ellos ayudaron a construir la identidad penquista, que entre conflicto y conflicto a veces se difumina, pero que luego vuelve a aparecer con más fuerza. Concepción es capital de muchas cosas, de la independencia, de la cultura y del rock, pero, también, es símbolo de esfuerzo y de perseverancia, tal como su comercio y quienes se dedican al rubro. Así lo demuestran las vivencias de quienes en esta edición accedieron a relatar sus historias.

Johanna: la confitería del frente de la plaza

Mario Soñez Soñez junto a su nuera, Mariela. | Fotografías: José Carlos Manzo.

Casi 43 años tiene la confitería Johanna, ubicada en O´Higgins 660, frente a la plaza de la Independencia. Es uno de los pocos locales comerciales de Concepción -fuera del retail- que tiene abiertas sus puertas de lunes a sábado hasta eso de las 20 horas. O un poco más, en las ocasiones en que sus vecinos del Teatro de la Universidad de Concepción programan algún espectáculo.

Mario Soñez Soñez es su propietario. Junto a su esposa, Juanita, fallecida en el 2001, partieron con el negocio en 1977, pero en la calle Colo Colo, justo en el ingreso de la galería Romano.

“Ella había trabajado mucho tiempo en la confitería Rometsch, conocía el negocio, por eso cuando tuvimos la oportunidad, nos instalamos con algo propio”, recuerda Mario.

Ella era el alma de la confitería Johanna. Él, por su parte, colaboraba en la administración, mientras paralelamente se desempeñaba como funcionario en el conservador de bienes raíces de Concepción, luego como empresario microbusero y en todo momento como voluntario de la Sexta Compañía de Bomberos de Concepción.

El 2002, Johanna se trasladó a su actual ubicación. El negocio frente a la plaza partió sin Juanita, que había fallecido el año anterior.

Mario se involucró en cada detalle del nuevo local. Cuenta orgulloso que todas las estanterías e incluso las vitrinas las construyó él mismo, porque a sus facetas también agrega la de constructor autodidacta. Pero en esta etapa no solo cambió la dirección de la confitería. También los productos que ofrecían. “En Colo Colo la caja de chocolates más cara costaba dos mil pesos. Acá incorporamos variedades en precio y calidad porque nuestros clientes comenzaron a solicitarlo”. Un esfuerzo adicional también significó para el negocio la ley de Etiquetado de Alimentos, que desde el 2016 obliga a incorporar sellos de advertencias en productos altos en azúcares, sodio, grasas saturadas y calorías. “Nos pegó un poco, pero pensamos que si la gente ahora, por ejemplo, quería comer chocolates o bombones sin azúcar, nosotros traeríamos esas alternativas”. Ser la confitería más céntrica en la ciudad, en el sector donde están los bancos, servicios y comercio, y la más próxima a un teatro, exige surtido y calidad, pero también, es una ubicación que se paga caro, porque los arriendos de la manzana de la plaza están entre los más elevados de Concepción.

Por eso Mario resiente la baja en el movimiento que tuvieron en los últimos meses. Su caso no es tan distinto al del resto de los comerciantes de la ciudad, pero asegura que desde octubre a la fecha, las ventas bajaron 60 %.

“Un día quedamos atrapados en el local, tuvieron que ayudarnos a salir. Ha sido complicado. Ni el terremoto nos golpeó tan fuerte”, cuenta. El estrés le pasó la cuenta y estuvo cuatro días hospitalizado. Así y todo está de nuevo funcionando, poco caso les hace a sus cinco hijos que le dicen que ya es hora de retirarse. “Si me voy para la casa me moriría rápido. Mi vida ha sido puro trabajo y no voy a cambiar a esta altura”, dice.

Su nuera, Mariela, se ha transformado en un gran apoyo en la confitería. Junto a otras cuatro vendedoras, destacan por la cordialidad con que atienden a todos los clientes: desde el que va por los 100 gramos de maní hasta los que buscan los bombones más refinados. Son fieles seguidoras del estilo de Juanita y del empeño de Mario Soñez.

Ramos: calidad ante todo

José Miguel Palacios Imaña.

Calidad ante todo es el eslogan que desde su nacimiento, hace ocho décadas, tiene la tienda Ramos en Concepción. Ese fue el sello que le imprimió su fundador, Eleuterio Ramos Moreno, y que su sobrino, José Miguel Palacios Imaña, ha defendido, sin transar, hasta hoy.

Corría la década del 30, y la moda masculina se veía tocada por la crisis económica. Los trajes se volvían más sobrios y con menos cortes para ahorrar tela, según relataban cronistas de moda de la época.

En ese escenario, Eleuterio Ramos, joven español que siendo un niño había llegado a Chile junto a su familia, recién recibía a sus primeros clientes en su sastrería y sombrerería que había bautizado con su apellido, Ramos. Él, que había aprendido el oficio de sastre, sumó a otros trabajadores a su negocio, donde se dedicó a confeccionar trajes a medida en un local ubicado en la calle Freire, en la entrada de la galería Adauy. Los sombreros los compraba en exclusivas tiendas de Santiago y Viña del Mar. “La mayoría de ellas ya desaparecidas”, recalca José Miguel Palacios. El artículo más solicitado era el sombrero de pelo, símbolo de calidad y de estatus para esos años.

Dos décadas y media aproximadamente permaneció en esa ubicación, hasta que, en 1958, con un Concepción viviendo la bonanza de la industrialización, Eleuterio Ramos construyó su propia galería, que también nombró con su apellido. Con dos pisos y un subsuelo que albergó primero al cine Alcázar y, luego, al Plaza, la galería Ramos, específicamente el local ubicado en Caupolicán 560, se transformó en el nuevo escenario de la tienda que, a esa altura, ya tenía secciones para niños y señoras.

En 1985, José Miguel llegó a Ramos a trabajar como vendedor. Su tío necesitaba alguien de confianza que además estuviera familiarizado con la moda. Y ahí apareció su sobrino, que venía con la experiencia adquirida en las tiendas Shopping Group y Eurofashion. “Ahí afiné el ojo, conocí de moda, de telas, de cortes y tendencias”, recuerda José Miguel, quien alcanzó a trabajar mano a mano con su tío Eleuterio durante dos décadas. Él vino todos los días al negocio, hasta su muerte, a los 93 años.

Como no estaba en los planes de los herederos directos seguir con el negocio, José Miguel les arrendó el local y compró la mercadería, varios créditos bancarios mediante. Hizo algunas modificaciones, como reintegrar la moda para mujeres que se había eliminado en los años 70, y la ubicó en el subterráneo. Esa sección hoy está a cargo de su esposa. Pero lo que no varió fue la premisa de trabajar con productos de calidad, especialmente marcas chilenas. Todo ello, “adobado” con un esencial ingrediente: la atención personalizada que desde siempre los caracterizó. Hoy son seis personas las que están atentas a los requerimientos de los clientes. Camisas, pantalones, cajas de pañuelos, sombreros, suspensores, zapatos y zapatillas de levantarse están cuidadosamente guardadas en estantes ubicados detrás de los mesones, lo que hace necesaria la interacción entre vendedor y el cliente.

“En las grandes tiendas, el cliente prácticamente se atiende solo. Nosotros, en cambio, los orientamos y los acompañamos, sobre todo porque quienes vienen a Ramos son personas mayores que piden una atención personalizada. Y eso es lo que ofrecemos”.

¿Posibilidades de innovar? –“Ninguna”, responde José Miguel Palacios, “Ramos no cambia. Seguiremos hasta que podamos, enfocados en nuestro público y, por supuesto, con la calidad de siempre”.

Farmacia Central de Homeopatía Junge: la receta de “don Roberto”

Roberto Junge Zambrano.

Roberto Junge Zambrano, químico farmacéutico egresado de la Universidad de Concepción en 1968, y propietario de la Farmacia Central de Homeopatía Junge, dice que en su negocio tiene entre 2 mil y 2.500 variedades de medicamentos homeopáticos. En pequeños frascos blancos que se diferencian por sus etiquetas de colores, dispuestos en estantes de madera, uno al lado de otro, es posible hallar remedios para distintas dolencias: problemas respiratorios, gástricos, jaquecas, migrañas y hasta soluciones para el doloroso espolón calcáneo. También hay otros para estimular el sistema inmunológico.

En la farmacia trabajan cuatro vendedores, pero “don Roberto” es el más requerido por los clientes cuando se trata de una orientación por algún malestar. A paso lento baja por una angostísima escalera desde su oficina ubicada el segundo piso del local, para atender con una cordialidad difícil de encontrar por estos tiempos. “Antes subía y bajaba unas cien veces al día; hoy el cuerpo no me permite tanto ejercicio”, dice entre risas, gesto que suele acompañar la mayoría de sus comentarios.

“Siempre he sido alegre y optimista, porque eso es importante en la atención. Imagínese cómo se debe sentir la gente que va a un negocio para que lo ayuden, sobre todo a una farmacia, y lo recibe alguien amargado. En este rubro hay que atender bien y saber escuchar porque es importante entender lo que le pasa a las personas para darles una solución”, recalca. Se interesó por la homeopatía desde sus primeras experiencias laborales, primero en la farmacia Marsano, que estaba ubicada en calle Barros Arana y, luego, en la farmacia San Pedro, de la calle Rengo. “Me di cuenta que bastante gente consultaba por medicamentos homeopáticos, pero no había profesionales dedicados a esa área. Tampoco era algo que yo manejara porque no la enseñaban en mi carrera”, recuerda.

Comenzó a estudiar, acumuló experiencia y el 11 de marzo de 1983 instaló su propia farmacia en el local 20 de la galería Adauy. En aquel tiempo, en frente suyo estaba la joyería Papazian, a su lado, la casa de fotografía Maser y, a unos metros, calzados Royle. Su local no es uno de los más visibles, “pero si entra por Freire y dobla a la izquierda, en el primer pasillo, nos va a encontrar”, dice Roberto Junge.

Lo primero que se ve al arribar a su negocio es un letrero amarrillo que dice Homeopatía Hahnemann, el nombre de una de las pocas empresas del rubro que en los años 80 tenía laboratorio y farmacia. “Hicimos una buena amistad, y me dijeron: ‘Te vamos a poner ese letrero para que te ubiquen’. Y ahí está, desde hace 37 años”.

Hoy la farmacia Junge es la única de Concepción dedicada íntegramente a la homeopatía. ¿Cómo se ha mantenido haciendo frente a la feroz competencia de las grandes cadenas que también han incursionado en su área? -“Saber de algo es diferente a solo vender. Si uno sabe, tiene menos posibilidades de errar. Nosotros acá no estamos por meter medicamentos al tuntún. En otros lugares una persona llega a gastar hasta 60 mil pesos en medicamentos. Nosotros creemos que con despachar medicamentos de entre cinco y diez mil pesos, una persona puede andar bien. Esa es mi receta”, concluye.

El entretenido mundo de Phanter

Franco Fabbri Landi es el propietario de Phanter, un negocio que prácticamente es un punto de referencia para los penquistas cuando se trata de hallar alguna dirección en el centro. Encaminándose a las siete décadas, Phanter -llamado así en honor a la marca de una motocicleta regalona de Franco Fabbri- partió con un local en la galería Olivieri. Era un centro de hobby, particularmente de insumos para aeromodelismo, uno de sus pasatiempos junto con las motos. Le fue bien en el rubro, y comenzó a incorporar otros juegos o productos destinados a la entretención. Hoy es cosa de detenerse en sus vitrinas para maravillarse con juegos de salón, accesorios y juguetes: desde los más simples, como el tradicional UNO, hasta autos, pistas, cohetes, instrumentos, muñecas que parecen bebés reales y las colecciones de moda según las películas y series infantiles del momento.

Con el tiempo, el local migró a la otra vereda de la plaza, en el número 35 de la galería Universitaria. Ahí fueron incorporando marcas que no se conocían en la ciudad, autos a control remoto; después linternas, pilas, accesorios electrónicos y hasta de peluquería.

Así, la marca Phanter pasó a estar presente en cuatro locales de la misma galería. Susto pasaron el 27/F, cuando el edificio quedó con serios daños en su estructura. Ellos pidieron permiso para sacar algunos productos y se instalaron a vender en la calle linternas, pilas y baterías que en ese momento eran tan atesoradas por la gente. Es el espíritu Phanter, dicen sus colaboradores, que suman 25 personas, algunas con casi 50 años de trayectoria. Franco Fabbri ya no está está a cargo -lo que no significa que no esté pendiente- y sus hijos continúan con el negocio dedicado a ofrecer productos que llevan al mágico mundo de la entretención.

Librería Paz Una historia de novela

Ilse Vollrath atendió la librería Paz hasta hace un año. La lesión de un accidente doméstico la mantiene en casa. Su hija y su nieto la reemplazan en el mesón

Una historia que perfectamente podría inspirar una novela tiene la librería Paz, ubicada en el local A de la galería Alessandri (en el ingreso por Colo Colo). Está próxima a cumplir 70 años y su historia comienza en una peluquería.

Así lo recuerda Luisa Paz Vollrath, una de las hijas de los fundadores de la librería: José Miguel Paz e Ilse Vollrath.

Resulta que José Miguel llegó a Concepción para hacer el servicio militar. Venía de Lota y solo tenía tercero de primaria. Cumplido su objetivo, realizó muchísimos oficios hasta que se le ocurrió hacer un curso de peluquería. “Mi papá tenía muy desarrollado su lado femenino. A pesar de haber sido criado en un ambiente machista y parecer un señor muy severo, él hasta tejía en nuestra casa”, dice Luisa.

Ya capacitado en su oficio, se instaló con una peluquería en un local que arrendó en Maipú con Tucapel. Pero le adicionó un elemento que comenzó a atraer clientes. “Tenía libros usados que intercambiaba con quienes iban a cortarse el pelo”, cuenta su hija. Ya con más capital, empezó a comprar textos nuevos. Él, asegura Luisa, era un lector voraz. Se educó leyendo, sobre todo textos de historia y política, que reforzaron sus ideas de izquierda y que casi fueron causa de una tragedia años más tarde.

Lo de los libros prosperó, así es que arrendó también el local del lado, cerró la peluquería y emprendió como librero. Ahí nació la librería Paz.

El negocio destacaba por tener muchos textos técnicos, que eran solicitados por profesionales y universitarios. Tras la muerte de José Miguel -un mes después del 27/F- se enteraron de detalles que conmovieron a la familia. “Esos libros técnicos también habían servido para educar a universitarios que no podían comprarlos. “Han venido a contarnos esa historia al local. Mi papá les permitía quedarse estudiando los fines de semana en la librería. Ahí, ellos usaban los textos que necesitaban e incluso ocupaban una salita contigua donde podían tomar café o prepararse algo de comida”.

Paralelamente, José Miguel Paz consiguió la concesión de la cafetería de la estación. Ahí vendía diarios y revistas. Con ese capital, abrió otra librería, poco antes de 1973, para su esposa, Ilse, en la galería Alessandri.

Tras el golpe militar estuvo detenido y muchos de los textos de Maipú fueron confiscados porque su contenido era considerado peligroso por el régimen. Un muy buen amigo logró sacarlo, pero ese negocio nunca volvió a ser lo mismo.

Finalmente se quedaron solo con el local donde actualmente funcionan. Ahí fue presidente y tesorero de la galería. Trabajó hasta casi antes de morirse. “Era un tipo de hablar pausado, sabía mucho y siempre trataba de ayudar a la gente. Su idea de sociedad era una donde todos prosperaran juntos”, relata Luisa. Tras su muerte, Ilse siguió con la librería, pero el negocio fue decayendo. Ya no había el capital de antes para invertir. La piratería, la descarga de libros por Internet y la llegada de librerías de cadena los golpearon. Un accidente doméstico hoy obliga a Ilse a quedare en casa. Su hija Luisa, y el hijo de esta se turnan para mantener abierta la librería, que sigue perteneciendo a la madre. La historia de Chile, del pueblo mapuche y las creaciones de autores regionales se exhiben en sus estantes. Además de postales, tarjetas y calendarios con paisajes de Chile y, especialmente, de Biobío. No venden sagas, no les gusta. El cierre aún no está en los planes de los Paz Vollrath. Están resistiendo. Dicen que se lo deben a sus padres.

Casa Orellana: fanáticos de la imagen

Ariel Orellana es abogado de profesión. Mientras era universitario fundó junto a sus hermanas, Casa Orellana.
Ariel Orellana es abogado de profesión. Mientras era universitario fundó junto a sus hermanas, Casa Orellana.

El padre de los fundadores de Orellana Hermanos y Cía. Limitada, Raúl Orellana Martínez, era reportero gráfico. Había trabajado en periódicos de circulación nacional y, en Concepción, en el desaparecido diario La Patria. Seguramente esa influencia pesó en la decisión de sus hijos mayores -Thyris, Ariel e Iris- de iniciar un negocio relacionado con la fotografía.

Así, en 1963, partió Casa Orellana, en un local ubicado en Aníbal Pinto 311, entre O’Higgins y San Martín. Los tres estudiaban en la universidad: Thirys, Antropología; Ariel, Derecho e, Iris, una carrera del área biológica. “Partimos haciendo solamente blanco y negro, y revelábamos nosotros mismos. Para atender, nos repartíamos los turnos de acuerdo con nuestros horarios de clases”, rememora Ariel, desde su céntrica oficina, en el segundo piso del único local de Casa Orellana que hoy existe en la capital regional.

En los años 60, pocas cámaras había en Concepción. La potestad de hacer imágenes estaba en manos de los fotógrafos profesionales. Ariel menciona que junto a sus hermanas entendieron lo que la gente necesitaba, y promovieron los tres valores que hicieron crecer a Casa Orellana hasta llegar a tener, en su mejor época, unos 26 locales. “Entregamos confianza, seguridad y rapidez a quienes nos encargaban la película fotográfica de su matrimonio o de un evento importante donde probablemente nadie más había tomados fotos”. También dictaban cursos de fotografía para masificar la técnica. “Creamos una cultura fotográfica en Concepción, mientras paralelamente abríamos nuevos locales”, recuerda.

Después incorporaron un laboratorio industrial. “Ese fue un gran salto. A esa altura mis otros tres hermanos se habían integrado al negocio”. Ariel, por su parte, ya era abogado.

Pero la competencia se volvió complicada. Llegaron Kodak y Agfa con sus laboratorios. Eran de los grandes. “Nosotros comenzamos a hacer mucha publicidad. Un clásico de nuestros auspicios era el del programa La noche es joven, joven como tú, que conducía Enrique Arjona Martínez, en la Radio Araucanía”. Así posicionaron la marca en la ciudad.

Luego dieron otro gran paso cuando apostaron por el revelado de diapositivas. Le habían revelado a mano unas diapositivas a un gobernador de Concepción de fines de los 80 y este quedó muy conforme. Justo vino el mundial Sub 20 de 1987, que tuvo una fecha en Concepción. “Y a este gobernador se le ocurrió mandar a los fotógrafos acreditados a revelar sus diapositivas en Casa Orellana. El problema es que la máquina para hacer el proceso no nos había llegado, así es que pasamos toda una noche revelando a mano para cumplirles”, rememora. Más o menos en 1995, cuando las imágenes empezaron a quedar en respaldos magnéticos, se dio cuenta que venían cambios importantes. Algo que reafirmó en las ferias internacionales de fotografía que visitó como presidente nacional de la Asociación de Empresarios de la Fotografía. Cuando la imagen digital se posicionó, tuvieron que eliminar 10 laboratorios convencionales, y adquirieron dos digitales, uno él y otro, su hermana, Thirys.

El revelado de fotos, dice, tuvo una caída libre vertical. De a poco fueron cerrando sucursales. Su hermana Thirys no siguió. Él se quedó con un local en Concepción y otro en Los Ángeles y su hermana, Iris, con tres en la provincia de Arauco.

Hoy sin embargo, evalúa con optimismo la continuidad de Casa Orellana. Su yerno, Carlos Andrés Chávez, se integró al negocio con ideas y propuestas para una nueva etapa. “Se vienen sorpresas”, promete Ariel.

 

O’Higgins 680, 4° piso, Oficina 401, Concepción, Región del Biobío, Chile.
Teléfono: (41) 2861577.

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