Brindarles en la infancia experiencias guiadas que les permitan aprender a “pensar”; darles la seguridad de que cuentan con el amor incondicional de su familia, y ayudarlos a construir una autoestima sólida, a partir de un feedback real, son parte de los consejos que la profesional entrega a los padres para proteger a sus hijos de eventuales situaciones de riesgo.
Por Cyntia Font de la Vall P.
Ser madre o padre no es fácil. Menos aún en una época en que a diario se conocen casos de niños y adolescentes que son víctimas de algún tipo de violencia o del inclemente acoso de sus pares, o en tiempos en que nuestros hijos pasan gran cantidad de horas conectados a redes sociales, a veces hablando con personas que no conocen en la vida real.
Es entonces que surgen preguntas que apuntan a cómo garantizar su seguridad y bienestar: ¿Cómo protegerlos de tantos peligros? ¿Cómo enseñarles a cuidarse ellos mismos? ¿Desde qué edad hablarles sobre los riesgos que pueden enfrentar? A esas y otras interrogantes responde la psicóloga infanto-juvenil, y diplomada en Apego y Estrategias de Intervención Temprana, Dali Cares, quien parte enfatizando: “Como no podremos estar siempre a su lado, debemos entregarles herramientas que les permitan aprender a autocuidarse. Pero nunca debemos olvidar que somos nosotros, los adultos, los responsables de cuidarlos adecuadamente”.
El amor como factor protector
Pero qué se entiende por cuidar adecuadamente. La especialista, también postitulada en Intervenciones Psicoterapéuticas en Niños y Adolescentes, dice que implica brindarle en cada etapa las condiciones ideales para su desarrollo, buscando potenciar sus capacidades y habilidades. “Eso involucra desde cubrir necesidades básicas, como el alimento, hasta proteger su integridad física y emocional, así como entregarle el cariño suficiente para que se sienta seguro. Eso hará que aprenda a quererse a sí mismo y, con el tiempo, a desarrollar un proceso de autocuidado”.
Dali Cares hace hincapié en que la mejor forma de proteger a los niños es brindarles un buen relacionamiento con sus figuras de apego, es decir, con sus padres, hermanos o parientes cercanos. “El saber que hay personas en las que puede confiar, que lo aman incondicionalmente y que siempre estarán disponibles para él, tendrá un gran impacto en su desarrollo cognitivo, afectivo y social. Esa será la base en la que, con los años, irá cimentando su confianza en sí mismo, y que le permitirá hacer frente exitosamente tanto a los pequeños desafíos de la infancia como a los problemas más grandes con que lidiará como adolescente”.
Pero cuidarlo bien también implica brindarle al niño distintas experiencias o responder a diferentes necesidades según su edad. Así, hasta los 5 o 6 años, el correcto cuidado significa estar siempre presente y atento a sus requerimientos. “En esta etapa, por ejemplo, él puede decir que tiene hambre, pero somos nosotros quienes debemos alimentarlo en los horarios que corresponde. Y bajo ningún contexto se le puede dejar solo, ni siquiera en casa”, enfatiza.
Ya después de los 6 años se irá generando en el niño un cambio configuracional que implicará el desarrollo de nuevas habilidades cognitivas. En esta edad, el cuidarlos adecuadamente irá de la mano con brindarle nuevas experiencias que los impulsen a “pensar” y a aprender a tomar decisiones. “No se trata de enfrentarlos a grandes desafíos, sino ayudarlos a resolver pequeños problemas que apunten a aprender a cuidarse. Por ejemplo, elegir ropa abrigada si hace frío, saber cruzar la calle o reforzarles la conciencia de su propio cuerpo, algo que debemos comenzar a inculcarles desde los 2 o 3 años”.
Ya en la etapa escolar, la psicóloga recomienda preguntarles sobre las actividades que realizaron o con qué amigos jugaron. “Luego, en la vuelta a casa, podemos consultarle si sabe qué camino deberíamos seguir, o qué locomoción debemos tomar. O si escuchamos una noticia en la radio, preguntarle si cree que es bueno lo que pasó, o por qué habrá pasado (…) La idea es irles creando el hábito de analizar o reflexionar sobre lo que ven, escuchan o les toca vivir”.
A medida que crecen, la labor del adulto es irles ayudando a ganar autonomía. Para ello, sus padres pueden invitarlos a cocinar con ellos, explicándole los riesgos que hay en la cocina, o pedirle que planee cómo pasar la tarde, organizando el tiempo para hacer tareas y para jugar. “Luego, podemos ayudarle a evaluar si su plan funcionó, o cómo podría mejorarlo al día siguiente”, aconseja la especialista.
Siempre estar atentos
-¿Cuál es el primer cuidado que debiéramos inculcarle a un niño?
-“Creo que el concepto de personas de confianza, explicándole que la mamá, el papá o quien lo cuide siempre va a estar disponible para él y que, por tanto, es la primera persona de confianza. También hay que decirle que eso implica que me puede contar cualquier cosa, y que yo siempre le voy a creer y a apoyar”.
Lo siguiente, dice la psicóloga, sería educarlo en el cuidado de su cuerpo, algo que relaciona directamente con el concepto de persona de confianza. “Debemos enseñarle que nadie debe tocarlo en las partes que definimos como privadas, algo que a los más chiquititos podemos explicarle diciéndoles que es aquello que cubre el traje de baño”.
Así, el niño debe tener claro que ante cualquier vulneración o si alguien lo toca sin su consentimiento o de una manera que lo incomode debe contarlo de inmediato a sus padres, que son sus personas de confianza. “El mensaje debe ser: Puedes confiar en mí, y decirme cualquier cosa, porque yo siempre voy a estar disponible para escucharte, y para protegerte”.
-¿Cuándo debiéramos comenzar a enseñarle esto?
-“A partir de los 2 o 3 años, cuando comienza a percibirse o conocerse, y a reconocer a un otro (…) En todo caso, debemos tener claro que a esta edad es poco probable que pueda contarnos si algo le pasa. Es por eso que debemos estar atentos a cualquier cambio en su comportamiento o en su rutina: percibir si cambian sus patrones de sueño, de alimentación, o si está más irritable o retraído que de costumbre”.
-¿Los cambios son siempre notorios? -“Sí. Los niños siempre entregan señales cuando hay alguna situación de riesgo o vulneración. Si no pueden hacerlo desde lo verbal, lo harán desde lo conductual, y por eso hay que estar atentos.
A medida que van creciendo, se les puede ir explicando un poco más, porque es un tema que hay que hablar(…) En mi práctica clínica he visto familias que no hablan de estas cosas, por vergüenza o malas experiencias de su vida, pero eso puede causar que cuando el niño se vea expuesto a la situación, quede paralizado, y no recurra a sus padres”.
Prevenir, pero no asustar
Pero las vulneraciones de índole sexual son solo uno de los tantos riesgos a los que niños y adolescentes se pueden ver expuestos. Por ello, dice Dali Cares, es necesario que los padres pasen tiempo con sus hijos y les demuestren que pueden hablar con ellos de lo que sea. “Deben mantener una comunicación abierta y fluida con sus hijos, previniéndolos sobre cualquier posible riesgo, pero adecuando la información a la etapa de desarrollo del niño”, advierte.
-Entonces, ¿cómo deberíamos plantearle una situación riesgosa a nuestro hijo?
-“Si tiene entre 6 y 10 años, debemos filtrar el mensaje para no alarmarlos, porque a esas edad los niños tienen un pensamiento muy concreto: todo es aquí y ahora. Eso va a implicar que, para ellos, los riesgos que les mencionemos sean muy reales”.
A partir de los 11 o 12 años comienzan a desarrollar un pensamiento más abstracto, haciéndoles más fácil hipotetizar y conjeturar que un riesgo puede ser real o no dependiendo de la acción que tomen. “A esta edad ya puedo ser más clara respecto de los riesgos y decirles, por ejemplo, que si se van por una calle oscura pueden asaltarlos. Ellos van a entender que no es algo que pasará inevitablemente, sino que solo un hecho probable”.
La psicóloga hace hincapié en que más allá del fondo de la advertencia, también es muy importante la forma en que se comunique el eventual riesgo. “Independiente de la edad, un niño con un perfil ansioso o asustadizo se va a paralizar si yo le detallo todos los riesgos a los que está expuesto. Entonces, hay que cuidar el tenor del mensaje”.
También es fundamental racionalizar los miedos propios y controlar las emociones antes de hablarle al niño, para evitar traspasarle nuestros temores. “Si el niño ve que yo, como adulto, me veo afectado por lo que estoy diciendo, creerá que se trata de algo tan terrible que no podrá evitar. En cambio, si bajo mi tono emocional y converso calmadamente, desde lo cognitivo, explicándole los riesgos de manera concreta y asegurándole que puedo protegerlo, o que tengo confianza en que él va a poder resolverlo, el niño sabrá que es algo que puede prevenir o controlar”.
Hijos grandes, problemas grandes
Si bien la profesional enfatiza que los padres siempre deben mantenerse cerca de sus hijos, llama a entender la diferencia entre proteger y sobreproteger. “La protección es acompañar al niño en las experiencias de la vida diaria, exponiéndolo a nuevas vivencias bajo condiciones seguras, y conmigo ahí, disponible para él. La sobreprotección, en cambio, es privarlo de cualquier experiencia, en el falso pretendido que ‘si no hace nada, no le pasará nada malo’”.
De este modo, la sobreprotección le impide al niño adquirir las habilidades necesarias para madurar y convertirse en una persona autónoma, dejándolo sin herramientas para enfrentar los momentos difíciles que se presenten a medida que crece.
-A propósito de eso, ¿cómo podemos cuidar adecuadamente a nuestros hijos adolescentes?
-“Lo primero es haberles enseñado desde niños a reflexionar y evaluar las situaciones. Eso los ayudará en esta etapa a discernir qué conductas pueden resultar riesgosas.
El segundo factor protector será contar con interacciones familiares cercanas. Es fundamental que sepan que, pase lo que pase, no están solos y que siempre pueden contar con sus padres u otras redes de apoyo, ya sean familiares o amigos”.
Dali Cares añade que también es un factor protector el tener una autoestima sólida, que guarda relación con haberle entregado a nuestro hijo, desde su infancia, una identidad real. “No sirve dejarlos ganar siempre o decirles que son los mejores en todo. Debemos brindarle al niño una retroalimentación verdadera, que le permita ir formando una identidad y un autoconcepto real, basado en su propio reconocimiento de que puede hacer muchas cosas bien, pero que hay otras en las que no es tan bueno”.
Será ese autoconcepto verídico lo que le permitirá ir construyendo a lo largo de su vida una autoestima más ajustada a la realidad, y más estable. “Debo saber en qué cosas soy bueno e identificar aquellas que me cuestan más. No para deprimirme, sino para empezar a pensar qué puedo hacer para mejorar. Y eso es un trabajo de autoconocimiento que debe partir en la infancia, con nuestros papás dándonos un reflejo real de quiénes somos”.
-¿Una autoestima real permite formar adolescentes más fuertes?
-“La formación de un niño es como una casa, que se va construyendo poco a poco. En ella, lo más importante es una base firme, que aguante todo lo que va a vivir en su vida. Y esa base son los vínculos, el amor, la seguridad y la confianza que el niño experimenta desde sus primeros años. Desde ahí, se construye todo lo demás, una autoestima real, relaciones fuertes, redes de apoyo, experiencias que lo fortalezcan, aprendizaje de los errores… todos son ladrillos que van construyendo la casa a medida que se vive”.
La profesional enfatiza que, en este sentido, los primeros años de vida son clave, pues es cuando los padres entregan a sus hijos las herramientas que usarán a medida que crecen, guiándolos en el reconocimiento de sus necesidades y preocupándose de satisfacerlas adecuadamente. “Luego, les enseñamos a identificar sus emociones, y a validarlas y aceptarlas. Entonces, que los padres estén presentes en ese periodo es fundamental para el proceso de formación y desarrollo de la persona”.
Asumir consecuencias
Sin embargo, advierte la psicóloga, sin importar cómo los eduquemos, debemos estar preparados para que los hijos adolescentes, en el afán propio de la edad de distanciarse de las opiniones de sus padres, incumplan nuestras reglas y recomendaciones.
-¿Qué debemos hacer en esos casos?
-“Va a depender de la situación. Por ejemplo, si le advertimos que no se fuera por la calle oscura porque podían robarle, lo hizo y le robaron, debe entender que tomó una mala decisión. Sin embargo, aunque es natural que nos dé rabia porque le pasó algo por no hacernos caso, culpabilizarlo no es la solución. Así que, como adultos, debemos controlar nuestras emociones. Luego, contener a nuestro hijo, calmarlo, ayudarle a analizar lo sucedido y a ver las consecuencias de su acción.
La culpa no es un mal sentimiento, y está bien que la sienta si tiene opción de reparar la acción por la que se le responsabiliza. Pero si no, lo mejor que podemos hacer es guiar su aprendizaje desde otro enfoque, no desde la culpa, porque eso no va a movilizar los recursos cognitivos necesarios para que aprenda. Al culparlo, nos centramos en la emoción y dejamos de lado el proceso de aprendizaje que queremos fomentar”.
-¿Entonces, no debemos regañarlo por desobedecer?
-“No hay que verlo como blanco o negro, porque esto tiene muchos matices. Siempre lo ideal es poder hablar con él, saber por qué actuó así, y tratar de guiarlo para que ojalá él mismo llegue a la conclusión de cambiar su comportamiento.
Sin embargo, si se trata de conductas de riesgo, hay que ser firme y tomar medidas más estrictas. Por ejemplo, si no tiene permiso para beber, y lo hizo igual, lo ideal sería que él mismo nos contara. Obviamente vamos a agradecer esa confianza, pero eso no significa que no deba responsabilizarse y asumir el castigo por sus acciones. Yo, como adulto a cargo, debo aplicar la sanción, pero siempre después de una conversación con el adolescente”.
Por último, la psicóloga Deli Cares hace hincapié en que, aunque en esta etapa son más grandes, siguen siendo niños y debemos continuar pendientes de ellos. “En la adolescencia comienzan a utilizar las habilidades y experiencias que les entregamos desde la infancia para tomar decisiones y resolver solos sus problemas. Y es ahora que el factor protector por excelencia, ante cualquier situación de riesgo, va a ser su vínculo con la familia. Nuestros hijos deben sentir que confiamos en ellos y que tienen algo de control sobre su vida, pero yo, como padre, debo seguir a cargo de la situación”.