Las historias de Lya Wimmer, Rosmarie Prim y Elena Díaz demuestran que no se necesita ser joven para concretar sueños o emprender proyectos, por más increíbles que parezcan, y que la pasión, el espíritu y las ganas de hacer cosas no le corresponden a un determinado grupo etario. Al contrario, estas tres mujeres, dueñas de una vasta experiencia y mucha sabiduría, confirman que se puede seguir activo y, más aún, continuar destacando en sus respectivas áreas, independientemente de las canas o las arrugas que adornan el cuerpo. Ellas son sencillamente imparables.
Por Natalia Messer.
Este artículo fue publicado en febrero de 2019, por lo que algunos datos podrían haber cambiado.
¿Qué se ve haciendo durante la vejez? Medítelo. Si es de esos trabajólicos que no pueden estar quietos un segundo, entonces le costará trabajo imaginarlo.
En el pasado quedó esa imagen del adulto mayor sentado en la silla mecedora, leyendo un libro o viendo la televisión mientras, de paso, disfruta de lo que significa estar alejado de la rutina laboral y de las grandes responsabilidades.
En Chile, la población se está volviendo cada vez más longeva, y se estima que para el 2050 los chilenos mayores de 60 años superarán los cinco millones. Dentro de este grupo, las mujeres mayores son una fuerza activa y poderosa.
Con motivo del Día Internacional de la Mujer, quisimos adelantarnos a esta efeméride y destacar a quienes, como dice la canción, “dejan algo en el aire (…) dejan marcas donde pasan”.
Sabemos, por cierto, que féminas sobre 80 años, muy activas en su rubro, abundan por todo el país, pero para esta ocasión decidimos homenajear el espíritu emprendedor y competitivo de Lya Wimmer, campeona de natación y ganadora de varias medallas de oro; el carisma y la humanidad de Rosmarie Prim, destacada ceramista e impulsora de importantes obras sociales como las bordadoras de Copiulemu, y la curiosidad intelectual inagotable de Elena Díaz, una amante de las letras que, además, ha incursionado en la política. Aquí va parte de sus historias.
Lya Wimmer: la sirena del Biobío
Los medios de comunicación la apodaron “la sirena del Biobío” y el título parece calzar a la perfección con esta nadadora categoría master (denominación que recibe un deportista adulto que supera la edad media normal de los deportistas de élite, o que se encuentra ya en su tercera edad).
Lya Wimmer Correa, nacida en Antofagasta, ostenta en una caja -histórica, y casi sagrada a estas alturas- un centenar de triunfos y medallas, obtenidos en competencias nacionales e internacionales.
Esta “sirenita” siempre se caracterizó por su espíritu deportivo. A los 11 años fue atleta de la Universidad Católica de Chile, gracias al apoyo de su padre, Alberto Wimmer Silva, quien autorizó que Lya participara como corredora por esa institución.
El sueño, lamentablemente, se truncó debido a una lesión que la alejó del atletismo cuando tenía 17 años. Lya tuvo que ingresar al instituto Vida Sana para rehabilitarse. Allí conoció a quien hoy es su esposo, Raúl Hernández Barrios, un gimnasta de aparatos, tan adicto al deporte como ella.
“Estuvimos ocho meses pololeando, y nos casamos antes del año, a pesar de la desesperación de mi mamá”, dice con gracia.
Los Hernández-Wimmer tuvieron cuatro hijos: Andrea, Marisol, Cristián y Rodrigo, todos deportistas. Y es que la familia siempre ha disfrutado de la actividad física, y las competencias han sido parte de sus vidas. “Somos una familia buena para el deporte. Recuerdo que cuando vivíamos en Santiago subíamos con los niños el cerro San Cristóbal a pie”.
En 1979, Lya, su esposo y sus hijos se mudaron a Concepción por motivos de trabajo. Como era de esperar, todos ellos siguieron involucrados en los deportes, especialmente en el triatlón, competición deportiva en que los participantes compiten en natación, ciclismo y trote. “Nosotros fuimos los encargados de organizar y traer el primer triatlón a Concepción”, añade.
En la vida de Lya, la natación apareció después de la gimnasia, los triatlones y el atletismo cuando, con 60 años y por problemas lumbares, su médico de cabecera le recomendó probar un deporte acuático. Fue así como descubrió que en el agua se sentía cómoda y realizada.
“Yo no nadaba bien, sólo era una aficionada, tal como el 90 por ciento de los chilenos. Fue por mi hija Andrea que ingresé el 2001 a competir en el Stadio Italiano de Santiago, en una de las primeras competencias master de 50 metros. Y gané”, relata.
Lya se entusiasmó tanto con este triunfo que se unió al equipo del Stadio Italiano, donde estuvo por un año. Más tarde, ingresó al Club Providencia, que además contaba con categorías más adultas en natación.
En su rol de nadadora, ha destacado en su especialidad, nado crol, un estilo que consiste en que uno de los brazos del nadador se mueve en el aire con la palma hacia abajo, dispuesta a ingresar al agua, y el codo relajado, mientras el otro brazo avanza bajo el agua.
Con 64 años, Lya alcanzó 39 récords nacionales y hasta el día de hoy, con 80 “abriles”, es la deportista master más laureada de la Región del Biobío. Su más reciente participación, en el XI Campeonato Sudamericano de Natación Master, en Buenos Aires, la trajo de vuelta a Concepción con tres medallas de oro y una de plata.
“A la fecha he obtenido como cincuenta medallas de oro en campeonatos nacionales. Eso es algo muy lindo. Las tengo en una caja, donde hay casi cien medallas en total”, agrega Lya, agregando que entrena de lunes a viernes, de 7.10 a 9 de la mañana.
Su energía contagia a todos en su casa. Su hija Marisol también la acompaña en el nado. “Practicar natación junto a mi hija es precioso, y me motiva más, es un aliciente para seguir”, dice la nadadora.
¿Y la receta para mantenerse tan activa? En parte su dieta, abundante en pescados y verduras, además de un desayuno de campeones, compuesto de avena, chía y linaza. Reconoce que la mezcla no sabe muy bien, aunque logra mantenerla alerta durante toda la mañana. El otro factor que incidiría en mantenerse activa es probablemente su herencia familiar. Su padre fue un remero aficionado y su mamá, que nació en Caleta Buena, en Tarapacá, siempre mostró dotes para el nado, aunque nunca las desarrolló de forma profesional.
“A los 92 años, mi mamá aún se metía en las heladas aguas de la playa de Coliumo, y nadaba bien adentro, hasta llegar a los botes. Tan lejos llegaba que recuerdo que yo le gritaba: ‘¡Mamá, no la puedo ir a buscar’”, recuerda Lya.
En opinión de la nadadora, habría que fomentar más la práctica de deportes, ya que producen la liberación de endorfinas u hormonas de la felicidad, que regulan nuestros niveles de dolor físico y ayudan a controlar la ansiedad. “Creo que es un error de las autoridades impartir clases de cocina a personas de la tercera edad, sobre todo a mujeres que han estado toda la vida cocinando, deberían enseñarles algún deporte”, concluye.
Rosmarie Prim: crear por amor al prójimo
En el pueblo medieval de Manderscheid, Alemania, nació Rosmarie Prim Becker, quien desde pequeña mostró interés por el arte y las obras sociales.
“Ayudar al prójimo es algo que tengo acentuado desde niña. Recuerdo que con una amiga solíamos ir a arreglar las tumbas abandonadas de un cementerio cerca de nuestra casa y, a veces, sacábamos alimentos de nuestras despensas para llevárselos a quienes no tenían”, cuenta la ceramista.
El arte marcó la vida de Rosmarie. Su abuela, por ejemplo, era una artista que confeccionaba sombreros para la ciudad alemana de Colonia. En su casa podía escasear el alimento -especialmente durante la Segunda Guerra Mundial-, pero nunca faltaron los libros, el piano y la música docta.
Rosmarie se interesó por las clases de plástica en su etapa escolar. Ése fue un primer acercamiento al modelado de figuras. Los objetos de greda le causaban gran curiosidad y el dibujo la transportaba a mundos lejanos.
Cuando acabó el colegio, la joven viajó a Friburgo, para estudiar Tecnología Médica. En la ciudad también obtuvo su anhelada licencia de conducir. “Si hay algo que me encanta es conducir. Aprendí a manejar autos cuando tenía 10 o 12 años…le pedí a un tío político que me enseñara”, recuerda.
Más tarde, Rosmarie se trasladó a la ciudad de Bonn por motivos laborales. Allí trabajó en una clínica como enfermera y, en sus ratos libres, asistía a la escuela nocturna para aprender especialmente sobre artes plásticas. Su vida, como cuenta, era bastante entretenida.
En 1958 Rosmarie conoció, gracias a una cita a ciegas, a un joven alto, de pelo castaño, ojos claros y chileno. Su nombre: Eduardo Meissner Grebe, quien realizaba un doctorado en la Universidad Friedrich Wilhelm, de Bonn. Ese primer encuentro marcó para siempre la biografía de ambos.
Con el corazón más acelerado, Rosmarie se vino a Chile por amor en 1963. Su primera impresión del país no fue positiva. Notó escasez y pobreza, especialmente en Copiulemu, lugar donde la familia de Eduardo Meissner tiene hasta hoy un fundo llamado Las Ánimas.
Su rol de activista social apareció de forma marcada en esa etapa. En abril de 1974, Rosmarie Prim fundó en Copiulemu el primer jardín infantil rural de Chile, que bautizó con el nombre de Manderscheid, como su ciudad de origen.
Más tarde, gracias al apoyo de la Iglesia Católica y otros actores de la comunidad, abrió tres nuevos parvularios en Chaimavida, Agua de La Gloria y Vidrio Planos Lirquén.
“Antes de Manderscheid, los niños pasaban directamente a primero de enseñanza básica en una escuela rural. Faltaba una disciplina previa, y el desarrollar en ellos habilidades de motricidad fina”, explica.
Pero Rosmarie se dio cuenta de que las mujeres también necesitaban un impulso. Fue así que a mediados del ‘74, en el recién inaugurado jardín infantil fundó Las Bordadoras de Copiulemu, una verdadera tradición para la Región del Biobío, que ya cuenta con más de cuatro décadas de historia.
Hasta el día de hoy Rosmarie acompaña cada mes al grupo de 20 mujeres, las que han sido incluso elogiadas por la Unesco, y que son recordadas por su participación en la confección de un tapiz Papal, en 1987, con motivo de la visita de Juan Pablo II.
En su faceta artística personal, Rosmarie inició clases de modelado en greda con la escultora local, Sandra Santander, en el 2000. Su gusto por las artes es compartido por su marido, quien en su vasta carrera ha destacado en la pintura, escritura y música.
“Nuestra casa siempre fue muy creativa. Los niños, Pablo Antonio, Ruth María y Ana María, siempre
stuvieron involucrados con el arte. Nunca les faltó el lápiz y el papel”, cuenta.
Actualmente, a Rosmarie se le ve todavía muy activa física e intelectualmente. “Me siento como de 20”, asegura. Y su vitalidad queda demostrada al verla, frecuentemente, paseando en bicicleta por las calles del centro de Concepción.
Entre la cerámica, Las Bordadoras de Copiulemu y la preservación de la obra de su marido, no le queda mucho tiempo libre. Parece que Rosmarie viviera a concho esa sabia y conocida frase dicaha por su compatriota Johann Wolfgang von Goethe: “No basta saber, se debe también aplicar. No es suficiente querer, se debe también hacer”.
Elena Díaz: compartir es educar
En Los Ángeles, con mucho frío y copiosas lluvias, creció la destacada profesora Elena Díaz Islas, quien a temprana edad manifestó interés por la educación.
“Yo quiero ser ministro de educación”, decía cuando era niña. Lo veía como algo salvador, porque mi papá era profesor, director de escuela, y él predicaba el valor de ser educado, resaltándolo como el único medio para salir de la pobreza. Porque en la medida en que te cultivas, mejoras tu condición y asciendes a la felicidad”, dice la “Nenita”, como le dicen sus amigos y exalumnos.
Al terminar sus estudios en el Liceo Fiscal de Niñas, en Concepción, Elena se preparó para el difícil Bachillerato. Se trataba de una prueba muy exigente, en la que participaban profesores de la Universidad de Chile como examinadores, y donde había que ser muy bueno tomando apuntes y redactando textos.
Gracias a su buen puntaje, Elena pudo ingresar a estudiar la carrera de Pedagogía en Castellano en la Universidad de Concepción. “Las mujeres estábamos concentradas en la Escuela de Educación, donde los hombres eran muy pocos”, cuenta.
Durante su paso por la universidadtambién realizó obras de extensión social, y cumplió funciones de secretaria ad honorem en el único Liceo Nocturno de Concepción. Su misión era anotar la hora de llegada y salida de los alumnos.
Con su título en mano, la joven profesora comenzó la búsqueda de trabajo. Un reemplazo de ocho meses en Los Ángeles la mantuvo ocupada por un tiempo; más tarde, apareció la oportunidad de llenar una vacante en el Liceo de Hombres Número 1, el actual Liceo Enrique Molina Garmendia.
“Gané ese concurso a nivel nacional y estuve trabajando allí por 30 años. Recuerdo que en la década del ’50 el ambiente en el liceo era muy intelectual. Tuvimos a un rector, Ramiro Páez, que venía de la Universidad de Oxford”, recuerda la docente, que gusta de la obra de Beauvoir, Camus, García Márquez, Sartre y Vargas Llosa, entre tantos otros.
En el liceo, “Nenita” aún es recordada por su innovadora pedagogía de la dulzura. “Yo llegué muy joven a trabajar ahí. Tenía 22 o 23 años, era como una princesa; los alumnos deben haberme hallado la cuna de la belleza. Yo, además, traía una forma de educar diferente al resto, de saludar con una sonrisa y de no ser tan estricta”, relata.
Durante su paso por el liceo, Elena se casó con un joven que conoció en una residencial. Él era empleado de Huachipato, y también le gustaba la literatura. Tuvieron dos hijos: Marisol y Jaime Eduardo.
En 1981, después de varias décadas formando personas, fue exonerada durante la dictadura, pero continuó ejerciendo como profesora en colegios particulares y universidades.
“Trabajé alrededor de diez años en el Colegio San Pedro Nolasco, cuando todavía era pequeño, con pocos alumnos. Después creció. Formamos un buen equipo y recuerdo que hacíamos teatro, concursos de dicción, foros y muchas otras cosas”, señala.
Pero no todo ha sido educación en la vida de Elena, cuyo lema es “me olvido de mí, me preocupo de los otros”. Por eso no es raro que durante un tiempo haya querido también incursionar en la política. En los ’90 fue electa concejala (PPD) de la comuna de Concepción por dos períodos, de 1992 al 2000. “Es un trabajo muy hermoso la concejalía, aunque muy sacrificado también, porque tu tiempo no es tuyo, es de los demás”, asegura.
Después de la política, la profesora siguió en el camino de los desafíos intelectuales, algo que -asegura- la mantiene viva. Estudió para gestora cultural en la Universidad San Sebastián, y obtuvo el Magíster en Educación de la Universidad de Concepción.
“A mí me gusta estudiar, organizar lo que yo sé, someterme a una exigencia distinta… Es que tengo una personalidad medio dispersa, me gusta hacer de todo un poco. Mi sueño ahora es contar con una casa del adulto mayor, que tenga clases de arte, música, tango, bolero”, confiesa.
Por ahora, uno de sus proyectos más concretos y permanentes, que viene desarrollando desde el 2000, es el taller literario de adultos mayores Plenitud. Hacer este curso le permite sociabilizar -algo que le fascina-, además de compartir lectura y creatividad con sus congéneres.
En el contexto del taller publicó el libro: Sin penas ni olvido, que cuenta con las mejores recopilaciones de los trabajos de sus alumnos. Uno de los textos, que va muy bien con su sentir, dice: “Duermo, con un sueño profundo y apacible, un descanso después de la jornada, sin problemas pendientes ni sobresaltos por tareas incumplidas”.