Marcadas a sangre y fuego
Este artículo fue publicado en marzo de 2015, por lo que algunos datos podrían haber cambiado
La Red de Mujeres por la Memoria busca recuperar la historia de congéneres que vivieron violencia sexual y política durante la dictadura. Son las grandes olvidadas por la Justicia, tal como ha admitido el Presidente de la Corte Suprema, aunque hasta ahora las cifras sólo dan cuenta de 112 denuncias efectivas en Tribunales.
“Lo mejor es hablar, todo lo que queda en el silencio es una tremenda carga”, plantea la asistente social, Ester Hernández, víctima de aberraciones sexuales, al igual que María Edith Figueroa, en los regimientos de Talca y Concepción, respectivamente. “Aunque por las venas de mi hija corre sangre de un depravado, siento que es mía y de nadie más”, asegura, feliz del reencuentro con María Grazia Satta después de 32 años.
La niña, hoy arquitecta, fue dada ilegalmente en adopción a un matrimonio italiano.
Justicia quiere María Grazia Satta, la arquitecta que hace 35 años, con apenas 28 días de nacida, fue vendida a sus padres adoptivos en Cerdeña, Italia. Y lo propio anhela su madre, María Edith Figueroa Ormeño, una dueña de casa de Hualpén que pasó años buscándola. Aunque fue engendrada por uno de los tantos militares que la violaron en el Regimiento Reforzado N°7 Chacabuco, de Concepción, ella quiso a su guagua desde que la supo en su vientre y se cuidó, dice, para que Marisandra -el nombre que había escogido para ella- naciera sana. Por una conversación que escucharon por casualidad, en distintos momentos de sus vidas, a 12 mil 130,59 kilómetros de distancia una de la otra, María Edith supo que su hija estaba viva y María Grazia que sus raíces eran chilenas.
“Ya dejé de sentir vergüenza”, asegura esta mujer de 63 años cuando le preguntamos por qué ahora se decidió a contar su estremecedora historia, al igual como lo hicieron Ester Hernández Cid, Tania Castillo Vera, Berta Cabrera Vera, Etel Cea Torres y María Báez Suárez, quienes sobrevivieron a su propio infortunio en Talca, Concepción, Talcahuano y Tomé. De todas ellas, y casi en respuesta a las palabras del Presidente de la Corte Suprema, Sergio Muñoz, quien sorprendió al país al reconocer que la justicia chilena está en deuda con los casos de tortura registrados durante el gobierno militar, especialmente los delitos de connotación sexual, madre e hija ya han dado los primeros pasos para poner fin a la impunidad, “porque mi guagua es tan víctima como yo”, dice la madre.
A la fecha, la entidad judicial registra 112 denuncias efectivas por torturas a hombres y mujeres, las que se incluyen dentro de las 1.056 causas por delitos de lesa humanidad investigadas hoy por jueces especiales en el país, según hizo notar el ministro Muñoz al abrir el año judicial en marzo de 2015, pero para su tramitación -a diferencia de las causas por secuestro y muerte violenta- se requiere de una ley que amplíe el mandato del programa de DD.HH., dependiente del ministerio del Interior, para que éste se pueda querellar por torturas.
Pero, ¿cómo se comprueba después de 40 años que una mujer fue violada? Para la asistente social Ester Hernández, dirigente del Centro cultural por la memoria La Monche, “es un tema que se está explorando. El camino es denunciar en Tribunales y luego concurrir al Servicio Médico Legal para ver si es cierto lo que estás diciendo porque, además, no hay pruebas como restos biológicos para un ADN; algunas compañeras tuvieron hijos, pero es complejo. A veces se piensa que la violencia sexual es solamente la penetración, pero también son las tocaciones, el lenguaje soez y vulgar, el que te desvistieran (lo primero que hacían). Hay un acuerdo entre las organizaciones no gubernamentales que trabajan el tema de llamar a todo eso violencia sexual porque igual manosearon, metieron objetos, se rieron y se masturbaron. Es una forma de poder y de control, una marca para que no se te ocurriera nunca más hacer algo. De alguna forma a una la marcaban a sangre y a fuego”, ilustra.
El calvario de las lotinas
Un control de identidad en Escuadrón, entre Coronel y Lota, cambió para siempre la vida de María Edith Figueroa en mayo de 1979. Asegura que durante dos meses estuvo secuestrada en el Regimiento Reforzado N°7 Chacabuco, de Concepción, junto a su amiga y compañera de infortunios Silvia Aros. Ninguna era militante, pero ese día no llevaban su cédula. Sin más las subieron a un camión del Ejército y las trasladaron al Regimiento junto a otros detenidos. Pero a ellas fueron las únicas que retuvieron. En cautiverio, incapaces de soportar tanto vejamen, habían acordado lanzarse a los roqueríos en el Fuerte Luis, en el Parque de Lota, apenas recuperaran su libertad. Y así lo hizo primero su amiga, pero a María la salvó un viejito que no sabe de dónde apareció. ¡No se tire m´hijita! -le dijo- y le tendió la mano.
Esa mañana de fines de junio, recién habían logrado huir gracias a la intervención de un joven teniente recién trasladado de Antofagasta, que se apiadó de ellas y las llevó hasta Playa Blanca, en Lota. El teniente Correa -quien se suicidaría años después- las alentó a tener siempre presente un nombre: Guillermo Cooper (Kupper), supuestamente quien habría estado a cargo del recinto. “Fue el ángel que llegó a rescatarnos….”, dice hoy María bien emocionada al recordar al teniente Correa, quien les pidió por seguridad que guardaran silencio. “A él no le gustaba lo que estaban haciendo con nosotras y nos dijo que liberarnos incluso le podría costar la vida…”.
Criada a la antigua y sobreprotegida por los suyos, esta mujer de bonitas facciones y hablar pausado trabajó para la sastrería de la familia hasta que se fue a la casa de una tía, en Lota. Allá, con 23 años, conoció a su primer pololo, el padre de su primogénito, Alejandro (39), con quien nunca se casó, pero sufrió violencia intrafamiliar. “Era un caballero, pero cuando bebía se transformaba”, dice, y optó por dejar al niño con la familia paterna e irse al norte donde conoció a otro joven. Volvió a la zona para comunicar la noticia de su matrimonio a la familia y a los amigos, y recuperar al niño.
Estando en Lota -regresó en abril del 79- decidió viajar a Hualpén, a la casa de una hermana, y su amiga Silvia la acompañó, pero no la hallaron. De vuelta, el bus de recorrido fue interceptado. Ya en el Regimiento, vendadas fueron conducidas hasta una pieza obscura donde comenzarían los abusos. “Estas lotinas van a hacer la Pascua negra, decían, pero nunca supe qué significaba”, recuerda esta mujer que aún retiene el timbre de voz del boina negra que las encerró en el calabozo desde donde a través de una claraboya sólo veían hojas de árboles. Otros dos le secundaron.
“Cada noche y durante dos meses, tras la orden ¡pónganse la venda!, tres o cuatro llegaban pasados a alcohol, ebrios y amenazaban con matarnos. Yo les contestaba, luchaba por mi dignidad y, en una ocasión, obligada a practicarle sexo oral a un oficial, lo mordí. De un combo me voló piezas dentarias y años más tarde perdí un riñón a causa de las patadas. Me sentía sucia, inmunda y les pedía que me mataran. Ni mi amiga, hija de un pastor, ni yo militábamos en partido alguno, pero éramos las lotinas tales por cuales, comunistas de mierda”.
María recuerda que a fines de junio de 1979 escucharon alegatos junto a la puerta del calabozo. Era una voz nueva, y el oficial invitado a ser parte de la orgía se negaba. “Tengo esposa, madre y hermanas”, les dijo. Al día siguiente, a las 6 de la mañana, llegó. “Nos hizo levantarnos y lavarnos. Nos subió a un jeep y nos sacó en libertad. Nos ofreció irnos a Argentina, pero nosotras habíamos decidido quitarnos la vida, tirarnos al mar y le pedimos que nos dejara en Lota. Él no estaba de acuerdo con las cosas que estaban sucediendo y al despedirse, dijo: tengan siempre presente este nombre: Guillermo Cooper (Kupper)”.
“¿Qué tienes para ofrecerle?”
Una semana antes de lo previsto, el 24 de febrero de 1980, nació la niña que María Edith tanto anhelaba, pero que nunca llegó a tener en sus brazos. Médicos y asistente social del Hospital de Lota le decían que había nacido con una malformación y moriría en pocas horas, pero su corazón le decía otra cosa. Buscó, indagó y molestó hasta que su matrona le confirmó el traslado de una NN a Concepción. Encaminó sus pasos al Hogar de Lactantes, a los tribunales de Coronel y Concepción, donde una de las juezas le representó que qué era lo que tenía para ofrecerle a la criatura. Ella contestó: ”¡Mis brazos para trabajar y mucho amor para darle!”, pero todo fue inútil, hasta que en la casa de su tía Elena Figueroa, en Lota, escuchó una conversación entre la anciana y dueña de un negocio, y Carlos Vidal, su ayudante. El joven que integraba la Defensa Civil y además la pretendía, ya había alertado del embarazo en el Regimiento: “¿Sabe abuela a qué sale tanto la Mary? Anda averiguando por su hija. Yo no quiero que sepa que firmé para que la guagua saliera del país…”.
Un falso diagnóstico médico la había declarado no apta para cuidar a la niña por un trastorno siquiátrico severo además de epilepsia. Ese día, dice, “por primera vez le levanté la mano a mi tía y me fui de Lota. Se prestó para que me quitaran a mi hija aunque no sé si intervino también el boina negra. Cuando la volví a ver, años después, estaba en el cajón”. Tampoco regresó al norte y perdió de vista a su hijo, con quien, casi 40 años después, recién “nos estamos acercando; él tampoco sabe esta historia”.
El reencuentro
En Hualpén, María Edith terminó casándose con un viudo y padre de tres hijos. Ella aportó dos más: Carolina y Evelyn, y sobrellevó su dolor sin poder superar una depresión tras otra. “Rezaba, lloraba por la hija arrebatada, le pedía a Dios que quien la hubiera recibido le diera amor y la cuidara”. Un día, una de sus hijas escuchó el ruego por Marisandra. Decidió contarle su calvario. “¡Ahora entiendo por qué lloras tanto!”, le dijo, pero no fue sino hasta 2011 que una llamada telefónica del Sename le devolvió la esperanza:
-¿Está viva? – atinó a preguntar.
-Sí, y ella la anda buscando.
Cuando Marisandra o María Grazia, en rigor, cumplía 32 años se reencontraron. “Llovía a cántaros. La fui a buscar al aeropuerto, aunque ya nos conocíamos por correo, por Facebook, por Skype”. En Cerdeña, donde vive junto a sus padres adoptivos, la joven escuchó por casualidad una conversación entre la madre adoptiva y su madrina geriatra. Tenía 15 años. “¿Le contaste que era adoptada…” y la respuesta fue “¡sí, pero cómo le voy a decir que pagué por ella!”. Desde entonces su vida cambió y, a partir de los 16 años, estuvo asistida por un sicólogo mientras se daba a la frenética búsqueda de su madre biológica. Ya en la universidad, a un profesor chileno le preguntó por Chile y en 2008 la enviaron a hacer su tesis a Santiago. Viajó a Lota y encontró a una matrona que algo se acordaba del caso. Dos años más tarde, para el 27/F, insistió, y al año siguiente a través de la sicóloga que la atendía en Italia y quien tenía parientes en el Sename de La Serena, encontró a su madre.
“Ella dice que aunque por sus venas corra sangre de un depravado me agradece la vida. Ya ha venido tres veces y me emociono igual. Ahora está embarazada de Mirko, su pareja, y me ha hecho hacer una promesa: que sea feliz. Lo soy porque la encontré y porque en Italia no pudo quedar en mejores manos. Dios escuchó mis ruegos”, asegura.
-Y si se encontrara con el principal agresor ¿qué le diría?
-”María Grazia quiere que sea castigado”, y yo hasta la cara le escupiría…
Ester Hernández:
“Nos hicimos pasar por prostitutas y fue peor”
En el casino de oficiales del regimiento de Talca, Ester Hernández Cid (64, casada, 3 hijos) pasó lo peor de su vida, al punto que hoy no puede ver las linternas. “Es que el tipo me alumbraba con una de ellas”, evoca de aquel 23 de septiembre de 1973 en que boinas negras la sacaron de la casa que compartía con compañeras de la U. de Talca y la llevaron a la unidad militar donde “no sé cuántas horas estuve retenida”.
Al día siguiente se presentó ante el sacerdote Alejandro Jiménez decidida a hacer una denuncia por violación, que no prosperó, pero que llegó a oídos del intendente Efraín Jaña Girón, un oficial constitucionalista que sufrió prisión, torturas y exilio por negarse a reprimir a sus compatriotas. “Él vino a hablar con nosotras al convento de las Monjas Adoratrices donde nos habían escondido, nos pidió disculpas por la actuación de sus subordinados y nos dijo que nos fuéramos de Talca. El mismo sacerdote nos llevó a la estación”, dice.
Un par de días antes, el 22 de septiembre de 1973, Ester almorzaba en su casa junto a otras dos compañeras y tres dirigentes del MIR cuando fueron allanados y detenidos por el hallazgo de armas que no eran tales. Los subieron a un carro policial y en el trayecto uno de los miristas ideó que se hicieran pasar por prostitutas, razón por la que ellos estaban en esa casa. “Es la única forma que tienen de salvarse”, les dijo, y así lo hicieron, sin percatarse que “la funcia” de que eran prostitutas había despertado el interés de detectives, carabineros y militares que comenzaron a asediarlas. Con ella se encaprichó un militar. “Más que la violación en sí, fue terrible esa sensación de haberse quedado sin nada: sin casa, sin trabajo, sin familia y sin estudios”, recuerda esta asistente social, ex alumna de la U. de Talca e integrante del Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER), que fue expulsada del plantel por “faltas a la probidad”, una vez conocido el episodio.
Ester, huérfana de madre a los 17 años y con un padre que formó una nueva familia al año de su viudez en Los Ángeles, cuenta que deambuló por varias ciudades, donde tenía amigos y familiares, para ocultarse hasta aterrizar en Concepción. “Siempre digo que caí en un lugar tan bueno como el arzobispado; todos mis compañeros fueron un puntal hermoso. Ahí, con gente como Enrique Moreno Laval (periodista y sacerdote) armamos como un gueto: nos conocíamos, nos queríamos y nos ayudábamos”, dice.
-Usted le contó la historia a su esposo e hijos. ¿Es mejor enfrentar la situación o callar la agresión?
“Lo mejor es hablar. Todo lo que queda en el silencio es una tremenda carga; si esto no fluye es como el agua que se queda estancada, se pudre. Las experiencias dolorosas hay que sacarlas porque si no seguimos siendo un sociedad muy enferma. La dictadura nos dejó demasiados quiebres y dolores que no podemos dejar que sigan en nosotros y, además, porque tiene que haber justicia; no puede quedar todo en la impunidad”.
-La mayoría de las mujeres que sufrió violencia sexual durante el régimen terminó separada. ¿A qué lo atribuye?
“En una cultura machista como la nuestra se cree que la persona es propiedad del otro y en ese juego entra también el de la competencia atroz. No entiende el hombre que a uno le cuesta mucho tener placer sexual; la violencia sexual queda en la memoria celular. Como en general son brutos en ese sentido, no saben cómo tratar: está el dolor, mucho dolor en la relación sexual porque se produce un espasmo en los músculos vaginales. Eso hace que no sea placentera. Como hay además esta barrera de incomunicación -si yo cuento, qué va a decir el otro- las cosas se complican. He escuchado a muchas mujeres quejarse: “Ah, ¿te lo hacían mejor los milicos? Frente a eso el dolor es inmenso, porque tu compañero tampoco entiende lo que te pasó y actúa como macho no más. En este tipo de cosas no hay ayuda; los siquiatras nos decían que debíamos entender que los hombres tienen distintas lógicas, pero eso era simple maltrato, un machismo exacerbado donde tampoco hubo mucha ayuda para ellos. Ellos no sabían qué hacer. Muchos fueron terriblemente torturados también en sus testículos. Toda la sexualidad que es tan poco hablada en nuestra sociedad, lo es más en esta época donde hubo tanta violencia”.
Tania Castillo Vera:
“La tortura sigue en el matrimonio”
¿Qué sentías con los milicos, ah…? solían reprocharle a Tania Castillo (66, seis hijos profesionales, asistente en el Liceo Comercial de Tomé) tanto su marido como su segunda pareja, un profesor que fue detenido y terminó alcohólico, y de quien hoy está separada. Por eso, agrega que muchas compañeras de infortunio siguen solas, porque en el plano sexual “la tortura nos ha seguido en el matrimonio”.
Dos hijos de 5 y 7 años tenía Tania, hoy dirigente de la Agrupación Cultural pro DD.HH. de Tomé, cuando fue detenida entre octubre y diciembre de 1973, trasladada a la Base Naval y luego a la Isla Quiriquina donde las interrogaban desnudas mientras la sangre le escurría por las piernas y “sin tener qué ponerme”.
Por entonces tenía 25 años, pertenecía a “la Jota” y fue acusada junto a otros 19 jóvenes de Tomé de implementar un supuesto Plan Z destinado a atentar contra autoridades regionales. Por este caso fueron fusilados Fernando Moscoso Moena e Irán Calzadilla Romero, pero ella dice hoy que “éramos un grupo de idealistas y después de la muerte de Allende intentamos hacer algo, pero el Plan Z es un invento”.
Estando detenida, recuerda haber sufrido lo indecible por sus pequeños que quedaron a cargo de una tía y de su suegra mientras el marido, “un picaflor, ni se preocupó de ellos”. Tania todavía se enternece por el contenido de una carta escrita por su hijo mayor -“con letra de un niño de primero básico”- diciéndole cuánto la extrañaba.
No tiene rencores, pero “nos mueve el nunca más en Chile; que se equipare la pensión Valech (de $ 150 mil mensuales para prisioneros políticos y torturados) a $ 600 mil pesos tal como perciben familiares de ejecutados y detenidos desparecidos considerados por la Comisión Rettig, y que las indemnizaciones que se piden en la demanda presentada en contra del Estado, en 2002, ante la Comisión de Derechos Humanos, con sede en Washington, “llegue a todos, no sólo a los que presentaron la demanda”, concluye Tania.
La Comisión sobre Prisión Política y Torturas que presidió el obispo Sergio Valech en 2005 certificó 28 mil casos de torturas entre 1973 y 1990 y permitió que accedieran a medidas de reparación. De ese número, 3.399 son mujeres. De ellas 316 reconocieron haber sido violadas.
Berta Cabrera Vera:
“Perdón sí, pero olvido, nunca”
“Lo único que tengo que agradecer es que no me violaran”, declara esta profesora (60, divorciada, dos hijos), detenida entre octubre de 1973 y enero de 1974 en Tomé cuando tenía 18 años, junto a su pololo -con quien se reencontró y son buenos amigos- y su hermano Mortimer, de 14 años.
Al igual que Tania Castillo, su prima, fue parte del proceso conocido como “Ancla 5”. Recuperada su libertad durante un año firmó en la comisaría; estuvo en la Base Naval y en la Isla Quiriquina, y cuando regresó a la ínsula hace algunos años, en presencia del ministro de Defensa, José Goñi, pidió a las autoridades navales saber el destino de los últimos desaparecidos. “Éramos un grupo de jóvenes idealistas, nuestro ídolo era Salvador Allende, pero no había maldad en nuestros corazones…”, asegura.
Berta no se acuerda de nombres, pero sí de las torturas y de cómo era obligada a presenciar las de su hermano y de su pololo en la parrilla; de los potentes manguereos con agua de mar, de los himnos militares que debían entonar -“y pobre del que se equivocaba”-, de fusilamientos simulados, de los tambores con agua servidas donde los sumían, de los azotes con cordeles, de los golpes estando vendadas y atadas y de los eternos plantones en cuclillas. “El día que llegué a la isla me pasaron una colchoneta, pero estaba llena de piojos entre las costuras. Una señora me regaló un jabón. ¡Imagínese cómo iría de hedionda!”, después de haber estado en la Base Naval y antes, en comisarías de Talcahuano y Tomé. “Esos sí que fueron brutos…”.
Pero también vivió momentos emotivos. Sus ojos se llenan de lágrimas cuando recuerda la misiva que le escribiera el suboficial encargado del gimnasio en la Base Naval. “Él repartía las cartas y como se daba cuenta que yo nunca recibía una –mi mamá trabajaba todo el día en Paños Fiap-, me escribió cual si fuera mi padre instándome a ser fuerte”.
Berta está próxima a jubilar y cuenta que a pesar de los sinsabores que tiene trabajar en la educación, está contenta de haber estudiado en la U. de Concepción gracias a la beca del sindicato. “Era chori ir a la Jota”, dice, y asegura que más que de la ex Unidad Popular era allendista tal cual hoy es bacheletista, aunque por las esquirlas del caso Caval haya perdido capital político. “La Presidenta es mi ídola; a ella le mataron a su papá y a nosotros las ilusiones, el esquema de vida que teníamos planeado. Por eso digo: ni odio ni sed de venganza, pero sí de justicia”.
María Báez Suárez
La vida en paja y papel
De “la Jota” era también María Báez Suárez (61, soltera, dos hijos, podóloga y dirigente social) quien dice haber sorteado un intento de violación en la Cuarta (primera) comisaría de Concepción cuando se cumplía un mes del golpe militar. “Sentíamos el olor a asado y planeaban celebrarlo en grande, en eso llegó un carabinero de tránsito medio ebrio y me arrastró hasta su locker en el segundo piso; me rompió el pantalón, pero me salvó la presencia de otro funcionario. Me tomé de su brazo, le dije que tenía su número de placa y si no me ayudaba, reclamaría. Igual interpuse una denuncia”, dice.
Procesada por transportar un fusil en mal estado, de la comisaría fue a parar al Estadio Regional y de ahí al Buen Pastor donde estuvo un año cumpliendo condena. Cuenta que tras sus 20 días de incomunicación, sus verdugos que esperaban encontrarla destruida, hallaron un muestra de cuadros artesanales tejidos con la paja del jergón donde dormía y flores de papel que hizo de los envoltorios del pan. “Soy hija de artesana”, dice bien orgullosa, y agrega que en el encierro, necesitaba estar ocupada porque los días se hacían eternos y no había más luz que la que entraba por debajo de la puerta del calabozo.
“Nunca temí ser abusada sexualmente, aunque hubo tocaciones; nos denigraban más negándonos el acceso al agua, sin poder lavarnos o cambiarnos de ropa. A las 60 mujeres que allí estábamos nos molestaba nuestro propio olor”, dice.
María agradece a gendarmes y conscriptos que fueron sensibles y considerados. “Tenían valores, no eran de la élite, eran del pueblo, comí rico y llevaban cartas a mi casa”, evoca. Ni resentimientos ni odios le quedan de su experiencia aunque por muchos años experimentó temor a que la siguieran o al ruido de la bala pasada.
Y, desafiante, cuenta que cinco años después de estar detenida, volvió a militar: “Mi deber de ser humano es mucho más fuerte, si no, vivo indignamente y eso sí que es vergonzoso”, concluye.
Etel Cea Torres:
“Llega un momento en que uno sólo quiere un balazo”
Hasta el día de hoy, los hermanos de Etel Cea Torres (60, divorciada, dos hijos) le representan que sufrieron tanto o más que ella durante las dos detenciones: una, de 14 días, en 1973 en la Base Naval, y la segunda, en 1983, junto a su marido, en Bahamondez 11, Pedro de Valdivia, cuartel de la CNI, ocasión en que fue golpeada, amarrada y con la vista vendada, obligada a escuchar los tormentos hacia su esposo.
Recuerda haber permanecido desnuda en la cama de electricidad, “donde me marcaron puntos estratégicos, pero no me violaron”, recuerda esta militante de “la Jota” desde los 14 años en Hualpén. “Querían saber nombres; es ahí cuando uno lo único que quiere es un balazo. Todos los días había simulacro de fusilamientos, sufrimos mucho, pero para nuestras familias fue más terrible. La incertidumbre los corroía”, añade.
No guarda rencor, pero dice sentir impotencia por la depresión que llevó a su madre a la muerte y a un hermano menor a las drogas, por los padres preocupados por saber de sus hijos y los hijos de los padres. “Hay compañeros que lo han pasado muy mal, hay casos emblemáticos en que sí se ha hecho justicia, pero otros han quedado ahí, principalmente los de los presos políticos”.
Etel aboga por el “Nunca más en Chile”, porque se reconozca lo que pasó, y advierte que aún queda violencia en el país y, por ello, “estamos dañados sicológicamente. Hay mucha gente que no aprendió nada; a pesar de los avances, yo no veo a la gente feliz, la veo disgustada”.