Al verlos, es difícil diferenciarlos de cualquier otro niño. Su apariencia no revela ese universo mental que los hace únicos, y que muchas veces motiva la incompresión de quienes los escuchan hablar solos, o llorar a gritos sin razón aparente. Dos madres de niños con Trastorno del Espectro Autista nos cuentan qué significa para ellas convivir con este diagnóstico y cómo, gracias al apoyo familiar y a una intervención temprana, se atreven a soñar con un mejor futuro para sus hijos, integrados a colegios regulares, uno que conlleva la ansiada autovalencia.
Por Cyntia Font de la Vall P. /Fotografía: Gino Zavala.
A Rubén le gustan mucho los boletos. Le fascinan. Lo obsesionan. Cinco años tenía la primera vez que uno de ellos llegó a sus manos. Fue amor a primera vista. Tanto así que, de ahí en adelante, no dudó en arrebatárselo a cuanto pasajero viajara en el mismo microbús que él, o en abrir la cartera de alguien sentado a su lado para sacarlo. Ni hablar de las largas explicaciones que debió dar su mamá a los choferes cuando el niño intentaba quitarles los rollos de boletos.
Con el tiempo, esta obsesión se extendió a los recorridos de las distintas micros, los que conoce de memoria, y que puede detallar sin equivocarse sólo dándole el número de una determinada línea.
Hoy está más grande, tiene ocho años, y si bien siguen gustándole los recorridos de las micros y los boletos, ha entendido que sólo puede quedarse con el suyo. Ahora, cada vez que sube a una, ubica a la niña más linda y se sienta a su lado. La saluda y, coquetamente, se presenta. “Hola. Soy Rubén y tengo ocho años. Éste es una Expreso Chiguayante, va por Pedro de Valdivia, toma 8 Oriente y ahí llego a mi casa”, le dice. Acto seguido, comienza a detallarle “con pelos y señales” el recorrido de la línea.
Rubén es obsesivo-compulsivo, algo que ya está aprendiendo a controlar, y tiene lo que se conoce como Trastorno del Espectro Autista (TEA), término que desde hace unos años reunió bajo un solo nombre a los antes conocidos como Trastornos de Desarrollo General, entre los que se contaba el autismo y el Asperger. Si bien cada uno abarca ciertas características específicas, quienes los presentan muestran cuadros similares, por lo que hoy todos se engloban dentro del TEA. Esta condición tiene una prevalencia, según la Organización Mundial de la Salud, de uno por cada 160 niños.
A los dos años y medio, Rubén fue diagnosticado. Antes de eso, su madre, Francisca Henríquez, cuenta que “era un niño normal, se reía, miraba a los ojos, pero luego algo cambió. Fue retrayéndose, dejó de sonreír, no tenía expresiones, podía quedarse quieto por horas, sin mostrar ninguna reacción ante los estímulos”.
El pediatra lo derivó a un neurólogo, quien pidió hacerle exámenes. “Teníamos mucho miedo, porque era nuestro primer hijo. Lo llevamos a hacerse todo lo que nos pidieron, nos endeudamos horrores, incluso viajamos a Santiago para realizarle unos estudios súper específicos”.
Con los resultados en la mano, el diagnóstico fue claro: Trastorno del Espectro Autista, y la recomendación fue incorporarlo a un centro de estimulación temprana. Fue así que llegaron a la escuela especial Háblame de Amor, donde hoy ya lleva cinco años, y de la cual se gradúa este año.
Francisca detalla que Rubén presenta un autismo de alto rendimiento, lo que implica que su nivel cognitivo y funcionalidad son altos. Sin embargo, presenta algunas falencias. “Él habla bien, sabe leer, escribir, se viste solo, come de todo, pero cuesta mantenerlo sentado mucho rato, porque necesita el movimiento para regularse. A veces, también le cuesta entender que hay cosas que socialmente no están bien. Por ejemplo, si ve una mochila que no es de él, quiere abrirla, porque su razonamiento es que si trae un cierre es para abrirse”. Agrega que, gracias a la educación recibida en Háblame de Amor, y a las herramientas que entregan a toda la familia, Rubén poco a poco ha ido aprendiendo estas normas.
Detección precoz, intervención temprana
En el “Háblame”, como coloquialmente llaman las mamás a este Centro, fue compañero de Juan Pablo, quien hoy cursa segundo básico en el colegio integrado Camilo Henríquez, al que llegó el año pasado. Si bien ambos niños comparten el mismo diagnóstico, son muy distintos. Tanto como lo sonJuan Pablo y su hermanito menor, Agustín, quien también presenta esta condición.
“Los niños diagnosticados con TEA son un grupo muy heterogéneo. Si bien comparten algunas dificultades sociocomunicativas o de rigidez mental, cada caso es único, y debe ser tratado individualmente”, señala la Dra. Marcela Álvarez, psiquiatra infantojuvenil, que desde 2004 se dedica a la atención de estos niños.
Es por eso que se habla de “Espectro”, haciendo alusión a la amplia gama de síntomas y grados de severidad que puede presentar cada persona afectada por esta condición.
La profesional es enfática al señalar que el diagnóstico precoz y la estimulación temprana son fundamentales para asegurar un buen pronóstico, y para que ese niño alcance su pleno desarrollo. “A los dos años ya pueden ser diagnosticados, aunque en promedio se diagnostica cerca de los cuatro. En esta pesquisa es fundamental el rol de los padres, pues son quienes pasan más tiempo con el niño y quienes lo conocen más. Sin embargo, debería ser una política pública que en el control de niño sano los pequeños fueran evaluados y que, de presentar señales de alerta, fueran derivados con un especialista”.
De hecho, en 2011, el Ministerio de Salud promulgó la Guía de Detección Precoz e Intervención Temprana, en la que se señala que en el control de niño sano de los 18 meses los pediatras deberían aplicar la escala M-Chat, que evalúa parámetros de desarrollo socio comunicativo; sin embargo, no en todos los centros de salud se realiza. “La idea es comprobar si el niño hace contacto visual, si tiene sonrisa social, o disfrute compartido en los juegos con sus padres. En el fondo, que exista una relación recíproca, en la que el pqueño responda a sus requerimientos, al afecto, al contacto”.
“Dios me tiene mucha fe, por eso me dio dos niños con TEA”
A los 36 años, Yasmina Verdugo tuvo a su primer hijo, Juan Pablo, quien hoy ya tiene 10. Cuenta que nunca notó nada distinto en él, hasta que al año y medio, su pediatra le preguntó: “¿Cuántas palabras dice?”. Al responder que ninguna, el profesional la tranquilizó diciéndole que de seguro se debía a que, por ser hijo único, era muy regalón.
Sin embargo, Yasmina, quien entonces vivía en Santiago, comenzó a prestar atención a los avances de los hijos de sus amigas, e inscribió a Juan Pablo en un jardín infantil para que interactuara con otros niños. “Tenía dos años, algo balbuceaba, pero era esquivo con las personas, incluso conmigo. Yo trataba de involucrarme en sus juegos, en los que ordenaba sus autitos por color, o los ponía en fila, pero me rechazaba”.
Tampoco le gustaba que le hiciera cariño, lo tomara en brazos o lo besara. “Al principio, me dolía, me frustraba, pero mi esposo me decía que ya sería cariñoso más adelante”.
Su paso por el jardín infantil no tuvo el resultado esperado, así es que al año siguiente decidió llevarlo a una escuela de lenguaje. Allí, ya embarazada de su segundo hijo, notó que Juan Pablo compartía un poco más, pero no mostraba avances en el lenguaje. “Lo llevé a hacerse evaluaciones neurológicas y otros exámenes, pero no detectaron nada”, dice.
Cuando su hijo menor, Agustín, ya tenía un año, a su marido lo trasladaron por trabajo a Antofagasta, por lo que Yasmina decidió volver a Concepción, donde estaba su familia. Al llegar, llevó a Juan Pablo con un neurólogo, quien finalmente puso nombre a sus síntomas: Trastorno del Espectro Autista. “Fue un balde de agua fría. Uno tiene ciertas expectativas para sus hijos, se proyecta con ellos, te imaginas el colegio al que irán, los amigos que tendrán. Todas esas expectativas se derrumbaron de golpe. Sin embargo, la pena me duró sólo un rato, porque de inmediato empecé a averiguar cómo apoyarlo, pues entendí que desde la pena o la impotencia no podía hacerlo”.
Así llegó al centro Háblame de Amor. “Fue una bendición. Me abrieron la puerta a un mundo nuevo, uno de creer que mi hijo sí podía lograr cosas, pero a su ritmo. Poco a poco, comencé a ver avances, aprendió a seguir instrucciones, a vestirse solo, incluso a controlar esfínteres, algo que parecía tan difícil. Son avances que a otros papás pueden parecerles pequeños, pero para nosotros son gigantes. En el Centro encontré ayuda, apoyo y cariño. Creo que su gran ventaja es que se preocupan de toda la familia, nos educan a todos, y nos dan herramientas para ayudar a los niños a desenvolverse de la mejor forma posible”.
A los dos años, Agustín, su hijo menor, también mostró retraso en el lenguaje. Esta vez, Yasmina no perdió tiempo, e inmediatamente lo llevó a un neurólogo. El diagnóstico fue el mismo: Trastorno del Espectro Autista. “Inevitablemente, en ese momento me pregunté ¿por qué a mí? ¿por qué los dos? Pero, como soy optimista, decidí que de seguro Dios me tiene mucha fe, y que por eso me dio dos niños con TEA”, ríe.
Hoy, Agustín también asiste al Háblame de Amor, de donde este año egresa. Ya está matriculado para primero básico en el mismo colegio al que asiste su hermano, quien ostenta un promedio de 6.3.
Si bien ambos hermanos tienen TEA, y los dos presentan disfasia, una anomalía del lenguaje oral, que no les permite expresarse adecuadamente, son muy distintos.
Agustín, que presenta una pequeña estereotipia, que se manifiesta en el movimiento de sus manos en el aire cuando está emocionado, siempre fue muy cariñoso. Abraza y besa repetidamente. Juan Pablo, en cambio, recién ahora ha aprendido a mostrar sus emociones, a reconocerlas en otros y a empatizar con ellas. Ahora, cuando está contento, ríe a carcajadas, cosa que hace frecuentemente.
Agustín también se diferencia de su hermano en su espíritu aventurero, que lo lleva a trepar árboles y subirse a las mesas, mientras que Juan Pablo es más tranquilo.
La dolorosa incomprensión del resto
A ambos, Yasmina les ha impuesto reglas y normas estrictas, horarios definidos de estudio y de juego, tiempo en el que se entretienen entre ellos, jugando en casa o en el patio, o con su papá los fines de semana, o simplemente viendo videos y buscando material en Internet, porque “ambos son un balazo para todo lo tecnológico”.
Y es que, tras un par de malas experiencias, su madre dejó de permitirles salir a jugar con otros niños del condominio en que viven, pues la diversión invariablemente terminaba en llanto. “Salían a jugar y, al poco rato, los escuchaba llorar. Algo no les había gustado, o no querían hacer lo que los otros querían. Así que opté por que sólo jueguen dentro de la casa. Eso me deja más tranquila”.
También cuenta que, hace unos años, encontró en el auto una nota anónima, que la instaba a dejar de maltratar a sus hijos. “La leí y comencé a llorar. Me dio rabia que alguien se hubiera tomado el tiempo de escribir la nota y ponerla en mi auto, pero no de ir a mi casa y preguntar por qué lloraban tanto los niños, porque me imagino que debe haber sido eso: que los escuchaban llorar y pensaron que yo les pegaba. Me molestó la ignorancia, la falta de empatía, el enjuiciamiento sin conocimiento. Eso duele”, dice.
La misma incomprensión ha sufrido más de una vez Francisca. El año pasado, por ejemplo, Rubén sufrió una crisis farmacológica. El médico que lo trataba le recetó cinco medicamentos diarios, todos en altas dosis. “Estaba absolutamente descompensado, sus reacciones eran terribles, hacía cosas arriesgadas, se golpeaba, rompía cosas. Fue muy duro, porque debí vivirlo sola, ya que mi marido estaba trabajando en el norte, y yo debía andar con Rubén y Rodolfo, mi hijo menor, sola para todos lados”, relata.
En este periodo, detalla Francisca, debieron pasar hasta más de una hora esperando una micro, porque Rubén sólo quería “tomar la Palomares”. Si intentaba subirlo a otra línea, comenzaba a llorar a gritos, se arrojaba al suelo, se lastimaba. “Era imposible obligarlo porque Rubén era peso muerto. No podía levantarlo del suelo a él, tomar en brazos a Rodolfo, que tenía hambre, que quería ir al baño, porque habíamos esperado mucho rato, más las mochilas… era imposible. Después, no quería bajarse, se metía debajo de los asientos, se sujetaba. Una vez hasta quebró un vidrio de la micro. Pero lo peor era la cara de la gente. Nadie me ofreció nunca ayuda, sólo comentaban entre ellos y movían la cabeza en señal de desaprobación”.
Ese tiempo fue tan angustiante que Francisca vivía con náuseas “de los puros nervios”, y no comía por estar siempre pendiente de Rubén. De hecho, llegó a pesar poco más de 50 kilos, y desarrolló una depresión. Incluso su hijo menor comenzó a retraerse, a angustiarse por la conducta de su hermano. “Ha sido lo peor que he vivido con Rubén”, reconoce.
Si bien volvió donde el médico a explicarle la situación, éste insistió en mantener la farmacoterapia. Así que Francisca decidió buscar otro especialista que, poco a poco, fue bajando las dosis, hasta que finalmente los eliminó casi por completo. “Rubén se fue estabilizando, hasta que volvió a ser el de antes”, dice.
Este año se licencia del Háblame de Amor y acaba de ser aceptado en segundo básico en el colegio integrado René Louvel Bert.
Al igual que Jasmina, Francisca es muy estricta con Rubén, le impone horarios y “nunca le he bajado la escala, siempre creo que puede más, porque esto no es una discapacidad, es sólo que él es distinto”.
Una condición, no un trastorno
Coincide con esta apreciación la Dra. Álvarez. “No debería hablarse de un trastorno, sino más bien de una forma de ser, de una gama de condiciones clínicas, haciendo hincapié en que éstas pueden variar en el tiempo. Un niño con dificultades en el lenguaje, que tiene muchas disfunciones sensoriales, psicomotrices, sociales, que es muy estructurado, puede evolucionar y llegar a ser un adolescente funcional si se le interviene tempranamente. Hoy, los niños con TEA van al colegio, los mayores estudian en la universidad, son profesionales, algunos tienen familia, hacen una vida normal. Las intervenciones no buscan cambiar a los niños, porque ellos son felices como son, sino ayudarlos con las dificultades que tienen y potenciar sus habilidades para que se adapten mejor al mundo”.
En cuanto a la farmacoterapia, la profesional es enfática. “Los niños no toman medicamentos porque tengan TEA, sólo se recetan cuando es necesario por sintomatología: niños que no duermen bien, que se autoagreden o agreden a otros o, cuando son más grandes, porque se ponen muy ansiosos o tienen trastornos del ánimo. Pero son cosas puntuales, no es que los necesiten a lo largo de toda su vida”.
Aclara también que es un trastorno del neurodesarrollo con el que se nace. “Uno le pregunta a la mamá si el niño la miraba cuando lo amamantaba, y la mayoría dice que no. Pareciera que esto se presenta después porque al año y medio hay una explosión en el desarrollo: los niños empiezan a balbucear, a caminar, interactuan más. Es entonces que los padres se dan cuenta que sus hijos no hacen lo mismo que otros niños”.
Los pacientes con TEA tienen distintas necesidades a lo largo de su vida, en las que se debe trabajar en pos de diferentes objetivos. “Al recibir el diagnóstico es vital que el niño acceda a una estimulación temprana, con fonoaudiólogos, terapeutas ocupacionales especializados en integración sensorial y educadoras diferenciales. Ojalá pudieran visitarlos todas las semanas, porque en esta etapa necesitan mucha ayuda con sus problemas de lenguaje, de psicomotricidad y en lo sensorial”.
Para cuando llegan a la edad escolar, necesitan psicopedagogo, educador diferencial y sicólogo, mientras que en la adolescencia, etapa en que, al igual que todos los jóvenes, tienen problemas encontrando su propia identidad, hay que reforzarlos con apoyo sicológico. “Necesitan un profesional que se enfoque en la parte emocional, que los ayude a interpretar el mundo, y a vivir este diagnóstico en positivo”.
Asimismo, dado su alto grado de rigidez mental, en la niñez es necesario implantarles una rutina, siempre anticipándoles cada actividad, pues es la inseguridad lo que los descompensa. “En los primeros años, usas la estructura para educar, para crear hábitos. No les cuesta porque son muy estructurados, por eso ordenan por tamaño o alinean sus juguetes. Si les rompres esa estructura, se angustian. Por la misma razón son muy selectivos para comer. Además tienen muchas disfunciones sensoriales, les molestan los ruidos, algunas texturas, algunos movimientos. Pero ya a los siete años, el objetivo es empezar a flexibilizar a los niños, que toleren pequeños cambios, variaciones en la rutina, para que ya en la adolescencia sean, ojalá, absolutamente flexibles”.
Según los estudios epidemiológicos realizados en los últimos 50 años, la prevalencia mundial de esta condición va en aumento. Si bien se desconoce su causa, se barajan razones genéticas, aunque también ambientales. “Incluso se cree que el hecho de que las mujeres sean madres a mayor edad podría estar dando pie a una vulnerabilidad genética que explicaría el aumento en los casos. Aunque también puede deberse, simplemente, a que ahora se diagnostican más”.
Hablando de Amor
En 2005, dos educadoras diferenciales decidieron abrir su propia escuela especial, ofreciendo educación y estimulación temprana a niños con discapacidad auditiva y trastornos de la comunicación. Le llamaron Háblame de Amor, haciendo eco del sello que le querían imprimir: el respeto por el niño y su familia.
Comenzaron con 32 alumnos, mayoritariamente con discapacidad auditiva. Hoy, su matrícula es de 70 niños, entre dos y seis años, distribuidos en 10 cursos, en jornada de mañana y tarde, de máximo ocho estudiantes. Uno solo de esos cursos, cuenta con niños con discapacidad auditiva; el resto es de niños con TEA.
Cada año, decenas de padres buscan matricular a sus hijos aquí. Vienen recomendados por especialistas y por otros padres, quienes les han contado que su enfoque “ecológico funcional”, que trabaja con el niño, su familia y el entorno, ha sido clave para su incorporación a colegios regulares. “Entendimos que no podíamos tratar sólo la condición del niño, sino que teníamos que verlo en un contexto, y que parte importante de eso era su familia: padres, hermanos, abuelos. Nos dimos cuenta de que si no incorporábamos a la familia a la educación de ese niño, no lograríamos los resultados esperados, pues en la casa debía reforzarse el aprendizaje”, señala la Jefe de Gabinete Técnico, Marianela Herrera.
Es por ello que comenzaron a efectuar múltiples actividades que involucraban a la familia, como los talleres que desarrollan durante el año orientados a cada miembro de la familia, siempre en conjunto con los niños. “Les contamos qué es el TEA, lo que significa esta condición, y cómo deben relacionarse con los pequeños. Les decimos que deben ser firmes, poner reglas, ser explícitos al hablarles, porque ellos son muy literales, pero, sobre todo, hacemos hincapié en que el niño puede lograr grandes cosas si es apoyado por todos”, sostiene la Directora, Maritza Rebolledo.
A estos talleres también incorporan a miembros más antiguos de la comunidad educativa, padres y abuelos que cuentan su experiencia y cómo han avanzado sus niños gracias al apoyo del Centro y de toda la familia, haciéndoles ver que es fundamental que se involucren en su educación. “Los papás nuevos vienen con pena, necesitan contención, pero después de escuchar los testimonios, se van llenos de esperanza”, cuentan Maritza.
El equipo de esta escuela gratuita está conformado por educadores diferenciales, terapeutas ocupacionales, fonoaudiólogos, sicólogos, profesores de educación física y técnicos en educación diferencial, que se mantienen en constante capacitación y actualización de sus conocimientos. Ellos se preocupan de apoyar a los niños en las tres áreas que muestran descendidas: interacción social, habilidades comunicativas y falta de flexibilidad mental.
Asimismo, de acuerdo a la normativa vigente, trabajan con el currículum común del Mineduc, es decir, con los contenidos establecidos para prekinder y kinder, preparando a los niños para integrarse a la educación regular, ya sea en escuelas especiales, donde sólo son derivados los casos más severos, o en colegios integrados.
También, siempre apoyados por apoderados antiguos, realizan talleres sobre cómo ayudar a los niños a dejar los pañales y otro orientado a los padres cuyos hijos dejan el “Háblame” para irse a colegios integrados. Incluso, efectúan uno para aquellos papás que esperan ingresar a sus pequeños a esta escuela. “En él les entregamos estrategias que pueden ir ya implementando, los orientamos respecto de cómo hablarles y cómo tratarlos. Se van con bastante tarea para la casa”, dice Marianela.
Son múltiples las actividades que realizan los niños, pero la que llena de orgullo a toda la comunidad educativa es su Feria Científica, que hace pocos días vivió su sexta versión. Si bien comenzaron haciéndola al interior del Háblame, ha crecido tanto que este año la efectuaron en la Plaza de Tribunales, en Concepción. Contó con la participación de 14 escuelas de la zona,”siete especiales y siete regulares”, y en ella los niños expusieron distintos experimentos científicos, junto a sus padres.
Los sacrificios de hoy son el éxito de mañana
Tanto Francisca como Yasmina han debido hacer muchos sacrificios para lograr el desarrollo de sus hijos. “Fran”, como hasta hace poco la llamaba Rubén, durante un año debió viajar a diario desde Cabrero para traerlo a la escuela, dejando con sus suegros a su hijo menor. “Podía transar muchas cosas, pero no su educación”, dice. Yasmina, por su parte, debió renunciar a su trabajo para dedicarse a tiempo completo al cuidado de sus hijos, llevándolos a distintas terapias y especialistas, todos de alto costo y que, al igual que los padres de Rubén, han debido asumir de forma particular.
Sin embargo, con sus niños ya insertos, o a punto de ingresar a colegios integrados, ambas madres ven hoy el futuro con optimismo. “No me interesan sus notas, sólo que sean felices y que se desarrollen al máximo. Sé que de la única manera que puedo aportar a esa felicidad es ayudándolos a ser más independientes, para que puedan enfrentar el mundo lo mejor preparados posible cuando nosotros ya no estemos”, dice Yasmina.
Francisca concuerda: “Ha sido un proceso difícil, pero también bonito, porque nos ha enseñado a disfrutar de las pequeñas cosas. Quiero que Rubén haga su vida, que experimente todo lo que pueda vivir, independizarse, formar familia, tener amigos. Sé que va a costar, pero estaremos ahí, a su lado, apoyándolo en lo que necesite”.