Los buenos parranderos tienen algo universal: es imposible odiarlos. Aportan las buenas tallas, son el alma de los festejos y saben reanimarte cuando estás con algún bajón. Saben tirar el chiste correcto en la cola del banco, en el estadio, y la sabiduría “de la vida” que seduce a la niña guapa. Son buenos para el baile, barajando cartas, y mientras dure el patacheo, es el tipo con el que todos quisieran estar.
Algo similar ocurre en las oficinas: muchas veces el más popular no es el más trabajólico o el empleado del mes, sino el Canitrot que invita al estadio o que desde el martes ya tiene listo el asado del viernes.
Pero en su contracara, a veces estos parranderos son verdaderos canallas traidores: no tienen problemas en endosarte la cuenta, meterte en problemas o no devolver los préstamos. Es que para el verdadero parrandero, la fiesta jamás termina, y todo lo que sea formalidad (incluyendo lealtades, puntualidad, fechas de cumpleaños o compromisos) pertenece al mundo de “los graves”. El problema se transforma en drama cuando Juan Boliche es un padre de familia, y los eternos embaucados son su esposa, sus amantes y sus propios hijos. La resaca es mucho más feroz, y trae consigo separaciones, hijas bulímicas, adultos-niños cínicos e inseguros, y la ausencia de parámetros sólidos. La familia debe ser el padre –y no quieren serlo- ya que el padre es un niño.
Esa es, precisamente, la historia que ofrece “Padre Nuestro”. Eduardo, alias “Caco” (Jaime Vadell) vive alejado hace rato de los suyos y se encuentra moribundo en una clínica de Viña del Mar. Su inminente muerte reúne a Carlos, su hijo mayor (un entrañable Luis Gnecco), su señora (la estrella argentina Cecilia Roth), su hija (Amparo Noguera), y el hermano menor (Francisco Pérez-Bannen). Su última voluntad (además de pegarse una buena farra) es ver a todos antes de morir, incluyendo a su dolida ex esposa (Gaby Hernández).
Como todo buen drama, “Padre Nuestro” mezcla a ratos el buen humor negro con una acertada elección de situaciones que mantienen un relato entretenido, aunque siempre con una tesis detrás: un padre es y será un padre, aunque sus errores recuerden las propias miserias personales. El elenco es soberbio, y a ratos parece esas viejas obras de situaciones del teatro Ictus. Tiene mucho del cine chileno de mejor cepa, y la actuación de Jaime Vadell confirma una trayectoria de cuatro décadas en el cine, tranquila pero sólida, de papeles íconos como el burgués altanero de “Tres tristes tigres” y el médico exitista de “Coronación”. También regala la correspondiente escena de gritos de Cecilia Roth y un gran final. Muy, muy buena.
Nicolás Sánchez