Sufren frío y hambre, pero les duele más la apatía de quienes pasan junto a ellos sin verlos. Están expuestos a la violencia, y a la indignidad de no poder acceder a algo tan básico como una ducha. Vagan por las calles y, peor aún, duermen en ellas, llevados por malas decisiones, quiebres familiares, adicciones. Y si bien hay personas y entidades que los ayudan, sueñan con más. Quieren reincorporarse a la sociedad, encaminar el rumbo, abandonar el desamparo, sanar sus heridas junto a sus seres queridos y volver a sentirse completos.
Por Cyntia Font de la Vall P.
Nuestra querida Mireya es un conocido personaje del centro de Concepción. No hay penquista que no tenga una historia con ella, y todos hemos escuchado más de una vez sobre sus actos de valentía y de generosidad sin límite. Hace poco cumplió 71 años, y muchos de ellos los ha vivido en la calle.
El “Papelucho” también es una figura reconocida en las inmediaciones de la laguna Las tres pascualas. A veces se ofrece a limpiar parabrisas, o pide alguna colaboración a los que visitan el supermercado. Quienes lo conocen dicen que se crió con sus tías, que tenía un buen pasar, y que desde niño andaba “bien pituquito y vestido de marcas”. Cuentan que se casó con una mujer muy linda, y que cuando se separó, cayó en depresión y se fue “por el mal camino”. Hace mucho que también vive en la calle.
La historia de estos dos entrañables personajes penquistas es la punta del iceberg de una dura realidad que se vive a diario a nuestro alrededor, y que los une al resto de las cerca de 17 mil personas en Chile que se estima viven “en situación de calle”. Un término que se refiere a quienes “carecen de residencia fija y pernoctan en lugares públicos o privados que no tienen las características básicas de una vivienda, aunque cumplan esa función”. También designa “a quienes de conformidad con una reconocida trayectoria de situación de calle reciben alojamiento temporal o por periodos significativos de instituciones que les brindan apoyo biopsicosocial”.
Pero la dimensión de su problema va más allá de no tener techo, tiene que ver con una realidad que habla de desprotección, carencias, exclusión y falta de redes significativas.
Intersectorialidad que salva vidas
Según datos de la seremi de Desarrollo Social y Familia (junio 2021), la Mireyita y el Papelucho serían parte de las 1.376 personas en situación de calle en la Región del Biobío, una cifra que mantienen actualizada gracias a la información recabada por los distintos municipios. (Sin embargo, debido a que ese número contabiliza solo a quienes están inscritos en el Registro Social de Hogares, existe una “cifra negra”, imposible de calcular, que contemplaría a quienes no son parte de ese catastro).
El seremi regional de Desarrollo Social y Familia, Alberto Moraga, explica que pensando en quienes viven en la calle su cartera despliega tres tipos de ayuda: una permanente, a través de hospederías, residencias, viviendas compartidas y viviendas con apoyo; una transitoria, con el Plan Protege Calle, que funciona en invierno, y la oferta de emergencia, o Código Azul, que opera en Los Ángeles cuando hay temperaturas bajo cero, o bajo 5 con lluvia.
“Durante todo el año desarrollamos un trabajo colaborativo con instituciones privadas y públicas, como las gobernaciones, Carabineros, el Hogar de Cristo, el Arzobispado, entre otras, pues sabemos que la intersectorialidad es clave para enfrentar el desafío de las personas en situación de calle”, detalla Moraga.
Estas acciones se refuerzan en la temporada de frío, sumando 16 albergues en distintos puntos de la Región; 4 Rutas Médicas, ejecutadas por los servicios de salud regionales, y 15 Rutas Sociales que se despliegan dos veces al día a través de los móviles de integración comunitaria de Carabineros, que reparten comida, kits de aseo y elementos de abrigo. “También aprovechan de verificar el estado de salud de las personas, a veces los trasladan a albergues y, en caso de que encuentren a alguien enfermo, a un centro hospitalario o alguna residencia sanitaria, según corresponda”.
El seremi afirma que del total de personas en situación de calle en Biobío, casi la mitad vive en la intercomuna Concepción- Talcahuano. Por ello, en esas comunas cuentan con seis albergues, y se despliegan dos Rutas Médicas, “esfuerzos que han permitido que hace varios años no tengamos que lamentar una muerte por frío en la calle”, sostiene.
La autoridad agrega que, gracias a los albergues, estarían llegando diariamente a 500 personas con prestaciones de techo, comida y cama. Sin embargo, se lamenta, hay quienes deciden no usarlos. “Podemos ofrecerles la opción, pero no obligarlos, pues parte de respetar su dignidad como personas es respetar su voluntad”.
Asimismo, serían cerca de mil los beneficiados con alguna prestación de su cartera, ejecutada por gobernaciones, municipios o servicios de salud, o por uno de los privados con los que están asociados para ese fin. “En materia de situación de calle, las alianzas no solo permiten lograr objetivos, también salvan vidas”, puntualiza.
El espíritu luchador de José
José Araneda (45) era muy joven cuando perdió a sus padres. Apenas había alcanzado a terminar su educación básica cuando se encontró sin un techo ni una familia que lo cobijara en su natal Ercilla. Cuenta que una mujer que lo conocía ofreció hospedarlo, y que con ella y su familia vivió un par de años. Sin embargo, los constantes roces con la hija de la mujer terminaron obligándolo a marcharse para buscar una nueva vida. “De ahí en adelante, debí lucharla solo”, afirma.
Así, solo con unas pocas cosas y el dinero para el pasaje, se subió a un bus con rumbo a Santiago, donde consiguió trabajo. “Partí haciendo aseo; después fui copero, garzón y me emplearon en grandes hoteles, de cinco estrellas, pero la plata se me iba rápido porque la gastaba en carrete”.
No sabe cómo, pero terminó trabajando en un topless, y aunque “las chiquillas eran muy buenas y lo pasaba harto bien ahí”, ese vivir de noche comenzó a pasarle la cuenta. Sus horarios se trastocaron, su salud se resintió, y las “malas juntas” lo sumieron en adicciones: “Ya no solo tomaba, empecé a fumar pasta”, relata.
También sufrió algunas desilusiones amorosas, y tras pelear con su última pareja, que lo echó de la casa, se vio por primera vez obligado a dormir en la calle. “Fue fuerte. Tenía miedo de que algo me pasara, porque era un sector complicado en La Pintana. Para dormir buscaba sitios eriazos, y me acostaba en alguna manta que me prestaban los que me conocían. En el día, aunque ‘la pasta me pedía’, prefería alimentarme, así que iba a las ferias a buscar qué comer, o pedía plata, porque uno siempre se las ingenia para sobrevivir”.
Estuvo así casi seis meses, pero su espíritu luchador lo hizo alejarse por un tiempo del ambiente nocturno y las adicciones y, convidado por un amigo, llegó a Concepción, a la hospedería del Hogar de Cristo. “Me puse a trabajar en áreas verdes. Después, en un restaurante del centro, y luego en el Hospital Regional. Cada mañana salía a trabajar y en la noche volvía a dormir a la hospedería”.
Luego se fue a la residencia Roberto Paz, de la corporación Catim, donde le dieron la posibilidad de estudiar Gastronomía en Infocap. Estaba feliz, porque siempre le gustó cocinar, pero dice que un día le pidieron abandonar la casa. No cuenta el por qué.
De vuelta en la calle, decidió dejar de estudiar, porque “no podía llegar todo sucio a las clases, dando un mal ejemplo(…) Siempre he creído que a uno deben verlo bien y no andar dando lástima. Es por eso que a pesar de lo que me ha tocado pasar, nunca me he echado a morir, y aunque me cuesten las cosas, siempre salgo adelante”, dice con orgullo.
Cuidado 24/7
José siguió en las calles un buen tiempo más, y aunque no logra establecer con claridad las fechas de algunos hechos de su vida, está seguro de que estaba viviendo en una carpa en el parque Ecuador cuando partió la pandemia. El frío de junio, y un temporal que le hizo temer que su débil vivienda saliera volando, lo llevaron a buscar cupo en algún albergue, y tras estar en otros dos, regresó a la hospedería del Hogar de Cristo, donde hasta hoy pasa buena parte de sus días.
Y es que a raíz de la crisis sanitaria, en 2020 las autoridades instruyeron a residencias y albergues para que transitaran de un servicio nocturno a uno 24/7, para disminuir la posibilidad de contagio de sus participantes.
Así lo señala Daniela Sánchez, jefa de Operación Social Territorial del Hogar de Cristo, quien afirma que con la llegada de la pandemia debieron reorganizar sus operaciones y que, aunque tanto trabajadores como usuarios se vieron afectados por las restricciones de movilidad, los programas residenciales, como la hospedería y la casa de acogida, siguieron funcionando. “Nunca paramos esas intervenciones, porque sabemos que la población que atendemos es muy vulnerable, y más aún frente a la pandemia”.
Dice que no obligaron a nadie a quedarse, sino que les extendieron la invitación a todos, diciéndoles que era la forma más efectiva de cuidarlos.
“Nos alegró que la mayoría aceptara, porque muchos han vivido 5, 10 o más años en la calle y tienen enfermedades de base. Entonces, sabíamos que si se contagiaban, era probable que se agravaran o fallecieran”.
La medida implicó un gran desafío económico, pues pasaron de brindar desayuno y cena, a ofrecer tres comidas, más colaciones. También debieron hacerse cargo de proveer los elementos de protección personal necesarios y hacer sanitizaciones regulares, y ampliar la oferta de actividades del día para los participantes del programa. “El Estado y también privados nos han ayudado con mascarillas, guantes, alcohol gel, pero la alimentación ha sido financiada exclusivamente con los aportes de los socios del Hogar de Cristo”, detalla la directiva.
Un brote en la Hospedería
El esfuerzo extra permitió que durante 2020 en ninguno de los programas del Hogar de Cristo en la Región se registraran brotes de Covid-19. Sin embargo, el relajo de 2021, que generó una fuerte alza de casos tras las vacaciones de verano, golpeó a la Hospedería. Pero gracias a que la mayoría de sus usuarios ya tenía la primera dosis de la vacuna (y algunos, ambas), la situación no escaló.
Virginia Fierro, encargada del programa Hospedería, relata que desde 2020 ya habían adaptado la casa a los nuevos requerimientos sanitarios, disminuido los aforos en los distintos espacios, generado sectores de aislamiento y coordinado protocolos en caso de presentarse algún contagio. “Cuando se dio el brote ya estábamos en modalidad abierta, con los ‘chiquillos’ entrando y saliendo a diario. Cuando el primer usuario presentó síntomas, lo aislamos y se le aplicó un PCR, y cuando dio positivo, se lo realizamos a los demás. Fueron 23 los trasladados a residencias sanitarias por ser contactos estrechos, 17 dieron positivo pero, afortunadamente, ninguno se agravó ni falleció”, detalla.
Tras el brote, las barreras sanitarias de ingreso a la Hospedería se hicieron más rigurosas, contemplando hasta hoy medición de temperatura, uso de alcohol gel, cambio de mascarilla, preguntas sobre síntomas asociados al Covid-19 o a haber tenido contacto con un contagiado, y la firma de una declaración al respecto. Pero, sobre todo, se han preocupado de llevar a cabo un fuerte trabajo de concientización de la responsabilidad individual de cada uno de cuidarse.
El lado bonito del encierro
Ambas directivas destacan que los meses de confinamiento en la Hospedería pusieron a prueba la salud mental de sus usuarios, acostumbrados a deambular libremente por la ciudad. Sin embargo, dicen, el lado positivo es que permitió a muchos vivir procesos de transformación que no habrían sido posibles estando en la calle.
“Algunos han experimentado reducción del consumo de alcohol u otras sustancias, otros han retomado el vínculo con su familia, y muchos han logrado estar más conscientes de su vida y de lo que quieren hacer. Algunos quieren tratar de reincorporarse a la sociedad, estudiar, trabajar, o han empezado a ahorrar, porque han podido gestionar los beneficios del estado”, relata Daniela Sánchez.
Así le pasó a José, quien afirma que este es el mejor año de su vida, porque está cumpliendo un sueño que siempre tuvo: “sacar mi enseñanza media”.
Y aunque a veces se le dificulta el uso del celular, porque está siguiendo sus clases de forma online, ya aprobó primero medio con un 6.3.
“Tuvo que pasar esto para poder centrarme, y estar aquí, para sentar cabeza. Ahora solo quiero terminar mis estudios, buscar un trabajo y ahorrar para mi casa (…) Hay que ser fuerte para vivir en la calle, y yo lo logré, pero no quiero seguir así, porque es doloroso pasar hambre y frío, y ver que la gente te mira mal, sin pensar que esto le puede pasar a cualquiera”.
Realidad multicausal
Sobre esa sensación de invisibilidad habla el psiquiatra Vicente Aliste, quien afirma que “el sentirse invisible duele, sobre todo a aquel cuya autoestima es baja por vivir en condiciones precarias, y que siente que lo único que aún tiene es su dignidad”.
Añade que el vivir en situación de calle no responde solo a una causa, sino que ella puede ser de origen estructural, como condiciones de riesgo social, económico y familiar, o por razones biográficas, que dicen relación con traumas vitales de infancia, disfunciones parentales, historias de pérdida, muerte o abandono, patologías mentales o dependencia de drogas.
Sea cual sea la causa, el Dr. Aliste enfatiza que -dado su estado de vulnerabilidad y profundo daño psicosocial- al conversar con una persona en situación de calle debemos aproximarnos a ella desde el respeto, desde nuestra condición de humanidad, y olvidando los prejuicios y estereotipos. “Existe el mito de que se trata de individuos agresivos, con conductas amenazantes, o personas que realizan acciones reñidas con la ley”. Sin embargo, dice, la realidad nos muestra a seres frágiles, dañados, indefensos, invisibilizados por una sociedad exitista, y que están en condición de calle por razones profundamente humanas: conflictos familiares, problemas de adicción, crisis económicas o malas decisiones.
“Sus historias nos hablan de carencias, de abandonos, de maltratos, de violencia. No tienen techo ni alimento pero, más que nada, están ahí porque no cuentan con una red de contención que los socorra”, sostiene.
Nuevas caras del centro penquista
Desde la seremi de Desarrollo Social y Familia afirman que no han evidenciado un incremento significativo en la cantidad de personas en situación de calle en la Región, pero reconocen que han aparecido nuevos rostros. Se trata de los migrantes, mayoritariamente venezolanos, que pueden verse en varios sectores del Gran Concepción, vendiendo dulces o pidiendo alguna colaboración.
En esto último encontramos en calle Aníbal Pinto a la familia conformada por Jesús, Alina, y sus dos pequeños niños. Dicen que están en Chile desde 2020, y en Concepción, de principios de este año.
Son amables, pero recelosos de dar detalles de cómo llegaron, o de dónde están viviendo. Solo dicen que se están quedando con amigos, y que hacen esto para ayudar con los gastos de la casa.
Ellos son parte de las sucesivas olas migratorias que han llegado al país en el último tiempo y que, según el reciente informe entregado por el Instituto Nacional de Estadísticas y el Servicio Nacional de Migraciones, tienen a su comunidad como la más numerosa, con el 30,7% del total de extranjeros residentes en nuestro territorio. Y eso sin contar a aquellos que han ingresado por pasos no autorizados.
“Esa situación, y su constante movimiento de una ciudad a otra, hace difícil identificarlos y cuantificarlos con precisión, o tener información clara de qué ayuda necesitan. Por ello, el llamado a la comunidad migrante es a acercarse a la oficina de Extranjería y regularizar su situación”, dice el seremi Alberto Moraga.
El mismo llamado hace la colombiana Viviana Yepes, presidenta de la organización Amigos Migrantes sin Fronteras: “Existe el mito de que si van a la policía a autodenunciarse, o sea, a decir que entraron a Chile por un paso no autorizado, los van a echar del país, pero deben seguir el proceso establecido, que no necesariamente termina con la expulsión. Además, si no regularizan su situación, no pueden acceder, por ejemplo, a los beneficios que en este periodo está entregando el Estado”.
Viviana aclara, en todo caso, que aunque no lo hagan igual tienen derecho a atención de salud, y sus niños, a educación, porque la condición migratoria no es impedimento para acceder a esas prestaciones.
Dice que desde su organización ayudan en lo que pueden, pero que están preocupados por el permanente arribo de más y más migrantes venezolanos, muchos de los cuales están llegando sin nada. “Por el camino se van deshaciendo de lo que traen, porque el peso no los deja caminar. A veces, solo tienen el par de zapatos y la ropa que traen puesta, y nada más”.
Y si bien no maneja cifras de cuántos venezolanos están en condiciones precarias en Concepción, duda que estén durmiendo en la calle. “De día piden ayuda o venden golosinas, y creemos que con ese dinero libran económicamente el valor diario de una pensión, porque no hemos recibido ninguna solicitud de ayuda para familias que estén durmiendo en la calle”, puntualiza.
La “señora” del Ester Roa
Un rápido recorrido por las calles de Concepción revela que las personas en situación de calle ya no solo se ubican en los lugares habituales: cerca del Hospital Regional, la plaza de la Independencia o la Vega Monumental. Ahora también pueden observarse improvisadas carpas y rucos en el terminal de buses Collao o afuera del Ester Roa Rebolledo.
Es ahí donde encontramos a una mujer que ofrece contarnos sus vivencias por una pequeña colaboración, afirmando que su historia lo vale, porque no tiene parangón con ninguna de quienes viven allí. Pero, nos advierte, “sin nombre ni fotografías”.
Su narración parte con el dato de que es ingeniera de ejecución en Computación, información que acredita mostrando el reverso de su carnet. Dice que lleva más de 8 meses en la calle, y que antes de esto “tenía un muy buen pasar, poder adquisitivo, vehículos” y que viajó por todos lados. También cuenta que tenía “una hermosa familia, cuatro hijos, nietos, y que estaba casada con el hombre más maravilloso que puede existir, el mejor padre, el mejor abuelo, que creo que aún me recibiría si yo volviera”, dice con los ojos llenos de lágrimas.
Rápidamente se recupera, y continúa su relato. “Llegué aquí por amor, porque me enamoré de un hombre más joven, y lo perdí todo. Él también era profesional, le iba bien: ya tampoco tiene nada. Fue él quien me metió en las drogas, y conocí todas las habidas y por haber, hasta terminar en lo más paupérrimo, porque al principio era whisky y cocaína, pero al final era solo vino y pasta base”.
Dice que ha aprendido a ser “la mujer más atorrante que pisa la Tierra, grosera para defenderme, porque es peligroso vivir en la calle, pero siempre mantengo la educación si no me faltan el respeto”. Gracias a eso se habría ganado que la llamen “señora”, y el trato deferente de los locatarios y vecinos del sector.
Es difícil saber cuánto de cierto hay en su historia, aunque su forma de hablar y su vocabulario dan cuenta de que no siempre ha vivido en la calle. También las lágrimas que afloran en sus ojos cada vez que menciona a sus hijos y a su familia revelan lo mucho que los extraña, y cuánto se arrepiente del dolor que les ha provocado.
“Ya llevo 4 meses y 22 días sin consumir ninguna droga, aunque igual tomo, porque necesito una de las dos cosas para que la vida se haga más liviana. Pero debo ser responsable y esperar mínimo seis meses antes de volver con mis hijos, porque ya se los hice una vez: volví, todos felices y después me fui de nuevo… Los extraño, sin ellos me siento incompleta, pero no podría hacerles eso otra vez”.
También reconoce que quizás no vuelve porque quedarse es una forma de pagar sus culpas, “porque cuando una la embarra, tiene que saber pagar el precio”.
Además, dice bromeando, “¿para qué me voy a ir? Aquí Carabineros me trae el desayuno todos los días, y después otras cositas en la tarde(…)”. Pero acto seguido reconoce: “La verdad es que es triste estar en la calle, donde cosas tan normales como una ducha se vuelven inalcanzables”.
Al finalizar la conversación dice que lo que más miedo le da es envejecer en la calle. Esboza una sonrisa, y dice bien fuerte, como para autoconvencerse: “Pero no me lo voy a permitir. De aquí a un par de meses, voy a volver con mis hijos”.
Una Casen en pandemia
Hace poco se conocieron los resultados de la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (Casen) 2020, que revelaron que por primera vez en casi dos décadas, los niveles de pobreza en Chile aumentaron, pasando del 8,6% (2017) a un 10,8%. Una cifra que estaría fuertemente influenciada por los efectos de la pandemia.
En simple, significa que pasamos de tener 1 millón 500 mil personas bajo la línea de la pobreza a tener 2 millones 112 mil, mientras que la población en extrema pobreza se duplicó, pasando de 412 mil a 831 mil. Eso es quizás lo más grave, entendiendo que en esta condición están aquellos que no logran cubrir necesidades básicas, como la alimentación. De ahí, el incremento de quienes viven en situación de calle, porque si no tienen para alimentarse, menos pueden pagar un techo.
Y si bien la crisis económica afectó a todos, impactó de manera distinta a los diferentes grupos, siendo los de bajos ingresos los más golpeados, generando una profundización de la desigualdad. Así lo mostraron los resultados de la Casen, que mostraron una crisis de ingresos del trabajo sin precedente y transversal, aunque focalizada en los más vulnerables.
Sin embargo, dicen los expertos, el panorama podría haber sido peor sin los subsidios del gobierno, o si la Casen 2020, que por la pandemia consideró solo la pobreza por ingresos, hubiese medido la pobreza multidimensional, asociada a aspectos como educación, salud o vivienda. Con esos indicadores, los números podrían haber revelado una realidad más devastadora.
En la Región, en tanto, las cifras de pobreza aumentaron de 12,3 a 13,2%, ubicándonos por sobre el promedio nacional, repitiendo lo ocurrido en la encuesta de 2017, cuando el promedio nacional fue de 8,6%, frente al 12,3 de Biobío.
Más preocupante es el indicador de extrema pobreza en la Región, que subió de 3,7 a 5,1%.
“Las cifras eran esperables, dada la importancia del factor ‘empleo’. Y tras la crisis social de 2019, y la pandemia que partió en 2020 (cuando se hizo la Casen) anticipábamos este posible escenario”, dicen desde la Seremi de Desarrollo Social y Familia.
Añaden que desde el año pasado se encuentran trabajando con planes transversales, que apuntan a la protección de los ingresos familiares; la inyección de liquidez a las pequeñas y medianas empresas, motor del empleo en Chile, y la protección del empleo.
“Pero para reactivar la economía, lo primero es continuar cuidándonos. Eso permitirá seguir abriendo el comercio, lo que generará más oferta de trabajo. Y sabemos que la mejor ayuda es tener un trabajo estable”.