Dr. Jorge Maluenda Albornoz Psicólogo Educacional Facultad de Ingeniería UdeC
Durante las últimas semanas, el dilema sobre el uso de los teléfonos inteligentes en los colegios ha acaparado la opinión pública y ha generado importantes reacciones tanto en los padres, como desde las instituciones educativas y, por cierto, de formadores de opinión pública.
La mirada que predomina parece ser la de la unánime opinión sobre la prohibición en el uso de dichos aparatos durante la actividad académica y en los espacios de receso, socialización y recreo, lo que a mi parecer es una posición apresurada, y más una reacción que una posición que surja del análisis crítico, reflexivo y detallado.
¿Sería posible una mirada diferente? Quisiera plantear 4 argumentos que podrían defender con fuerza el uso de smartphones durante el proceso educativo.
En primer lugar, es importante indicar que la tendencia global en educación es acercar a los estudiantes a la tecnología. Hoy, escuelas y universidades buscan que sus alumnos se apropien de los recursos tecnológicos, para hacer de ellos un uso productivo que les permita enfrentar los desafíos de la sociedad 4.0, los que son -por naturaleza- complejos, dinámicos e interconectados, concibiéndose a las tecnologías como importantes herramientas para potenciar las habilidades de los seres humanos de cara a mejores soluciones.
Segundo, es un hecho que las TIC’s llegaron para quedarse. Son potentes herramientas que seguirán desarrollándose y que los estudiantes, sin duda, continuarán utilizando. Aún más, el mundo laboral exige crecientemente que las personas tengan habilidades de orden superior y usen las tecnologías para apalancar dichos procesos, aumentando así la prolijidad y calidad del trabajo. Asimismo, el uso de Internet y de softwares de búsqueda, procesamiento y análisis de datos son casi un requisito fundamental para la eficiencia.
En tercer lugar, los diseñadores de tecnología están hoy principalmente enfocados en producir herramientas que amplíen nuestras capacidades y nos permitan aprovechar mejor nuestro tiempo. Además, y de modo similar a como ocurrió en la revolución industrial, la revolución tecnológica obliga al ser humano a abandonar las labores simples y rutinarias para enfocarse en aquellos procesos que la tecnología aún no puede resolver, conminando al trabajo humano a elevarse hacia mayores niveles de complejidad.
Finalmente, existe investigación de buena calidad que muestra los efectos nocivos del uso de smartphones en niños y adolescentes, a la que refieren quienes defienden su prohibición. Sin embargo, es importante considerar que dichos efectos negativos no son por su mera utilización, sino por su uso intensivo, irrestricto y falto de autorregulación. Es más, existe otro buen grupo de investigaciones que muestra efectos virtuosos cuando se utiliza con propósitos y criterios bien definidos.
“La respuesta no es alejar a los estudiantes del potencial, poder y contribución de las tecnologías, sino cambiar nuestra forma de mirarlas, pasando de percibirlas como una amenaza a apreciar la enorme oportunidad que involucran”.
Dicho esto, es razonable preguntarse: ¿El problema son los aparatos tecnológicos, o la alfabetización tecnológica de nuestros niños y adolescentes?
Asumiendo la impopularidad de esta reflexión creo que la “ventolera” que se ha generado es una respuesta visceral. El problema principal, a mi juicio, no es la presencia de la tecnología en el proceso educativo, sino cómo educamos a niños y jóvenes para hacer un uso razonable y provechoso de ella.
La respuesta no es alejar a los estudiantes del potencial, poder y contribución de las tecnologías, sino cambiar nuestra forma de mirarlas, pasando de percibirlas como una amenaza a apreciar la enorme oportunidad que involucran. Y es que hoy los chicos llevan en su bolsillo un aparato con un poder equivalente al que tenía la misión Apolo que llegó a la Luna. Solo falta desarrollar su habilidad para aprovechar esa capacidad y “elevar” el propósito con que se usa. Esto, sin contar con la forma en que nuestro sistema social y educativo se articula frente a estas herramientas.
Creo que la respuesta más sensata es pensar cómo, en nuestro rol de padres, educadores y diseñadores de política pública, pensamos espacios educativos para que los chicos no sean esclavos del atractivo, la forma intuitiva y los procesos psicosociales que gatillan los smartphones. Necesitamos ayudarlos a ser agentes activos que expriman el poder y la capacidad de que disponen – lo que, por cierto, es un privilegio histórico que las generaciones anteriores no tuvieron- e instarlos a aprender (y también nosotros, los adultos) sobre el autogobierno y autorregulación frente a su uso razonable.
La posición negativa que algunos se plantean sobre este tema se parece mucho a la que se tiene sobre la educación sexual o el consumo recreativo de drogas, pero tapar el sol con un dedo no va a resolver el problema. La solución es asumir nuestra responsabilidad sobre nuestro propio desarrollo, como personas y como sociedad.