Profesor Andrés Medina A.
Licenciatura en Historia UCSC.
En la región del Biobío existen poblados que con el paso de los años han ido quedando suspendidos en el tiempo y desfasados de los circuitos de modernidad, fenómeno que representa una sensible pérdida en el vital fortalecimiento de una identidad regional, capaz de enfrentar el desafío siempre agresivo del centralismo.
Un buen ejemplo de ese anclaje al pasado es Rere, pueblo que tuvo una importante presencia en el periodo de la Colonia pero que, con el correr de los años, fue perdiendo lentamente el protagonismo que otrora alcanzara en materia educacional y económica. Lo único que logró perdurar fueron algunas tradiciones de su folklore, expresadas en la narración de diferentes hechos asombrosos que, con el paso del tiempo, se convirtieron en leyendas, y que han conseguido mantenerse hasta la actualidad.
A lo largo de su existencia, esta villa colonial ubicada en la comuna de Yumbel, a 70 kilómetros de la capital regional, ha tenido distintos nombres: Buena Esperanza de Rere o de Rozas, La Estancia del Rey, Huilqilemu (bosque de zorzales) y San Luis Gonzaga de Rere, entre otros. Rere es el término que se repite en dichas denominaciones, palabra que en lengua mapuche significa pájaro carpintero, especie que antes abundaba en el área.
Desde el siglo XVI, varios fuertes se construyeron en Rere, por tratarse de una zona de frontera y de guerra. El asentamiento se consolidó también como lugar de actividad agrícola y ganadera, mientras que la Compañía de Jesús realizó allí una potente tarea evangelizadora entre la población indígena existente.
A fines del siglo XVIII una nueva actividad se sumó a las ya tradicionales, cuando un minero de apellido Matamala hizo un asombroso descubrimiento en las arenas del río que fluía en su fundo: una gran pepita de oro. El hallazgo incorporó a Rere -junto a Quilacoya- en la llamada Ruta del Oro, y atrajo a la zona a numerosos aventureros, sedientos de encontrar fortuna en el lavado de las arenas del estero local, una actividad que se fortaleció a fines del siglo XIX, al descubrirse nuevas vetas de oro.
La prosperidad minera llevó a que un grupo de vecinos formaran una sociedad anónima que creó el Banco de Rere. en 1889, demostrando con ello la pujanza de su economía. Esa época de esplendor se reflejó también en el hoy patrimonio histórico de la ciudad, en el que ocupan un lugar importante tres campanas que han pasado a ser un símbolo de la localidad.
La narración histórica señala que fue en 1720, por encargo de los religiosos jesuitas de la Misión de Buena Esperanza, que Dionisio Rico de Rueda construyó dichas campanas, utilizando para ello el material obtenido al fundir aleaciones de materiales preciosos, entre los que destacaba el oro, muestra de la riqueza aurífera de Rere.
En el conjunto sobresale su campana mayor, que pesa alrededor de mil 200 kilos y que estaría conformada por una aleación de bronce, plata y oro. Dice la leyenda que su tañido se podía escuchar a 20 kilómetros a la redonda, distancia que hoy en día -debido a las plantaciones de bosques- habría disminuido a solo seis mil metros. La campana se mantiene en uso hasta hoy, siendo la señal de alarma para los vecinos ante cualquier emergencia en el pueblo.
Fue justamente el sonido de la campana mayor y la extensión que alcanzaba, lo que llevó al obispado de Concepción a ordenar, en más de una ocasión, su traslado a la capital provincial, una tarea que nunca pudo concretarse. Sin importar cuántas yuntas de bueyes se utilizaron, no fueron capaces de mover la campana para sacarla de Rere, hecho que dio origen a leyendas que hablaban de una fuerza divina que impedía su traslado. Asimismo, hay historias que detallan que en el siglo XVIII las campanas habrían repicado solas para avisar un ataque de indígenas al pueblo, fenómeno que se habría repetido en el siglo siguiente para avisar el ataque del guerrillero Ferrebú, en la llamada “guerra a muerte”.
Estas y otras tradiciones que rodean la existencia de Rere son en su mayoría desconocidas para la población regional, lo que nos plantea el desafío cultural de entregar a través de la educación sistemática y el desarrollo de actividades turísticas históricas los fundamentos identitarios que permitan a las nuevas generaciones asumir con propiedad las riquezas patrimoniales que forman parte de su entorno social.