Mendocino de nacimiento y penquista por adopción, este abogado inteligente, astuto y visionario, supo pavimentar el camino para el nacimiento de la República de Chile. Historiadores, conscientes de la importancia de su legado, proponen que Concepción devuelva al héroe al sitial que se merece, y que se hagan los esfuerzos por “repatriar” sus restos a la ciudad que lo vio florecer.
Una calle opaca e irrelevante. Un modesto y muy antiguo club social del centro penquista. Una escultura de bronce en el Parque Ecuador, con un señor con el brazo en alto que, aunque imponente, poco y nada dice a trotadores matutinos, jardineros municipales y parejas de escolares que se besuquean a sus pies.
Esos tres son de los pocos “hitos” que recuerdan en Concepción a quien fuera uno de sus próceres más insignes: Juan Martínez de Rozas, miembro de la Primera Junta Nacional de Gobierno. Ideólogo de la Independencia. Ilustre desconocido.
A sólo dos años de la celebración del Bicentenario de la nación, y en tiempos en que proliferan con inusitado éxito documentales, mini-series y biografías de los más “taquilleros” héroes patrios, éste mendocino de nacimiento y penquista por adopción, no figura ni por asomo en ningún ranking y, menos aún, en alguna trasnochada polémica entre comunicólogos e historiadores.
Sin embargo, en los últimos años han comenzado a oírse voces que, a la luz de nuevas investigaciones y de la revisión de los textos clásicos, promueven una revalorización del aporte de Juan Martínez de Rozas, un hombre cuyo manejo político y astucia resultaron claves para la transformación de Chile en un país libre y que, desde Concepción, pavimentó el camino a la Independencia.
Penquista por adopción
Juan Inocencio Martínez de Rozas y Correas -o sólo “Rozas”, como él prefería que lo llamaran- nació en Mendoza el “día de los inocentes” de 1758, cuando esta ciudad aún pertenecía a Chile. Fue el noveno de 11 hermanos. En 1770 se trasladó a Santiago para completar sus estudios superiores en la Real Universidad de San Felipe, donde se recibió de abogado en 1784. En esa misma casa de estudios se desempeñó como docente de filosofía.
Algunos biógrafos lo consideran uno de los primeros lectores hispanoamericanos de los autores de la Ilustración, quienes -deducen- habrían instalado en él el germen de la Independencia, en tiempos en que la sola idea podía castigarse con la cárcel y el destierro. Junto a otros legos enciclopedistas, como su amigo José Antonio Rojas y su hermano mayor Ramón Martínez de Rozas, comenzaron a discutir, en círculos muy privados, la visión de un país independiente, libre para comerciar directamente con cualquier país. René Louvel, dentista e investigador penquista, asegura que Denis Rocuant, un médico galo avecindado en Concepción, dio clases particulares de francés a Rozas, y que en el intertanto le habría facilitado varias obras de Rousseau “traducidas directamente del original por él”.
Incubando silenciosamente las ideas iluministas, Rozas aceptó su primer trabajo público, como asesor letrado del intendente de Concepción, Ambrosio O’Higgins, quien más tarde llegaría a ser Gobernador de Chile y luego Virrey del Perú. Cuando Rozas viajaba desde Santiago a tomar posesión del cargo, hizo escala en Talca, y se quedó una noche en casa de Juan Albano, un gran amigo del intendente. Cuenta Alejandro Mihovilovich, director de la Galería de la Historia y director subrogante de la Biblioteca Municipal penquista, que esa noche, por esas cosas del destino, se cruzó por primera vez en su camino el pequeño Bernardo, un niño de 9 años encargado a los cuidados del dueño de casa, que resultó ser hijo ilegítimo del intendente. “Albano le pidió a Rozas que hiciera ver a don Ambrosio que debía preocuparse por su hijo, al que tenía botado a la buena de Dios. En ese momento, Bernardo se dio cuenta, tal vez por primera vez, que sólo era una molestia para su padre”, comenta. Ya en Concepción, Rozas transmitió el mensaje, y los hechos indican que comenzó a preocuparse un poco más por su hijo, al menos en lo relativo a darle una buena educación.
Muy rápido, Rozas se ganó la confianza del intendente gracias a su inteligencia y perfil ejecutivo, a tal punto que durante casi todo un año le correspondió subrogar a don Ambrosio. También asumió labores de orden público, haciéndose cargo del combate a la delincuencia, que por esos años asolaba a la ciudad.
Tanto se hizo notar el joven abogado que captó la atención de María de las Nieves Urrutia y Manzano, la joven más pretendida de la ciudad. Y no sólo por su reconocida belleza, sino principalmente por la inmensa fortuna de su padre, José Urrutia de Mendiburu, el segundo hombre más rico del reino. El mismo empresario vasco que a mediados de siglo había abierto una interesante red de negocios con Perú, sin intermediarios, y que había propuesto una ruta comercial directa entre Talcahuano y Filipinas. Un enemigo acérrimo del centralismo que imponían Santiago y el Virreinato, que logró transmitir sus ideas “rupturistas” a su futuro yerno.
En 1795, Rozas contrajo matrimonio con doña Nieves y aseguró su futuro, ingresando al poderoso clan de los Urrutia. Tal vez por ello se quedó un tiempo más en Concepción cuando don Ambrosio asumió como Gobernador de Chile, a diferencia de su hermano Ramón, que se fue con él a Santiago y posteriormente a Lima, cuando la corona nombró Virrey al viejo irlandés.
En 1796, nuevamente le ofrecieron el cargo de asesor en Santiago, esta vez del nuevo gobernador Gabriel de Avilés, puesto que ocupó hasta 1800. Concluida esta función, retornó a Concepción para retomar su antiguo cargo. Pero, a su regreso, se encontró con el rechazo del nuevo intendente, Luis de Álava, quien estaba receloso, por un lado, del liderazgo de su subordinado, y por otro, de sus sospechosas redes de influencia. A Rozas no le quedó otra opción que dar un paso al costado.
Su ingreso a las ligas mayores de la política llegaría en 1808, con la muerte del gobernador Muñoz de Guzmán. Ocasión en que, de paso, aprovecharía de vengarse de Álava.
Rozas al poder
Tras la muerte del gobernador, el Intendente Luis de Álava creyó tener el derecho, asumir el gobierno, y así se lo hizo ver a la Real Audiencia. Pero Rozas actuó con astucia, y persuadió a su amigo, el brigadier penquista Francisco García Carrasco, de que era el militar con mayor derecho a asumir la gobernación de Chile. Con el apoyo de la oficialidad, la Real Audiencia no tuvo más alternativa que entregarle el poder. Una vez asumido el cargo, García lo nombró su asesor y se lo llevó a Santiago, desplazando del puesto al marido de doña Javiera Carrera, ganándose así la antipatía de esta familia santiaguina.
Como en la práctica, el brigadier carecía de todo sentido político y administrativo -para qué hablar de su falta de roce con la aristocracia capitalina, que lo consideraba “simplón y vulgar”-, terminó delegando buena parte de la función administrativa en manos de Martinez de Rozas.
A juicio de Sergio Carrasco, Decano de Derecho de la Universidad de Concepción, desde ese lugar de gran cercanía al poder, el mendocino preparó silenciosamente las bases de una futura autonomía política, aprovechando la invasión de Napoleón a España y la cautividad del rey Fernando VII. El contexto era propicio para que Rozas sembrara sus ideas libertarias, y así lo hizo, con su habilidad característica.
El confuso incidente del barco contrabandista “Scorpion” puso en tela de juicio a García Carrasco y a su hombre fuerte, y Rozas volvió a retirarse momentáneamente de la escena política, volviendo una vez más a Concepción. De vuelta a casa, el abogado comenzó a organizar reuniones secretas, para difundir su visión independentista.
La partida de su principal consejero marcó el comienzo del fin para el brigadier, quien en 1809 se vio obligado a renunciar, presionado por el cabildo de Santiago. Asume entonces el poder Mateo de Toro y Zambrano, “el Conde de la Conquista”, un anciano terrateniente que, presionado por los vecinos de la capital, convoca a la Primera Junta Nacional de Gobierno el 18 de septiembre de 1810, a la que Martinez de Rozas es convocado en calidad de vocal.
La caída
A juicio de Mihovilovich, es en este órgano donde Rozas descolla como verdadero poder fáctico, teniendo como único contrapeso real a Enrique Rosales, representante de la aristocracia capitalina y miembro del clan Larraín, el grupo de “Los Ochocientos”. Desde esa posición, el abogado gestionó la partida de la “División Auxiliadora”, un contingente de 300 soldados a cargo del capitán Manuel Bulnes Quevedo, que fue enviado desde Concepción en ayuda de los juntistas argentinos.
Después de establecer libertad de comercio, la Junta llamó a elecciones de un Congreso Nacional. En el intertanto, tuvo lugar el motín de teniente español Tomás de Figueroa, militar que había contado con la confianza del abogado penquista. Después de varias escaramuzas, Figueroa se refugió en el Convento de Santo Domingo. Haciendo caso omiso del asilo religioso, Rozas actuó con sangre fría y ordenó que lo sacaran por la fuerza: sus hombres lo encontraron escondiéndose bajo una cama.
“Rozas sabía que la Real Audiencia apoyaba a Figueroa y que si lo enviaban ante ella, iba a ser absuelto. Por eso optó por la política de hechos consumados: le hizo un juicio sumario y ordenó su ejecución inmediata”, relata Mihovilovic.
Sergio Carrasco explica que el carácter autoritario del penquista -confirmado tras este incidente- le valió la enemistad de las familias santiaguinas, mayoritariamente “antirrocistas”, las que trataron de excluirlo de las primeras juntas elegidas por el Congreso. Sin embargo, Rozas siguió detentando el poder en Concepción, donde armó su propia junta pencopolitana, en contraposición a los “Ochocientos”, que lo ejercían en Santiago.
A juicio del historiador Francisco Antonio Encina, la aristocracia de Santiago lo juzgó siempre como un extraño, pese a haber nacido en la provincia de Cuyo cuando ésta era aún chilena. Una antipatía que al parecer perduró por varias generaciones y que heredó el autor de la monumental “Historia de Chile”, quien describe a Rozas como un oportunista sin escrúpulos. “Con igual desparpajo habría servido a Napoleón, Fernando VII o la República, de haber disfrutado de honor, mando y riquezas, y de la misma facilidad los habría abandonado, como lo hizo con García Carrasco y Figueroa”, opinaba Encina.
La participación de Martínez de Rozas en la historia de Chile terminó abruptamente en septiembre de 1812, cuando José Miguel Carrera, después de derrotar a los Larraín en Santiago, se dio cuenta de que la única forma de llegar al poder era sometiendo a Concepción. Carrera ocupó militarmente la línea del Maule y suspendió los pagos al ejército penquista, lo que motivó un motín de la oficialidad en contra de Rozas. El abogado fue hecho prisionero y luego deportado a Mendoza, desapareciendo para siempre de la historia “con mayúsculas”. Fallecería sólo siete meses más tarde.
Historia oculta
El abogado Cristián Bulnes Ripamonti, descendiente directo de Manuel Bulnes Prieto –y por tanto de media de próceres penquistas-, ha tratado de ir un poco más lejos que los investigadores tradicionales, buscando la historia “fuera de la historia” de Martinez de Rozas. Así, por ejemplo, le llama la atención el hecho de que haya partido solo al exilio. “No lo acompañó doña Nieves ni ninguno de sus siete hijos, quienes siguieron en Concepción; y eso que, presumiblemente, don Juan ya estaba en malas condiciones de salud cuando partió”.
Explica que, con las escasas pruebas disponibles, sólo se puede especular y conjeturar: “No sabemos si fue una decisión de los Urrutia, si doña Nieves lo quiso, o si el mismo Martinez de Rozas lo prefirió así”. Sí se puede presumir que, al otro lado de los Andes, lo esperaban algunos de sus hermanos, que gozaban de buena situación económica. Revisando unos viejos documentos en Mendoza, Bulnes Ripamonti se encontró con el testamento del prócer; un manuscrito notarizado, con fecha “15 de mayo de 1814”, un par de días antes de su muerte. “Eso prueba que murió a mediados de mayo y no a mediados de marzo, como consigna la historia oficial”, apunta.
¿Tiene alguna importancia que haya muerto en un mes y no en otro? A juicio de Bulnes, este dato no es menor, porque con él se verifica que Rozas aún vivía cuando la “División Auxiliadora” pasó por Mendoza, de regreso a Chile. “Es razonable pensar que Manuel Bulnes Quevedo o el mismo José Joaquín Prieto, que eran penquistas que conocían muy bien a Rozas, lo pasaron a ver y estuvieron con él antes de morir”, comenta.
Lo que sí es seguro es que el ideólogo de la Independencia no alcanzó a vivir para encontrarse en Mendoza con San Martin ni con su amigo Bernardo O’Higgins, quienes llegaron a la ciudad a fines del 13. “Habría sido notable que se encontraran estos tres próceres”, reflexiona Bulnes. Pero la historia no lo quiso así. Su tiempo ya había pasado.
En 1893, el Presidente Jorge Montt repatrió sus restos y, desde ese entonces, descansa en el Cementerio General de Santiago. Pero, a juicio de varios historiadores locales -entre ellos Alejandro Mihovilovich-, ya es tiempo de traerlo de vuelta a Concepción, la ciudad que lo adoptó y lo ayudó a cumplir con su destino de impulsor de la Independencia. “Sin Rozas, tal vez la Independencia se habría retrasado por años”, insiste Mihovilovic. Coincide con él Bulnes Ripamonti: “es tarea de los penquistas devolver a Rozas al imaginario nacional, y volver a colocarlo al lado de O’Higgins y de Carrera”.
Decían sus contemporáneos que Rozas tenía las cualidades de un buen ajedrecista: siempre se adelantaba mentalmente tres o cuatro jugadas. Tal vez por eso fue capaz de profetizar con claridad el juicio que le deparaba la historia, en las líneas que pidió que grabaran en su epitafio: “Aquí yacen ceniza y polvo. ¿Qué más son las glorias y sus afanes?”.