Recientemente se conmemoró el Día Mundial de la Prevención del Suicidio, fecha instaurada por la OMS para crear conciencia sobre una de las tres primeras causas de muerte en personas de entre 15 y 35 años. En Chile las cifras no son menores. Se señalan diez casos por cien mil habitantes al año, convirtiéndola en la quinta causa de muerte en el país.
Hace más de dos décadas recuerdo haber escuchado que a medida que se vaciaban las iglesias y los confesionarios, se llenaban las consultas de los psiquiatras. En ese momento, aquella idea llamó profundamente mi atención. Eso porque no solo hablaba del importante papel de contención emocional que había jugado tradicionalmente la fe y la religión en momentos de dificultad o del creciente proceso de secularización que se vive en Occidente -especialmente en nuestro país-, sino también del aumento sostenido de trastornos y consultas psiquiátricas, quizás como consecuencia indeseada de una vida moderna sobreexigida, acelerada y altamente competitiva.
Parece ser que este es uno de los costos colaterales que tenemos que pagar por nuestro modelo de desarrollo. De hecho, según distintas fuentes, Chile tiene tasas de enfermedades mentales por sobre casi todos los otros miembros de la OCDE. Las licencias médicas por salud mental han aumentado casi un 50 % en el último quinquenio, un tema relevante para las políticas públicas de salud.
Todo lo anterior son síntomas y datos ciertamente preocupantes. Incluso me atrevería a decir -sin temor a equivocarme- que todos conocemos a alguien o tenemos algún familiar o amigo que sufre (en el sentido literal del término) algún tipo de trastorno mental, llámese depresión, bipolaridad, adicciones, entre otros, cuestión que la mayoría de las veces es ocultada y motivo de vergüenza.
Tan importante es este problema que el Plan Auge ha ido incorporando progresivamente distintas patologías de salud mental. Sin embargo, como apuntan distintos especialistas, esta sigue siendo el pariente pobre del presupuesto general de salud.
Aún carecemos de instancias de discusión sobre este importante tema, y por eso me sumo a la necesidad de convocar a distintos agentes en el trabajo para dar relevancia a la salud mental, incluso desde la educación superior, enseñando y motivando a quienes formarán parte del mundo laboral.
No dejo de inquietarme tratando de responder a qué se debe el aumento de consultas de este tipo de trastornos, o bien, qué podemos hacer para frenar lo que parece ser una epidemia común de la vida contemporánea. Como no soy especialista en el tema, las respuestas que se me ocurren están ligadas al sentido común más que otra cosa. Apuntan a que quizás tengamos que aprender de la experiencia y sabiduría de nuestros abuelos. Una vida sencilla, centrada en lo verdaderamente importante: la familia y los amigos, así como el optimismo y la confianza de nuestra alma trascendente.