La nuestra, era una sociedad que había perdido la capacidad de asombro. Por eso, la noticia que llegó a Chile desde China, específicamente de Wuhan, provincia de Hubei, en enero del 2020, sobre una variante de coronavirus que provocaba una extraña neumonía en quienes la contraían, no causó mayor alarma entre los chilenos.
Era uno más de esos virus raros, que aparecían en continentes lejanos, muy letales algunos, pero cuyo desarrollo seguramente observaríamos solo por TV.
A fines de ese mes, los casos de coronavirus, ya bautizado como Covid-19, llegaban a casi 10 mil, y el número de muertes ascendía a 170. Había más de 100 diagnósticos positivos en 20 lugares fuera de China, y nuestras vacaciones seguían, incluso, en países donde ya se habían reportado casos de coronavirus.
El primer caso de Covid-19 detectado en Talca, el 3 de marzo pasado, y el anuncio, una semana después, de que la Organización Mundial de la Salud declaraba el nuevo brote de coronavirus como una pandemia, hizo caer en cuenta a la mayoría de nuestra sociedad de que enfrentábamos un peligro, una enfermedad desconocida y que no tenía cura hasta ese momento. Nos asombramos. Recuperamos esa capacidad a la fuerza y a propósito de uno de los mayores males que ha golpeado al mundo entero.
La pandemia nos obligó a informarnos para entenderla. En esta búsqueda de conocimiento, descubrimos que la circulación de noticias falsas era más común de lo que creíamos y que, a veces, sin mala intención, las recibíamos de familiares o personas en quienes confiábamos: que el sol y las temperaturas altas mataban el virus, que el consumo de dióxido de cloro prevenía el Covid-19 o que el coronavirus era un invento de los gobiernos, fueron algunas de ellas. Aprendimos, obligados, a que debíamos confiar en los expertos, en las voces autorizadas, sin importar si sus ideas no coincidían con las nuestras.
Luego se instaló la incertidumbre, el miedo, la angustia muchas veces. Todas, emociones que tuvimos que vivir íntimamente con nuestro núcleo cercano o, peor aún, en soledad, porque aprendimos lo que era un confinamiento obligado, y lo sufrimos, pues nos alejó de la familia y de los amigos.
Con el teletrabajo y la educación online, para muchos, nuestros hogares se convirtieron en un refugio, pues otros desempeñaban labores esenciales y su trabajo en terreno no se detuvo. Pero había otra realidad, la de los chilenos que viven “al día”, que lo que consiguen en ocho o 12 horas de trabajo es su único sustento, por lo que para ellos el “quédate en casa” no era una opción.
Aprendimos que esas realidades a veces estaban más cerca de lo que creíamos: entre nuestros vecinos, amigos o familia. Y surgió la solidaridad que antes practicábamos como país solo en grandes campañas. Una solidaridad que no fue expresada únicamente en términos materiales, sino que con compañía o con una conversación de pasillo con vecinos con los que nunca habíamos interactuado. Había una necesidad de comunicarse con otros, y se notaba.
Los ritos, los alegres y los tristes, desaparecieron. Supimos cómo era despedir a un ser querido solamente con un grupo íntimo, en unas pocas horas, lo que nos obligó a resumir nuestra despedida y a buscar resignación en un tiempo limitado, porque así lo establecían los protocolos de la autoridad sanitaria, como una forma de evitar contagios.
Vivimos, ya sea en carne propia o por la situación de algún cercano, la pérdida de empleos o el término de algunas actividades de quienes ejercían labores por cuenta propia. Aprendimos sobre la fragilidad de lo material y sobre la importancia de preocuparnos por nuestra salud y nuestra calidad de vida.
Aprendimos que, aunque el futuro se vea oscuro, siempre hay una esperanza, en este caso, dada por una vacuna que, según han dicho las autoridades, recibirá el 80 % de la población chilena en el primer semestre del 2021 para protegernos del coronavirus.
Aprendimos, que a pesar de la experiencia o de los años, la vida puede sorprender y que siempre debemos aprender de aquello. Tal vez algunos olvidaremos esta pandemia y sus lecciones más rápidamente que otros. Pero siempre quedará alguna enseñanza, porque, sin duda, nada volverá a ser lo mismo, y eso nos obligará a recordar lo que vivimos.