SONES DE BANDA: El libro que recuerda la Tragedia del Puente Quelén Quelén

/ 21 de Noviembre de 2016

Las periodistas Sonnia Mendoza y Margarita Rodríguez son las autoras de este trabajo que, a través de microhistorias relatadas por los músicos sobrevivientes, rescata el accidente que terminó con la vida de casi dos tercios de los integrantes de la banda instrumental del Regimiento Reforzado Nº7 Chacabuco. Lo hicieron para cumplir el sueño de un suboficial que anhelaba que, en el décimo aniversario de la partida de sus camaradas, existiese un testimonio para recordarlos.

 

Por Pamela Rivero

 
“Por entonces, felices y contentos, viajaban a Cañete. La ciudad estaba de aniversario y ellos, como en tantas otras ocasiones en distintas comunas, colegios, hogares de niños y de ancianos que los requirieran, harían vibrar con sus marchas, himnos y el show al que daban vida con los hits del recuerdo o de moda. A cambio, se nutrirían de nuevos y más aplausos”.
“… ese día íbamos viendo Destino Final II…Cuando terminó, mi sargento Rigoberto Vega dijo: ‘Capaz que choquemos’. ‘¡Oye viejo no digai leseras!’, le contestamos; ‘Quédate sentado y tranquilo’. En seguida mi suboficial Jorge Miranda se paró y puso El Transportador II. Ahí ocurrió el accidente… Primero fue un sacudón cortito, como que algo pasa. Nos fuimos hacia la izquierda, luego hacia la derecha y cuando íbamos hacia la derecha, vi unas ramas. Me puse en posición fetal, me agaché y me apreté. Siempre escuchaba los cuentos de los paracaidistas que cuando saltaban, se agachaban y apretaban. Pasamos la baranda y caímos a la entrada del puente Quelén Quelén. Cerré los ojos y sentí como que iba volando; luego, un golpe bien fuerte”.

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Los siete músicos sobrevivientes de la banda instrumental del Chacabuco regresaron al lugar del accidente en enero del 2007.
“Milésimas de segundos después, mientras sus amigos estaban inconscientes y el bus se llenaba de agua, se percató que los asientos se cortaron con el impacto, se corrieron y se apretaron adelante y él estaba atrapado de pies y manos. Su gran reloj Casio estaba enganchado en la rejilla del asiento delantero y un fierro de cortina atravesaba uno de sus brazos… Logré sacar el brazo izquierdo (con reloj y todo de la rejilla) … Empecé a golpear el parabrisas con la cabeza porque estaba atrapado. No sé cuántos cabezazos le puse al parabrisas hasta que se rompió… Me quedaba poco aire para salir… aguanté la respiración, me hundí por el sector del parabrisas y salí”.
“Se hincó en la parte superior del bus, miró hacia adentro y todavía se sobrecoge con el silencio sepulcral… Puede que alguien estuviera boca abajo y yo podría haberlo dado vuelta y reanimado. Hasta hace un tiempo me cuestioné mil veces por qué no lo hice, por qué no me dieron las fuerzas. Esa interrogante me seguirá hasta el día de mi muerte”.
(Extractos del libro Sones de Banda)
 

La cobertura de la noticia

Faltaba menos de una hora para el mediodía del domingo 12 de noviembre de 2006, cuando la inconfundible “cortina” que anuncia la noticia de último minuto en radio Bío- Bío alteró lo que parecía ser un tranquilo turno de fin de semana para la entonces editora de la sección Comunidad del diario El Sur, Sonnia Mendoza Gómez: el bus que trasladaba a la banda instrumental del Regimiento Reforzado N° 7 Chacabuco de Concepción, desde la capital regional hacia Cañete, había caído desde una altura de 15 metros a las aguas del río Tucapel, tras romper la barrera del puente Quelén Quelén. Las primeras versiones aseguraban que los 28 ocupantes de la máquina habían fallecido (21 músicos, dos civiles y cinco militares). Había que moverse rápido. La experiencia de la tragedia de Antuco hacía pensar que la cobertura no sería fácil. Envió a sus reporteros a diferentes frentes. Unos al lugar del accidente, otros al Regimiento Chacabuco y ella se fue al Guillermo Grant Benavente, donde llegarían los heridos graves en helicóptero. “Mi compañero, el reportero gráfico Ricardo Sanhueza, estaba haciendo portada-sonesdebanda-ok-1unas fotos cuando una doctora vestida de comando puso su mano sobre la cámara para tapar el lente. Nos miramos, y sin decirnos nada entendimos que tendríamos que trabajar a la antigua. Aún las cámaras usaban película, así es que al terminar el reporteo salí con los rollos de fotos escondidos en los sostenes, pues nos acordamos de tiempos pretéritos donde había que cuidar el material gráfico, y dije: Ahí están bien cuidados”, recuerda Sonnia Mendoza sobre los primeros episodios de la que sería para ella una larga jornada.
Llevaba más de tres décadas como reportera, pero confiesa que esta tragedia la marcó particularmente, tanto por el esfuerzo que con su equipo debieron desplegar para lograr lo que califica como una de las mejores coberturas que se hizo en Chile de esa noticia, como por las historias de dolor y sufrimiento de los sobrevivientes y de las familias de los militares muertos que se fueron conociendo con el tiempo. Con el paso de las horas se confirmó que sólo habían salvado con vida nueve de los 28 pasajeros del bus: dos soldados y siete de los 21 integrantes de la banda (en total eran 25, pero cuatro no fueron a Cañete) que había salido desde la capital regional a eso de las nueve de la mañana, para participar en la ceremonia del aniversario número 138 de Cañete.
Casi dos tercios de los integrantes de la banda instrumental del Regimiento Reforzado Chacabuco perecieron ese día, tal vez ahogados o por los traumas del impacto, pues el bus cayó de punta a una de las partes más caudalosas del río. Los nueve sobrevivientes salieron a duras penas y no tuvieron fuerzas para intentar alguna maniobra de rescate.
 

Un nuevo capítulo

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Sala de ensayos de la banda instrumental del Regimiento Chacabuco en Concepción.
Ocho años después, y ya como académica de la carrera de Periodismo de la UCSC, Sonnia Mendoza recibió una noticia que le permitiría escribir un nuevo capítulo sobre esta tragedia. Corregía un trabajo de una de sus alumnas para el diario de la carrera. Era un perfil del suboficial Jorge Miranda (ahora retirado del Ejército), uno de los músicos sobrevivientes del accidente en el puente Quelén Quelén, a quien aquel 12 de noviembre de 2006 le había correspondido reemplazar al director titular.  “Casi en las últimas líneas, leí algo que me conmovió. Decía que uno de sus sueños era tener un libro para rendir un homenaje a sus compañeros muertos en el aniversario 10 de su partida”. No lo pensó dos veces, contactó al suboficial y decidió hacer realidad ese anhelo mediante un proyecto al que invitó a participar a su colega y directora de la Escuela de Periodismo de la UCSC, Margarita Rodríguez Serra. Juntas trabajaron durante un año recopilando información y contactando a los sobrevivientes a quienes hallaron entre Concepción, Temuco y Coyhaique. Todo ese material lo convirtieron en siete microhistorias, donde los músicos no sólo recuerdan el día del accidente, sino que relatan capítulos de sus vidas y de sus familias, pero sobre todo rememoran el entrañable lazo que unía a los integrantes del grupo, y que la fatalidad rompió de imprevisto cambiando totalmente sus destinos.
Sones de Banda, la tragedia de Cañete es el nombre de la publicación que días previos al décimo aniversario del accidente las periodistas hicieron llegar a sus protagonistas, cumpliendo así el sueño de Jorge Miranda. El libro, para el que contaron con la colaboración de los estudiantes de Periodismo de la UCSC, Pilar Chávez y Daniel Tapia, aún no está impreso, pero su edición digital puede ser revisada en goo.gl/QLFDcS.  El trabajo tuvo el financiamiento del Fondo de Apoyo a la Extensión (FAE) de la UCSC y de la Facultad de Comunicación, Historia y Ciencias Sociales de la misma casa de estudios.
“Queríamos reconocer el trabajo de la banda completa, porque estos músicos juegan un rol en el Ejército que pocas veces es destacado o valorado en la importancia que tiene; ellos llevan su arte a los pueblos o ciudades pequeñas donde son muy queridos, porque llegan con su música a romper la rutina y a ofrecer alegría y cultura”, explica Sonnia Mendoza.
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Suboficial (r) Jorge Miranda Pedreros.
Pero lograr el testimonio de los sobrevivientes no resultó del todo fácil. Algunos de ellos eran fuentes bien expertas, estaban acostumbrados a dar entrevistas, como pasó con Jorge Miranda. Pero hubo otros casos, como el del sargento segundo Bridoir Vivanco, quien por primera vez entregaba su relato sobre la tragedia. “Fue tremendamente honesto y auténtico, pienso que hizo este esfuerzo por sus camaradas muertos, para rescatar su memoria”, añade Margarita Rodríguez. Si bien ella no participó en la cobertura de esa noticia en el 2006, recuerda que le impactó el hecho de que el accidente ocurrió cuando había pasado un poco más de un año de la tragedia de Antuco. “La muerte de los jóvenes conscriptos en la nieve es la noticia que más me ha impactado en toda mi vida; seguí su acontecer llorando. Después aparece esta otra tragedia, pero que perdió perspectiva ante la del 2005: fue un accidente, el número de víctimas fue menor, eran profesionales que estaban en el Ejército porque efectivamente era su decisión de vida; lo de Quelén Quelén fue noticia, pero luego se nos olvidó. De hecho, al hablar de tragedias del Ejército en tiempos de paz uno sólo recuerda a Antuco. Pero al indagar en nuestra investigación, descubrimos la importancia que tenía este grupo, estas bandas que, a mi juicio, son el lado más amable de las Fuerzas Armadas y el que más aporta a una buena convivencia, al desarrollo cultural y a las identidades locales. Entonces, no podíamos dejar esta historia en el olvido”.
 

Las señales

Ambas periodistas destacan ciertas peculiaridades que descubrieron durante su investigación como, por ejemplo, que el accidente tiene un prólogo que parece ser común a muchos acontecimientos trágicos. “Tres cartas habían requerido la presencia de los chacabucanos en Cañete para aquel funesto día. Habían rechazado dos invitaciones anteriores porque el grupo tenía una presentación en Los Ángeles el viernes 10 de noviembre y estimaban que llegarían muy cansados para partir al día subsiguiente a Cañete”, relatan las profesionales. La tercera carta venía firmada por el comandante en jefe de la III División de Ejército -en ese tiempo aún con asiento en Concepción-, en la que disponía que la banda “tenía” que asistir a la ceremonia. La orden, pero también su deseo de acompañar al tambor mayor de la agrupación, el conscripto Roy Reyes Chávez, quien con sólo 18 años sería condecorado como Hijo Ilustre de Cañete, terminó por sellar el destino del grupo.

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Cabo primero Rubens Rodríguez Muñoz.
Un segundo elemento es lo que relata en el libro el suboficial Jaime Aranguz Rojas, intérprete del corno francés. Tiempo después del accidente, otro conductor que los movilizaba casi siempre, le comentó que era él quien debía trasladarlos a Cañete, pero que lo enviaron a Osorno, y que el conductor que lo reemplazó, Juan Macaya (fallecido en el accidente), había ido el sábado (11 de noviembre) a Los Ángeles a una actividad. “Cuando volvió en la tarde, entregó su máquina y aparentemente asistió a un matrimonio. Lo llamaron tarde para avisarle que iría con nosotros. Sacando cuentas, él se fue a su casa, y se levantó temprano porque el bus estaba impecable cuando llegó a buscarnos a las 8.30 horas… Posiblemente pegó un pestañeo y pasó lo que tenía que pasar. Tal vez estaba cansado y como nadie le iba conversando…”, relata en el libro el suboficial Aranguz.
También llamó la atención de las profesionales una característica común en los siete músicos sobrevivientes. “Seis de ellos tocaban instrumentos de viento y el séptimo -percusionista- era buzo. La capacidad torácica desarrollada con sus instrumentos les permitió salir del bus, el que se inundó en segundos”, recuerdan.
 

El regreso a los ensayos

En junio del 2007, la banda instrumental del Chacabuco ofreció su primer concierto tras el accidente. De los sobrevivientes, sólo Bridoir Vivanco permanece en la agrupación musical. Él se reincorporó a la banda, apenas finalizó su licencia. En su relato cuenta cómo fue volver a la sala de ensayos donde ya no estaban 14 de sus compañeros. “Siempre se extraña a los antiguos amigos. Todos muy buenas personas, los vínculos eran estrechos y conocíamos a las familias. Con los colegas actuales también el trabajo es grato, pero son cosas diferentes. Cuando ingresé a la banda nosotros éramos los más chicos. Para mí ellos eran personas de experiencia, con sus familias formadas. Nos enseñaban cosas buenas, nos orientaban por el rumbo que debíamos ir, nos aconsejaban. Todo eso lo voy a recordar…”, expresa con dificultad en parte del testimonio que entregó a las periodistas.
El entonces Comandante en Jefe del Ejército, Óscar Izurieta, dio la orden para que se buscara personal en todas las bandas del país para traerlos a Concepción y rearmar la agrupación instrumental del Chacabuco. En febrero comenzaron a llegar los primeros músicos de la Escuela de Suboficiales. Así lo recuerda el sargento segundo Rodrigo Aguilar, quien finalmente solicitó su traslado a Temuco y hoy es parte de la banda del Regimiento de Infantería Nº 8 Tucapel. “Fue súper complicado, hubo días en los que estaba solo ahí (en la sala de ensayo). De a poco llegaron unos cuatro o cinco cabos de la Escuela de Suboficiales porque la banda se iba a armar de nuevo. Yo los recibí, les enseñé el sistema, la parte musical, los aconsejé…pero en realidad era bien triste la cosa, no había nadie”.

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Sargento segundo Rodrigo Aguilar Vargas.
También permanece en Concepción el suboficial Jaime Aranguz. Si bien sigue como funcionario activo en el regimiento, tuvo que alejarse de la banda, pues su pie derecho quedó tan dañado en el accidente que no logra permanecer mucho tiempo en pie. Al igual que su compañero, evoca en la publicación cómo fue volver al lugar de los ensayos, todavía en silla de ruedas, y enfrentarse a la nueva realidad. “Veía cada una de sus caras en los asientos vacíos. Fue una pena tremenda…”, dice.
Desde sus nuevas funciones, eso sí, sigue pendiente si es que hay algún requerimiento de sus camaradas, pero, sobre todo, ruega a Santa Cecilia, la patrona de los músicos, por la unidad de la banda: “Si hay unidad y se mantiene lo que nosotros logramos, será un ejemplo para todos, pero muchos viven su metro cuadrado; no comparten”, dice en su testimonio. También cuenta a las autoras del libro que está convencido de que los arreglos que está haciendo en su casa, que le han significado cuatro meses de trabajo y varias cajas de cerámicos apiladas en un rincón del comedor, “lo habría logrado en un abrir y cerrar de ojos con sus antiguos camaradas”. “Es que si alguno se cambiaba de casa o tenía que pintar o hacer cualquier cosa, todos íbamos a ayudarle. Éramos inseparables”, agrega.
Otros tres sobrevivientes: el sargento segundo José Escobar, el cabo primero Rubens Rodríguez y el sargento primero Marco Rosel Campos solicitaron su traslado a Coyhaique para formar parte de la Banda del Regimiento de Aysén. El caso del suboficial Jorge Miranda es distinto. Siguió vinculado al grupo hasta que el 2011 se retiró de la institución.
 

Las ceremonias de despedida

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Suboficial Jaime Aranguz Rojas.
¿Qué había de común en las personalidades de este grupo que permitía esta cohesión de la que dan cuenta los sobrevivientes? “Si bien eran de diferentes edades, todos eran amantes de la música, les encantaba su oficio, era gente muy sincera, muy transparente, contaban que eran una gran familia, porque todos se apoyaban. Había muchos elementos bonitos en la historia que construyó esta banda tan especial”, explica Sonnia Mendoza. El impacto de la tragedia y este especial vínculo hizo que el Ejército implementara un plan de rehabilitación emocional para los sobrevivientes. El sargento segundo José Escobar recuerda especialmente la particular ceremonia de despedida que, en compañía de una psicóloga, hicieron a sus compañeros fallecidos en la sala de música del regimiento. La idea era que pudiesen despedir a sus amigos verbalizando el mejor recuerdo o cualidad que de ellos atesoraban. “La  psicóloga decía: Le vamos a dar la despedida a Wilfredo Rocha, al que todos describen como una persona excepcional por su sentido del humor. Entonces cada uno de nosotros iba y decía algo bueno. Rochita estaba ahí. O sea, lo imaginábamos sentado y lo despedíamos. Fue un momento complejo porque se nos caían las lágrimas, pero todos rescatamos lo positivo de quienes habían partido”.
En su trabajo, Sonnia Mendoza y Margarita Rodríguez incluyen la que califican como una segunda catarsis colectiva para el grupo. Ocurrió en enero de 2007, en el mismo lugar de la tragedia. Nuevamente acompañados por la psicóloga “llegaron allá, bajaron (al río) y cada uno hizo una actividad que le pareciera importante. Así, el suboficial Miranda se reencontró con el control remoto que reposaba en su mano cuando sobrevino el accidente y José Escobar junto a Bridoir Vivanco rehicieron el trayecto de la caída del bus al lecho del río Tucapel”. “Tomamos unas varillas y medimos la profundidad del río: 5 metros. Nos sacamos fotos y después de eso rehíce la ruta por donde salí, pero por arriba, o sea, por donde encontré a mi suboficial Miranda. Le saqué fotos al arbolito en el cual estaba apoyado. Todos quedamos más tranquilos”, rememora José Escobar.
 

El dolor de los sobrevivientes

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Sargento segundo Bridoir Vivanco Paz.
En noviembre del 2006, la Presidenta de la República, Michelle Bachelet, y quien era  el Comandante en Jefe de la institución, Oscar Izurieta Ferrer, asistieron a los funerales de los músicos en Concepción. También hubo ceremonias fúnebres en Puerto Varas, Valdivia, Lota, Coronel, Chiguayante, Lirquén, Penco, Cañete y Constitución. Los sobrevivientes no estuvieron en la mayoría de esas despedidas. Estaban hospitalizados. Varios, incluso, sólo se enteraron de la muerte de sus amigos días después de la tragedia, como le sucedió al suboficial Miranda. Estando en el hospital se consiguió una radio y sintonizó la Bío Bío, donde leyeron la lista de fallecidos. “Cada nombre que empezó a salir fue como una clavada en el corazón. Ese fue el momento más difícil y doloroso para mí…No podía creer que quienes habían salido conmigo esa mañana ya no estaban”.
Complejo para él también fue reconstruir los momentos posteriores al accidente. No recuerda cómo salió del bus ni la ayuda recibida de los otros sobrevivientes que lo encontraron caminando sin rumbo.
Los demás sí tienen claros estos episodios: las dificultades para escapar de la máquina en medio del agua y el lodo que la estaban inundando, la ayuda que dos de ellos, ensangrentados y con heridas pedían a los automovilistas que circulaban por el sector.  Rubens Rodríguez recuerda que lograron detener al conductor de un taxi marca Lada. Junto a su camarada Bridoir Vivanco le explicaron que pertenecían al Ejército, que habían sufrido un accidente, que sus amigos estaban adentro del bus y que había que salvarlos. El taxista sacó un celular… , pero no tenía cobertura. Partió, entonces, a buscar ayuda. “Con Vivanco nos quedamos ahí; nos pusimos al medio de la carretera, pero nadie quería parar, hasta que un vehículo nos llevó al hospital y nosotros le pedíamos que por favor se fuera despacio. Del taxista nunca más supimos”.
Hasta hoy les duele no haber podido hacer algo más para rescatar a sus compañeros. Ésta es una culpa que  la mayoría no ha logrado superar, a pesar de la terapia psicológica recibida.
Lo relata en el libro el sargento primero Marco Rosel: “Hemos llorado harto, sobre todo en el funeral de Wilfredo Rocha, Alex Cárdenas y Carlos Aguilera. Yo hablé y les pedí que me disculparan, que me perdonaran porque no pude sacar a otra persona, a uno de ellos. No tuve las fuerzas para volver a meterme en el bus y sacar a alguien más”, les confesó a las periodistas.

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