Dr. Vicente Aliste Araneda.
Psiquiatra. Jefe Unidad Salud Mental y Psiquiatría, Hospital Las Higueras.
Cuántas veces en el último tiempo ha visto o leído noticias relacionadas con el suicidio de alguien o, a cuántas personas les ha escuchado frases como “no quiero más”, “qué
ganas de desaparecer” o “no sé para qué sigo viviendo”.
Con propiedad se puede decir que hoy en Chile el suicidio -bajo todas sus formas- se está transformando en una pandemia: silenciosa, progresiva y que, paradójicamente, genera reacciones de profunda indolencia en la sociedad.
El suicidio se entiende como el continuo de acciones que van desde el llamado pensamiento suicidal (que conlleva ideas de morirse), la conducta suicidal (actos planificados con esa intención), el intento suicida (la acción con el fin consciente de morir) y el suicidio consumado propiamente tal. A ello se sumarían también las conductas de daño o autolesivas (cortes, golpes), que pueden preceder o estar dentro del espectro suicidal, periodo en que es necesario estar atento y brindar apoyo y asistencia, pues resulta esencial para asegurar la contención de la crisis que está viviendo esa persona.
A nivel mundial, según el Centro de Políticas Públicas UC, las tasas de suicidio han aumentado un 60% en los últimos 45 años, implicando actualmente 16 suicidios por cada
100 mil habitantes. Eso equivale a decir que en el mundo una persona se suicida cada 40 segundos. (Si leer este artículo le toma cinco minutos, calcule).
Por otro lado, según el anuario de Estadísticas Vitales del INE (2019), en Chile las tasas de suicidio han aumentado hasta niveles de 13.3 suicidios por 100 mil habitantes, lo que significa que en el país mueren entre 5 y 6 personas al día por esta
causa.
Resulta más preocupante aún que por cada intento suicida logrado, a lo menos hay entre 10 y 20 intentos previos no consumados, y que de quienes lo han intentado “sin éxito”, entre un 10 y un 20% lo repetirán y, tristemente, lo lograrán.
Desde el punto de vista estadístico, la suicidalidad es más reportada en mujeres que en hombres, pero resulta más consumada en ellos, siendo más frecuente en la adultez joven y media (20 a 44 años). Además, entre un 80 y 90% de quienes intentan suicidarse presentan problemas de salud mental no diagnosticados o no tratados.
Otro dato que resulta preocupante es que tanto a nivel mundial como nacional se registra un incremento de la suicidalidad en niños y adolescentes, así como en adultos mayores.
En la población infanto-juvenil esto obedece a múltiples causales: violencia intrafamiliar, maltratofísico, abuso sexual, acoso escolar, abandono social, pobreza multidimensional y patología de salud mental no abordada, entre otras.
En el caso de los adultos mayores, en tanto, la causalidad está fundamentalmente relacionada con temáticas de carencia económica, enfermedades crónicas, abandono y
duelo por muerte de su pareja.
La situación es grave. En el caso de niños y adolescentes, los suicidios no logrados se repetirán y multiplicarán a lo largo de los años, aumentando -de paso- la carga existente
de patologías de salud mental, y en el de nuestros adultos mayores, la mayoría de las veces los intentos resultarán en suicidios consumados, debido a una mejor planificación
y un mayor acceso a elementos de alta letalidad, como armas de fuego o fármacos.
La pandemia contribuyó a agravar el drama de la suicidalidad: por un lado, se incrementaron drásticamente situaciones de violencia, maltrato, consumo de sustancias y aislamiento y, por otro, se restringió severamente el acceso a la atención de salud mental.
Finalmente, querido lector, si usted se pregunta cómo ayudar a aquel que -en el límite de su desesperación y desesperanza- intenta acabar con su vida, esté atento a quienes
comparten su entorno, pues en un gran porcentaje de actos suicidales (sobre un 80%) existen situaciones gatillantes que, frecuentemente, no son visualizadas ni atendidas. Estos pueden ser despidos laborales, cesantía y carencias económicas graves, fracasos académicos, quiebres de pareja, conflictos interpersonales con compañeros (en colegios,
universidades, trabajo), cambios conductuales repentinos (aislamiento social o apatía, inhabitual ausentismo académico o laboral), alteraciones en el estado de ánimo,
aparición de consumo de sustancias y alcohol, o uso aumentado.
Entonces, ayudar parte con un acto simple, pero muy útil y solidario: preste atención a quien está a su lado, más aún si pasa por un momento difícil. Dedíquele unos minutos, escúchelo, acompáñelo, no tema hablarle o preguntarle sobre el suicidio y, por supuesto, oriéntelo de manera responsable, instándolo a acudir con su profesional tratante o llevándolo a atención de emergencia en un servicio público o privado. Parece poco, pero esto podría cambiar el futuro de esa persona.