No es ni la familia ni el colegio. Ni el papá ni la mamá. El suicidio de un adolescente no tiene culpables, sino sólo víctimas. Es, lejos, una de las situaciones más devastadoras para el ser humano y, también, una de las principales causas de muerte entre los adolescentes. Por eso se ha erigido como un problema de salud pública que se focaliza en estrategias preventivas que apuntan a la sociedad en general. Acá está el principal factor protector y el escudo para hacer frente a este poderoso enemigo.
Por Pamela Rivero / Fotografías José Carlos Manzo.
Suicidio adolescente. ¿Qué traen a su mente esas dos palabras? Tal vez vino a su memoria la historia de alguien cercano: un familiar, el hijo de un amigo, un vecino o el compañero de colegio de su hijo. Quizás fue algo que sucedió hace mucho tiempo o uno de los últimos casos que se conocieron a través de los medios de comunicación.
Cualquiera haya sido su respuesta, concédase un par de minutos para rememorar qué hizo frente a ese hecho.
Ese mismo ejercicio hace Marie Rose González el día de nuestro encuentro. No necesita pensar mucho: “Imagino el dolor de los padres y todo el terrible camino que tendrán que recorrer”, responde. Lejos de pensar siquiera en tomar su celular para opinar sobre ese suicidio en la redes sociales o de hurgar en los detalles de la historia, su empatía está con los que quedan. Ella sabe que la partida de un hijo en esas circunstancias es una bomba de alto poder destructivo que cae sobre una familia entera. Entiende que es una pena que carcome el cuerpo y el alma lentamente, que quita las ganas de vivir y para la cual no hay palabra que entregue consuelo.
Responde que “imagina” el dolor de los padres, porque lo ha sentido y lo sigue sintiendo, porque ella perdió a su Carlitos, su hijo menor, su regalón, hace 11 años.
Con la resignación y la calma que sólo entrega el paso del tiempo, recuerda cada detalle de aquella tarde de fines de agosto del 2006. Carlitos tenía 17 años y estaba en cuarto medio. Ese día, Marie Rose había asistido a una reunión de su hijo en el Liceo Enrique Molina. Cuando salió, un amigo de la familia la estaba esperando. “Te llevo”, me dijo. Se veía descompuesto e inexplicablemente comenzó a llorar. “Supuse que como también había ido a una reunión de su hijo le habían dado una mala noticia, y por eso traté de consolarlo durante todo el camino. ‘Nada es tan terrible, todo tiene arreglo’, le decía. Él sólo me miraba”. En ningún momento pasó por su cabeza la idea de que ese desconsuelo tuviera que ver con ella. Ni siquiera cuando llegó a su casa y vio el furgón de Carabineros. Su esposo era funcionario de la institución, por lo tanto, la presencia del vehículo tampoco la alertó. “Cuando vi a mis vecinos y la forma en cómo ellos me miraban, recién caí en cuenta de que algo malo había sucedido. De repente, veo que mi marido sale de la casa, se acerca a mí y me dice: Carlitos se mató”. No tiene recuerdos de lo que sucedió inmediatamente después. Sólo ha podido reconstruir lo que pasó con ella por el relato de sus vecinos. “Yo lo único que puedo decir es que para mí en ese momento se detuvo la vida”, afirma.
Prioridad de salud
“Nadie está preparado para la muerte de un hijo. No es lo que uno espera. Eso no está en nuestro ADN”, dice el psiquiatra infanto juvenil, Mario Valdivia. Tampoco hay una palabra para describir ese estado. Existen los términos viudo, viuda, huérfano, pero no hay cómo denominar a quien ha sobrevivido a un hijo.
“Si esa muerte ya es devastadora e inconcebible, cuando se produce por un suicidio, el daño para una familia y para el entorno de quien partió es mucho mayor”, agrega Valdivia. Aparecen los sentimientos de culpa. “Todo es motivo de cuestionamiento: qué hicimos mal como padres, como amigos o como profesores. Toda la sensación es de responsabilidad, por lo tanto, el impacto es terrible”, añade.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha estimado que cerca de 800 mil personas se suicidan cada año en el mundo, y que por cada suicidio habría entre 10 y 20 intentos.
La OMS también señala que es la segunda causa de muerte entre las personas de 15 a 29 años.
Chile, dice Mario Valdivia, no es de los países que tiene la mortalidad más alta por suicidio en adolescentes, pero sí es una de las tres primeras causas de muerte en ese grupo etario, junto con los accidentes y los hechos de violencia.
Valdivia fue el primer profesional psiquiatra infanto juvenil que llegó al Hospital Guillermo Grant Benavente de Concepción. Era 1994, y en aquella época no había camas para hospitalización psiquiátrica infantil, por eso cuando a urgencias llegaban intentos de suicidios de menores de 15 años los hospitalizaban en pediatría donde él los evaluaba. Esa vinculación con la conducta suicida en niños y adolescentes lo llevó a especializarse en el tema, a participar en estudios y a hacer un seguimiento de su evolución durante las dos últimas décadas.
“La tasa de mortalidad por suicidio en adolescentes tuvo un aumento sostenido entre los años 2000 y 2009”, explica. En el grupo de 15 a 19 años, ésta aumentó de 8,6 por 100 mil habitantes en el año 2000 a 11,4 por 100 mil habitantes en el 2009 (Cifras del Departamento de Estadísticas e Información de Salud del Minsal, 2010).
“Las causas reales de ese incremento no las conocemos. Hay un montón de hipótesis, hay investigaciones en curso para ver qué propició ese aumento”, sostiene. Se habla de que influyó el tipo de sociedad que se fue configurando en el país, “mucho más competitiva y con menor espacio para el fracaso”, que las demandas por éxito laboral hicieron que los padres estuvieran más enfocados en cumplir con esas exigencias, que había mayor cantidad de hogares disgregados, que se incrementó el consumo de drogas en los adolescentes. “Los estudios demuestran que el consumo de drogas se asocia estadísticamente a los intentos y a los suicidios. No hablamos de una causalidad lineal. Todos son factores que influyen, pero no sabemos cuánto pesa cada uno”, enfatiza.
Ese panorama hizo necesario implementar en el país diversas estrategias de intervención. Fue así como la prevención del suicidio adolescente fue incluido como uno de los objetivos de la Estrategia Nacional de Salud 2011-2020 del Minsal. “Ahí aparecieron las guías técnicas para la prevención y el manejo de la conducta suicida, que fueron publicadas el 2013; también se crearon las duplas psicosociales en los colegios, entre otros factores”, añade Mario Valdivia.
Cifras de la Unidad de Bioestadística de la Seremi de Salud del Biobío dan cuenta que en el quinquenio 2006-2010, la tasa de mortalidad promedio por suicidio en Chile fue de 11,69 por cada 100 mil habitantes en el grupo de 15 a 19 años. También consignan la disminución que este indicador registró para el mismo grupo en el quinquenio 2011-2015, que fue de 8,58 por cada 100 mil habitantes.
Documentos de la autoridad de salud establecen que no existe información clara respecto de los hitos que provocaron esta disminución y que permitan proyectar estos datos en el tiempo.
“Más allá de los números, hay que tener en cuenta que detrás de cada cifra hubo un joven y un entorno que quedó devastado, que la muerte de un adolescente por esta causa se puede prevenir y que éste es un tema que nos atañe a todos”, resume Mario Valdivia.
La culpa te castiga
“Me cuestionaba por qué como mamá no vi nada extraño en él. No percibí tristeza en sus ojitos. No presentí nada. Como dicen que los hijos son prestados, me mortificaba pensando en que Dios me diría ‘te presté un hijo y mira qué hiciste con él’. Nosotros éramos una familia normal, unida y, él, un niño regalón y querido por todos. Tal vez tenía una depresión que no vi, no sé. La culpa de no haber advertido nada se queda por mucho tiempo, al principio te castiga, pero después ese sentimiento se hace un poco más llevadero”, relata Marie Rose.
No sabe qué motivó a su hijo a tomar esa decisión. Interrogó a sus amigos, a sus compañeros de curso, a todos sus cercanos. Nadie pudo ayudarla a encontrar una respuesta.
A los dos meses de la partida de Carlitos, junto a su marido y a su hija comenzaron a asistir a las reuniones de Renacer en Concepción (Ver recuadro). “Ahí todos compartimos el dolor de haber perdido un hijo y nos ayudamos a sobrellevar esa pena. También conocí a otras mamás cuyos hijos se habían suicidado: algunos arrastraban episodios de depresión por mucho tiempo u otros problemas evidentes. Todos habían dejado una carta explicando su decisión. Mi Carlitos no dejó nada”, dice.
Con el tiempo dejó de preguntarse por qué. “Comprendí que ninguna verdad que yo encontrara iba a revertir la situación”. Su desafío diario ahora es aprender a vivir con el dolor pero también a no perder de vista que debe valorar todo en la vida. “A veces escucho a la gente quejarse porque no tienen la casa o el trabajo que les gustaría, que eso los amarga, los complica. Y pienso en qué no daría yo por tener esos problemas, pero que Carlitos estuviera con nosotros”.
Avisar no es un chantaje
Hace cuatro décadas, la OMS definía que un intento de suicidio era todo aquel acto por el que un individuo se causa a sí mismo una lesión o daño con un grado variable en la intención de morir y en el conocimiento del verdadero móvil.
El conocimiento que con los años se ha logrado sobre esta compleja conducta, que ha permitido comprender que son muchos los factores protectores o determinantes involucrados, hizo no sólo cambiar la definición que de ella se tiene, sino que también la manera de cómo abordar su prevención mediante intervenciones oportunas.
Hoy, por ejemplo, se considera que el suicida pretende acabar con el sufrimiento y agobio psíquico más que con la propia vida, pero, también, que hay una fuerte relación entre el suicidio y los problemas de salud mental. De hecho las investigaciones han arrojado que 9 de cada 10 personas que cometen suicidio tienen una patología de base. Mario Valdivia sostiene que eso explica que quienes puedan estar sufriendo una enfermedad siquiátrica presentan mayor riesgo que la población general, “pero no implica que todo el que tiene una patología mental de base terminará suicidándose”.
Advierte que en los adolescentes además aparecen otros casos relacionados con actos impulsivos: “Vivir un evento adverso, una crisis extrema, como violencia de los pares o situaciones de abuso, pero también hechos cotidianos, como que le fue mal en el colegio, que tuvo un quiebre sentimental, algo que pasa muchas veces en la vida, pero que por la intensidad con la que se vive esta etapa parece algo tremendo, también podría ser un detonante de una idea suicida o de un intento”, indica. Por ello, sostiene, ningún adolescente que diga ‘me voy a suicidar’ debería ser descalificado. “Independientemente de que sepamos que un alto porcentaje no lo hará, no podemos suponer a priori. Debemos hacer algo para estar seguros si esa manifestación fue o no algo transitorio, pero no puedo partir del supuesto de que es una manipulación o un chantaje”, manifiesta. Frases como “el que se quiere matar no lo dice” o “el que lo dice no lo hace”, son destacadas por los especialistas como parte de las principales creencias erróneas que la gente tiene sobre el tema.
Otro de los factores de riesgo tiene que ver con los intentos suicidas. Se calcula que el riesgo de muerte entre quienes lo intentan es 100 veces superior al de la población en general. “El mito social dice que el que trata y no lo logra, nunca lo va a hacer, aunque siga intentándolo, pero las estadísticas muestran que no es así y que éste es el principal predictor de muerte por suicidio”, señala Valdivia.
Agrega que si bien jamás se podrá prevenir el ciento por ciento de los casos, hay una serie de estrategias que deben masificarse para que sean conocidas por todos: “La detección precoz de los factores de riesgo, trabajar la comunicación afectiva y efectiva y fomentar mecanismos de resolución de problemas es fundamental. Ello, para que cuando el adolescente enfrente situaciones que lo abruman más de lo que puede ser considerado como esperado para esta edad, pueda buscar otras vías de solución y no sienta que dejar de dejar de vivir es la única solución a su problema”.
Dejar de sufrir
Su mamá murió días después del terremoto del 2010. Alejandra tenía 14 años y, junto a sus hermanas, una mayor que ella y otra menor, quedó al cuidado de su papá. “Él cambió mucho. Con el tiempo pude entender que tal vez lo sobrepasó el estrés de quedar solo con tres hijas chicas”. Comenzó a tener episodios violentos, las golpeaba. Sus hermanas se fueron a vivir con familiares. A ella la dejaron con él. “Mi mamá era todo para mí, yo la extrañaba mucho, y más encima estaba sola con un papá que casi no hablaba conmigo”. En esa misma época se dio cuenta que se sentía atraída por otras chicas. Comenzó una relación con una amiga. “Esa noticia a mi papá lo descolocó, se enfureció, tuve que arrancarme porque creí que me iba a matar”. Ese día se fue de la casa y nunca más volvió. La recibió un familiar cercano. “A esa altura sentía que yo no le importaba a nadie y como lo único que quería era estar con mi mamá, decidí suicidarme, pero lo pensé harto, lo planifiqué por meses, busqué el cómo y el cuándo”. Unas compañeras de colegio la sorprendieron cuando estaba a punto de concretar su plan. La hospitalizaron por un tiempo y recibió ayuda psiquiátrica. “Todo ayudó, pero fue ver la preocupación de mis hermanas lo que me hizo recapacitar. Pensé, no les puedo hacer esto, ellas ya perdieron a su mamá, no pueden también perder a una hermana”.
Reconoce que el camino hacia la recuperación fue largo. Hasta hoy casi no se relaciona con su papá, pero agradece que tuvo una segunda oportunidad. “Entendí que no quería morir. Sino que lo que en ese momento buscaba era dejar de sufrir”.
Prevenir desde lo positivo
En el 2013, el Minsal echó a andar el Programa Nacional de Prevención del Suicidio, que tiene su bajada regional en cada seremi del ramo. Andrea Salgado, psicóloga, es la encargada de ese programa en el Biobío. También incluye estrategias vinculadas a la población adolescente que se trabaja intersectorialmente, especialmente con las áreas de educación.
“Tal como sabemos que el suicidio es multicausal, también debemos reconocer que su prevención es responsabilidad de todos. Aquí debe intervenir la familia, los medios de comunicación, los establecimientos escolares, los funcionarios de salud. Se suele ver que el principal rol es de la familia, y aunque tiene un papel importante, también hay muchos otros actores que tienen trabajar para prevenir este complejo problema”, agrega.
Actualmente la seremi de Salud del Biobío está ejecutando un programa piloto en cinco liceos de Tomé, que ya tenían un trabajo previo a través de la Red de Salud Mental. Paralelamente también existe un Programa de Salud Integral de Adolescentes y Jóvenes, que tiene como propósito mejorar el acceso y la oferta de servicios en los distintos niveles de atención del sistema de salud para dicho grupo etario. La enfermera Paola Jorquera es la encargada de ese programa en la Octava Región. Ella también trabaja con jóvenes representantes de cada provincia del Biobío que están agrupados en consejos consultivos. Tienen la misión de asesorar la política pública, y orientan en el desarrollo de campañas que apunten a resolver la problemática que observan entre sus pares.
En agosto último lanzaron la campaña Lo simple te hace feliz. Ésta busca fortalecer factores protectores para prevenir lesiones y el suicidio entre los jóvenes. “La idea de esta campaña es plantear la prevención desde lo positivo, potenciando elementos que protegen y alejan de estas ideas, como por ejemplo, valorarnos, comunicarnos y aceptar la diversidad como un valor”, explica Paola Jorquera.
Marieclaire Briones integra uno de esos consejos consultivos. Está en segundo año de universidad y es consejera de jóvenes y adolescentes de la comuna de Concepción. Recuerda que iniciaron su trabajo orientado al embarazo adolescente, pero que con el tiempo se fueron dando cuenta que cada vez aparecían más casos de jóvenes que manifestaban estar disconformes y apesadumbrados, y que intentaban buscar salidas rápidas para parar su dolor. “Hay muchos adolescentes que se autolesionan, se hacen cortes en sus cuerpos porque dicen que con ese daño físico mitigan su dolor psicológico”. Son, sostiene, jóvenes que por distintas razones ya no se comunican con los adultos, que creen que no los entienden y por eso se encierran en su mundo”. Este bloqueo hacia los “grandes”, agrega, muchas veces es injustificado. “No todos tienen papás incomprensivos o que no quieran ayudarlos. Lo que ocurre es que en la adolescencia todo es tremendo, todo es grave y creen que nadie los entiende, por eso es que se cierran a la posibilidad de pedir ayuda”.
La enfermera Paola Jorquera recalca que está demostrado que hablar de suicidio reduce el riesgo de realizarlo. “Debemos llevar este tema a la mesa de las familias. No tiene que ser algo tabú, sobre todo cuando ocurre un caso cercano. Los padres no deben temer preguntar a sus hijos qué sienten frente a ello. Erróneamente como sociedad creemos que si tocamos este tema podemos incitar al suicidio a una persona que está en riesgo. No sabemos que una de las mejores maneras de prevenirlo es conversando sobre él”, concluye.
El club que no quiere más socios
Sagradamente cada primer y tercer miércoles del mes, los papás y mamás de la Fundación Renacer se reúnen en Concepción. Acuden a esos encuentros para conversar, para saber de los otros, pero fundamentalmente para recordar. Todos tienen como denominador común la pérdida de un hijo, por eso sienten que “ése” es el lugar donde están las únicas personas que los entienden.
Llevan 23 años funcionando en la capital regional y, en todo ese tiempo, más de 800 familias han pasado por sus “filas”. Medio en broma, dicen que no quieren más socios, pues saben que cada nuevo integrante que aparece en sus encuentros llega para relatar “el dolor más grande”. Pero como entienden y reconocen como propios cada gesto, cada palabra, cada llanto de quien se suma a Renacer todos se unen para ayudarlo. “Hacerlo es la forma de homenajear a nuestros hijos”, recalcan.