Habíamos conversado un buen rato, y le pregunté si tenía alguna preocupación más allá de lo que estábamos hablando, y me dijo: “Tengo todo planificado hasta el martes, pero no sé qué voy a cocinar el miércoles, y he estado todo el tiempo pensando en eso”.
La intranquilidad de Carolina por algo que aún tenía días para resolver es el mejor ejemplo de lo que puede provocar en ciertas personas una preocupación que pasa a ser más que eso, transformándose en algo que no deja vivir tranquilo.
Si bien todos en algún momento nos levantamos con algo que nos inquieta, para algunos estas preocupaciones son recurrentes, abrumadoras, difíciles de controlar e interfieren en su cotidianidad, lo que podría ser signo de un Trastorno de Ansiedad Generalizada (TAG).
Este trastorno se va desarrollando paulatinamente, comenzando durante la niñez, la adolescencia o la adultez temprana. Quienes lo padecen se sienten excesivamente preocupados por las cosas cotidianas, presentando dificultades importantes para dominar dichas preocupaciones y permanente nerviosismo por aquello que no pueden controlar.
Perciben circunstancias como amenazantes, incluso cuando no lo son; se conflictúan al enfrentar situaciones de incertidumbre; se les complica tomar decisiones, pues temen equivocarse, y sienten que -a pesar de que resulta agotador- no tienen la capacidad de dejar de lado ese pensamiento que los preocupa. Se les dificulta concentrarse, y más aún relajarse, pues gran parte del tiempo están en un estado de excitación o se sienten al límite.
Esto puede dañarlos no solo psicológicamente, sino también a nivel físico. Es así que las personas con TAG suelen presentar fatiga, tensión muscular, problemas para conciliar el sueño, temblores, irritabilidad e, incluso, fuertes dolores de cabeza. Todos estos síntomas son parte de la respuesta de “escapatoria o lucha” que el organismo echa a andar frente al peligro. Es decir, cuando se presenta una preocupación desproporcionada, la mente la percibe como una amenaza, y ordena al cuerpo ponerse en estado de alerta para decidir cómo reaccionar: si escapar o luchar.
Según cómo la persona logre manejar sus pensamientos, podrá decidir cómo enfrentar la situación. Si logra dilucidar que la amenaza no es real, se enviará al cerebro la señal de que no existe peligro, desactivándose la respuesta de “escapatoria o lucha”, y el sistema nervioso volverá a relajarse. En cambio, si la mente decide que la amenaza podría durar, la sensación de ansiedad se extenderá, manteniendo a la persona en alerta, y los síntomas físicos, como respiración agitada, palpitaciones, rigidez muscular y sudoración de manos, podrían permanecer.
Pero, cuál es la causa de este trastorno. Su aparición puede estar condicionada por varios factores (algunos de ellos aún en estudio), como la genética, diferencias en la química del cerebro, la forma en cómo se percibe el peligro, y también comportamientos aprendidos desde la infancia, quizás de familias con recurrentes preocupaciones y pocas herramientas para enfrentarlas. El desarrollo de la personalidad y la estructura mental también son factores que podrían desencadenar este trastorno.
Pero independiente de su causa, vivir con esta afección no es fácil, y resulta un desafío importante a largo plazo, ya que muchas veces se encuentra ligado a otros trastornos de ansiedad o emocionales que van perturbando el día a día. Sin embargo, la atención temprana con especialistas puede ayudar a las personas con TAG a adquirir las herramientas idóneas para sobrellevarlo.
Este trastorno puede ser tratado con medicamentos o con psicoterapia (cognitivo conductual), que entrega al paciente herramientas específicas para abordar y controlar las situaciones de complejidad, entregando muy buenos resultados en el corto y mediano plazo.
También es importante que el estilo de vida sea el más adecuado. Esto implica, por ejemplo, incorporar la práctica de ejercicio a la rutina diaria, pues se sabe que resulta muy efectivo para reducir los niveles de estrés. Dormir lo suficiente, no sólo en cantidad de horas, sino en calidad del sueño, es también fundamental. A eso podemos sumarle aprender técnicas de relajación y respiración; llevar una alimentación balanceada, que incorpore frutas y verduras, y elimine sustancias toxicas; mantener una “agenda”, donde se registren todos los episodios diarios que generan estrés, y priorizar las preocupaciones o tareas, ordenándolas de lo más a lo menos urgente para así disminuir los niveles ansiedad.
Y, sobre todo, aprender a hacer frente a los desafíos que la vida nos pone delante. No es fácil, pero si nos hacemos cargo y nos ocupamos de incorporar las medidas descritas, nuestra calidad de vida -tanto física como psicológica- podría mejorar considerablemente.