Trauma en pandemia

/ 15 de Octubre de 2020

Desde que enfrentamos la crisis sanitaria mundial desatada por el Covid19, sin duda, muchos niños y niñas han podido aumentar la cantidad de horas compartidas y de relación con sus padres.

Es probable que esta experiencia sea única e irrepetible para ellos. Es factible también, que recuerden de por vida que durante un año, o quizás más tiempo, estuvieron con sus padres desde que despertaban hasta el anochecer, compartiendo desde el desayuno hasta la cena, teniendo tiempo para conversar, para realizar sus tareas escolares, para jugar, para cocinar, para entretenerse en familia, en fin.

Una condición muy distinta a la rutina acostumbrada y conocida por ellos, donde sus padres debían dejar el hogar por razones laborales y ellos asistían a sus establecimientos educacionales, limitándose los encuentros familiares a los fines de semana. Qué sensación más agradable ha sido para algunos saber que día a día pueden contar con sus padres en casa, manteniendo e incluso aumentando el sentimiento de tranquilidad, seguridad, protección, resguardo y amor, aunque sea en estos tiempos de crisis.

Pero cuántos niños y niñas de nuestro país tienen ese escenario. Qué ocurre cuando sucede lo contrario. Es decir, pequeñas y pequeños que integran una familia de la que no reciben bienestar, protección, atención y cuidado; donde sus derechos de infancia no son respetados ni siquiera por sus propios padres, siendo incluso ellos las fuentes de su propio estrés, y donde no hay posibilidades de cambiar de contexto dadas las actuales condiciones.

Uno de mis pacientes, que está en plena adolescencia, me refería que este tiempo que ha pasado en cuarentena había sido una pesadilla. Que lo único que quiere es volver a su colegio, ver a sus amigos y estar en sus actividades, lejos de su casa y de sus padres. Consideraba que ellos estaban todo el tiempo criticándolo y que ahora que todos estaban en casa tenían muchas más peleas que antes.

Otro, varios años menor que él, me decía que su mamá le gritaba todo el día y por cualquier cosa. Que todo le molestaba y que lo corregía por todo.

Reflexionando sobre estos relatos y revisando los últimos reportes de Unicef, que arrojan un aumento significativo de denuncias por violencia intrafamiliar, me preguntaba a qué porcentaje podríamos llegar post-pandemia. Antes de la crisis sanitaria, ya las cifras evidenciaban que 62 % de los padres revelaba utilizar métodos de crianza violenta con sus hijos. Cómo habrá variado este número considerando que hoy los padres están sometidos a mayores niveles de estrés laboral, económico y familiar.

Cuántos de estos padres que están ejerciendo violencia física o psicológica sobre sus hijos tienen conciencia de que sus prácticas pueden llegar a desarrollar un trauma temprano o un trauma complejo en sus hijos, siendo ambas condiciones de daño psicológico que, en ocasiones, puede ser irreversible.

Un niño expuesto a experiencias diarias de maltrato requerirá largos tiempos destinados a intervenciones de terapia para disminuir sus niveles de ansiedad, angustia, temor e inseguridad, que afectan sus relaciones interpersonales y el desarrollo de su autoconcepto y, por ende, de su autoestima.

Es de esperar que aumente la conciencia en los padres acerca de la importancia de entregar a sus hijos una crianza sin violencia, sin castigos, basada en el respeto por el otro, en la paciencia, en el diálogo y, por sobre todo, en el amor. Ojalá nuestro país destaque en los tiempos de post-pandemia en ser uno de los países con el porcentaje más bajo en violencia intrafamiliar, y que nuestros niños y niñas recuerden los días de pandemia como un tiempo de oportunidades para conocer a sus padres y haberse acercado más los unos a los otros. Es de esperar que nuestros niños no recuerden con pavor la palabra pandemia, asociándola a tiempos de malos tratos y a días sombríos y de tristeza. Es de esperar.

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