Por Pamela Rivero Jiménez.
Vivía en Loncoche, el lugar donde nací. Una localidad que pertenecía a la provincia de Cautín. Así nos identificábamos, porque en ese tiempo todavía no había regionalización. En 1973, tenía 13 años, y cursaba segundo medio.
El 11 de septiembre fue día de colegio. Recuerdo que nos despertamos con la noticia del golpe militar y las informaciones de la radio, donde se notificaba que las clases estaban suspendidas, y que la gente debía permanecer en sus hogares. Pero como niño que era, salí igual a mirar a la calle. Ese día no hubo gran movimiento de militares. Vivíamos en Barros Arana, la avenida principal de Loncoche, en la que también se ubicaba una comisaría, lo que me permitía ver el desplazamiento de los carabineros. Por eso recuerdo que el 11 los patrullajes estuvieron a cargo de ellos. Se desplazaban en camionetas, con unos tremendos focos que dirigían hacia los rincones de cada calle.
Me llamó mucho la atención también que por la radio comenzaron a entregar nombres de personas que tenían que presentarse en Carabineros. Uno oía con curiosidad para saber a quiénes iban a nombrar, sin imaginar el miedo que podían estar sintiendo las familias de esas personas. Incluso me imaginaba qué sucedería si me llamarán a mí o a algunos de los míos. Algo que no iba a ocurrir porque éramos claramente opositores a la Unidad Popular. Incluso en esa época yo había comenzado a participar en actividades del Partido Nacional, aunque confieso que esa adhesión se vio primeramente motivada por las salas de ping-pong que había en su sede.
El segundo o tercer día después del 11, volvimos a clases. Lo primero que nos encontramos fue a los militares fuera del liceo. Nos pusieron a todos en una fila y, uno a uno, nos revisaron el largo del cabello y el vestuario. A mí me mandaron para la casa porque mi pelo estaba un poco más abajo de los dos dedos sobre el cuello de la camisa. Mis papás de inmediato me enviaron a una peluquería que estaba a la vuelta de mi casa, para que al día siguiente pudiera volver. A dos profesores míos los detuvieron, no supe qué ocurrió con ellos.
Mi enseñanza media, finalmente, la concluí en Tomé, ciudad hasta donde nos trasladamos con mi familia, porque la actividad que desarrollaba mi padre en el sur, que era una industria de tornería, había dejado de ser viable, así es que tuvimos que buscar un nuevo rumbo. Tras terminar el colegio, entré a estudiar Pedagogía en Historia y Geografía en la Universidad de Concepción, plantel al que, inmediatamente finalizada mi carrera, al comenzar los 80, me incorporé como instructor y, más tarde, como docente.
En mi papel de estudiante y, luego, como profesor, observé los cambios que se producían en la sociedad chilena, tal vez incluso antes que estos permearan en ella, pues siempre se dice que las cosas ocurren primero en la universidad y luego en la sociedad. Así fue como pasamos del orden absoluto, con las universidades intervenidas y centros de estudiantes direccionados, a los primeros intentos de organización estudiantil y a las primeras protestas en contra de Pinochet.
Nosotros no volvimos a Loncoche. Allá quedaron las remembranzas de mi infancia, y de ese 11 que nos marcó a todos. Hay algunas cosas que quedaron más nítidas en mi memoria que otras. Pero es curioso, porque hay un recuerdo que siempre está latente. No se olvida: el de un joven de unos 18 años, de apellido Zurita, a quien veíamos pasar recurrentemente por fuera de la casa de mi abuela, siempre muy orgulloso con su camisa roja del Partido Comunista. En esa época me llamaba la atención alguien tan definido en sus convicciones. Después del golpe no lo vimos más. Algunos se preguntaban ¿lo has visto? Y la respuesta era no. ¿Llegó? No, no llegó.