Me gustan los francotiradores. Aclaro. Los francotiradores de palabras, los irreverentes, los deslenguados. En Chile van quedando pocos. Enrique Lafourcade, por el paso de los años, vaya que ha limado sus garras. No había domingo en su columna de El Mercurio que no las emprendiera contra algún “escritorzuelo de pacotilla” y lo hiciera añicos. Ahora se ha puesto bonachón. Hay un dicho que dice: “el diablo, cuando se pone viejo, se mete a cura”.
Otro francotirador en retiro, porque hace lustros que no se escuchan sus misiles, es Pablo Huneeus ¿Qué te pasó, Pablo? ¿Te acuerdas cuando agredías con tus lúcidos estudios sociológicos? ¿Y qué decir de tus libros como “La cultura huachaca”? ¿Dónde estás?
Otro francotirador retirado a sus cuarteles de invierno es Jaime Celedón, que provocaba apenas lo veíamos lucir su barba de chivo y agredir verbalmente a la pacata sociedad chilensis “donde pululan los ejecutivos vestidos de gris, todos cortados por la misma tijera, no se les vaya a soltar un improperio por la televisión”, decía.
Por eso me gusta Fernando Villegas. Dice las cosas de frente y disfruta enormemente con sus salidas de madre que, por lo demás, delatan una inteligencia brillante y confrontacional.
Estuvo en Concepción hace un mes, en el Encuentro Regional de la Empresa. Fue el primero en subir al podio y provocó un remezón entre los empresarios cuando los trató de llorones, rentistas y los increpó por no apoyar los proyectos innovadores de los jóvenes emprendedores: “Ustedes, señores, no arriesgan el pellejo salvo que obtengan rentabilidad inmediata”, espetó a la audiencia.
Fernando Villegas es a todas luces un provocador. Y le encanta hacerlo. Compartí un café con él y no niego que me reí muchísimo. Andaba impecablemente vestido de terno y corbata, pero con una desgastada mochila cargada en la espalda esgrimiendo su melena aleonada cual dirigente universitario.
Cuando le pregunté qué sentía al no haber ganado el Premio Rómulo Gallegos que había obtenido Elena Poniatowska el día anterior a su venida a Concepción, me contestó: “mira, el único libro con el que no me han ninguneado es con “El Chile que no queremos”. “Yo ni siquiera sabía que estaba postulando al Premio Rómulo Gallegos con mi ensayo Discursos de la Carne ¿Y tú creías que me lo iba a ganar?” -me preguntó- “¿Por qué no? era una posibilidad”, le contesté. Se rió a mandíbula batiente. “No seai ingenua. Tu sabís que esas cuestiones están todas cocinadas”, dijo.
Luego me preguntó si su artillería y la descarga retórica con que había fustigado a los empresarios aquella tarde me había parecido un tanto desmedida. Antes de que le respondiera, él mismo se autocontestó: “mira, cuando me invitan a seminarios, me invitan por pesado, no precisamente por mi simpatía”, y pareció conformarse con su afirmación.
Al terminar el Encuentro, cuando lo vi alejarse con su cara de niño taimado, cargando la mochila donde supongo guardará la materia prima para fabricar sus misiles -porque es un tremendo lector- me quedé pensando: “vaya, es un pesado que por reconocer que lo es, me cayó harto simpático”.
María Angélica Blanco