Roger Sepúlveda Carrasco
Rector Universidad Santo Tomás
Región del Biobío.
El título de esta columna podría ser perfectamente el de una serie de televisión, pero en esta oportunidad, intenta representar el sentimiento de los chilenos que, a diario, debemos enfrentar las diversas expresiones de la delincuencia y el crimen organizado en Chile. Un flagelo que ha avanzado a niveles nunca vistos por mí en el poco más de medio siglo de vida que tengo.
En los años recientes, nuestro país ha experimentado un aumento significativo en la percepción de inseguridad entre quienes habitamos en él. Este fenómeno no solo se refleja en las estadísticas de seguridad pública, sino también, en la vida cotidiana de quienes vivimos con el temor constante de ser víctimas de delitos en nuestras casas, automóviles, trabajos, espacios públicos o en el mundo digital. Según el Centro de Estudios y Análisis del Delito (CEAD), los delitos violentos han mostrado un incremento preocupante. En 2024, se registraron 35 mil casos de robos con violencia, un aumento del 15% en comparación con el año anterior.
La Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana (ENUSC) de 2023 revela que el 87,7% de los encuestados percibe un aumento en la delincuencia en el país. Esta percepción se ve reforzada por la creciente presencia de crimen organizado, especialmente, en áreas urbanas. El narcotráfico y las bandas criminales han expandido su influencia, llevando a un incremento en los delitos asociados a la ley de drogas y armas. En 2024, se reportaron 12 mil casos de delitos relacionados con drogas, un aumento del 20% respecto al año anterior.
Por otro lado, las estadísticas muestran que los homicidios han aumentado en un 10% en 2024, con 1.200 casos reportados. Este aumento no solo refleja la violencia inherente al crimen organizado, sino también la capacidad extremadamente limitada de recursos y facultades legales con que cuentan hoy las fuerzas de seguridad para controlar estas actividades ilícitas.
El gobierno actual, a pesar de que ha desplegado algunos esfuerzos que buscan más en la forma que en el fondo disminuir la sensación de inseguridad mediante el plan denominado “calles sin violencia”, ha enfrentado transversales críticas por su manejo del problema. Quizás la inexperiencia de su administración y la necesidad de dedicar gran parte de su agenda a problemas de corte político y errores no forzados, han limitado su capacidad para abordar eficazmente el flagelo de la delincuencia y el crimen organizado. Esta falta de enfoque ha sido señalada como una de las razones por las cuales las medidas implementadas no han logrado los resultados esperados.
Vivir atemorizado por el avance de la delincuencia y el crimen organizado provoca heridas profundas y permanentes a la sociedad chilena. La sensación de inseguridad afecta la calidad de vida, limita la movilidad y la participación en actividades comunitarias, y puede llevar a un aumento en la demanda de servicios de salud mental. Además, la desconfianza en las instituciones de seguridad puede erosionar la cohesión social y la confianza en todos los poderes del estado.
Finalmente, la situación de la delincuencia y el crimen organizado en Chile es un desafío complejo que requiere una respuesta multifacética. Las estadísticas de seguridad pública subrayan la gravedad del problema, mientras que las percepciones de inseguridad reflejan el impacto en la vida diaria de los ciudadanos. Es esencial que las políticas públicas se enfoquen enérgicamente en la represión del delito y, paralelamente, en la prevención y en la construcción de comunidades más seguras y resilientes.