ÁRBOLES QUE NO DEBEN MORIR

/ 19 de Mayo de 2008

Cuando lean esta columna, yo estaré en Amsterdam.  Me emociona pensar que conoceré el Museo Van Gogh, el Rijksmuseum, que tiene la mayor colección de cuadros de Rembrandt y de Jan Vermeer, pintores holandeses tan famosos como Van Gogh, el jardín de Keukenhof, que posee las más bellas especies de tulipanes, jacintos, narcisos y árboles en flor.
Pero les confieso que lo que más me emociona será la visita a la buhardilla donde se refugió Ana Frank, con sus padres, hermana y otra familia judía holandesa,  por dos años, hasta que los nazis los descubrieron y los enviaron al holocausto.
Durante el día, debían permanecer en completo silencio ya que en la planta baja funcionaban oficinas.  Detrás de una estantería giratoria de libros, una amiga de los Frank se encargaba de custodiar la fatídica entrada de acceso a la buhardilla donde permanecían cautivos.  Ana no tenía ningún contacto con la vida exterior.  No podía respirar aire a todo pulmón, ni maravillarse con la belleza de los cambios de estación.  Su único contacto con la naturaleza era un enorme castaño que ella observaba por una especie de tragaluz.  En su diario escribe mucho sobre el castaño, que aún sigue allí, y es venerado como una reliquia.
“El castaño está en flor, sus copas están llenas de hojas y se  ve mucho más bonito que el año pasado”, escribe.  Pero  el castaño está en peligro de muerte.  Tal como estuvo Ana cada día de esos años. Afectado por una enfermedad que pudre el tronco, los holandeses han creado una fundación para salvarlo.  Incluso necesitará un soporte especial permanente para que no se desplome.  Ese castaño no debe, no puede morir.  Su tronco, sus hojas, sus flores, mantuvieron viva la esperanza en  el corazón de Ana.
Ese castaño es un símbolo de apego a la vida, a la libertad, a la savia nueva que fluía alimentándolo, sosteniéndolo.  El castaño en flor, el castaño en otoño, el castaño desnudo, sin hojas, es una metáfora de que la vida sigue su ciclo inexorable.  El 12 de febrero de 1944 Ana escribe: “¡Hay sol, el cielo tiene un azul profundo, el castaño reverdece y yo tengo una enorme energía”!
Ese mismo año, alguien los delató, y el 4 de agosto los nazis entraron a sangre y fuego a la buhardilla.  Todos fueron separados.  Ana y su hermana fueron trasladadas al campo de concentración de Bergen-Belsen.  A los 16 años Ana murió de tifus en 1945.
Prometo que cuando esté junto al árbol, acariciaré su tronco añoso, miraré hacia la buhadilla desde donde lo observaba Ana y me adheriré a la campaña “Salvemos el árbol de Ana”.   Se me caerá un lagrimón. Lo sé.

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