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Este artículo fue publicado en 2019, por lo que algunos datos podrían haber cambiado.
Claudia Godoy Lira lleva una década sin generar basura, o evitándola al máximo. Tras vivir en Nueva Zelanda e Inglaterra, países con sistemas de recolección de residuos y reciclaje avanzados, decidió hacer todos los esfuerzos posibles por no contaminar y llevar un estilo de vida sustentable y amigable con el planeta. En Chile, reconoce, es una tarea ardua, y por eso responsabiliza al Estado de no facilitar esas posibilidades. Aun así, cree que vivir zero waste es posible, y cuenta -en un día de compras- cómo hace para sostener ese estilo en un país hostil con el medio ambiente.
Por Rayen Faúndez Merino
Faltan pocos minutos para las 9 de la mañana y, como cada jueves, Claudia Godoy Lira llega hasta la feria libre de San Pedro de la Paz, que se instala semanalmente junto al Juzgado de Garantía de la comuna, en calle Los Maníos con Los Acacios. Llega pedaleando y aperada con varias bolsas y saquitos reutilizables de tela. Un frasco de vidrio también luce entre su cargamento, y está lista para recorrer los puestos y llevar a casa todo lo que necesita. “Esto para mí es tan natural, no me siento especial. Para mí todos estos hábitos son simples”, dice con algo de timidez, mientras se quita el casco. Pero en realidad, cada una de sus acciones habla de lo diferente que es su estilo de vida.
En la feria todos la conocen. Saben que no recibe bolsas plásticas y la casera de las aceitunas ya está acostumbrada a pesar su frasco primero, luego llenarlo y hacer la resta correspondiente para obtener el valor final. “Aquí en San Pedro no se ve mucho eso de no usar bolsas. Cuando hacemos la feria en Concepción, ya vemos que todos llevan sus bolsas, ya comenzaron con eso”, cuenta mientras vierte las últimas aceitunas. En la feria también saben que tiene completamente claro qué comprará y cuánto, que no se tienta, y que siempre preguntará de dónde proviene cada cosecha, porque prefiere la producción local.
Ese día habían llegado cerezas desde Quillón, y Claudia echó un kilo de los frutos en una bolsita de tela, que ella misma fabricó, y que usa hace años. Compró paltas y avena, que ya no tenía para el desayuno de sus dos hijos, Daniel y Rafael, y cargó todo en una caja de madera que instaló en la parrilla trasera de su bicicleta. Fijó todo con elásticos, ajustó su casco y emprendió el rumbo a su casa, quizás la única que no produce basura en toda la comuna.
Hace diez años, Claudia decidió evitar casi por completo la basura que produce. Casi, porque lo único que recoge el camión recolector desde su hogar es el papel higiénico usado. Lo demás, es reutilizado, transformado o reciclado gracias a numerosos hábitos que mantiene junto a su familia y que le ha permitido considerar su forma de vida como “zero waste”, o sea, cero desechos.
Pero en Chile, afirma, llevar ese estilo de vida es una odisea, pues toda la responsabilidad de reducir desechos está en las personas, y el Estado resuelve una mínima parte. Por eso, en marzo de 2017, cuando ya llevaba un año en el país luego de vivir un tiempo en el extranjero, creó el Instagram Vivir Sin Plásticos Chile (@vivirsinplasticos_chile), donde comparte sus conocimientos, tips y recomendaciones para una vida sin basura. Entre ellos está comprar en comercios a granel o en ferias, usar potes o frascos para la compra de quesos, jamón y carnes; usar cosméticos y productos de aseo sustentables y ecológicos, compostar los residuos orgánicos; cambiar las servilletas y toallas de papel por unas de tela, y rechazar los envoltorios y productos desechables de plástico. El listado parece algo extenso, pero Claudia afirma que hay pequeños cambios que todos pueden llevar a cabo.
“Hay cambios que no son difíciles. La botella retornable para la bebida y la cerveza es simple, usar una bolsa propia y rechazar la bombilla de plástico, también. Son cosas básicas que todo el mundo podría aplicar, porque es sencillo. Y con eso ya estás haciendo un alivio increíble al planeta”, afirma.
Pero nada de lo que Claudia vive habría sido posible si no hubiera pasado por Nueva Zelanda e Inglaterra, países que con sus diferencias y culturas abrieron sus ojos para llevar una vida sin desechos.
Nueva Zelanda e Inglaterra
Todo comenzó hace 10 años, cuando junto a su esposo, Mauricio, y su hijo mayor, entonces de tres meses, fue a vivir a Christchurch, en la Isla Sur de Nueva Zelanda, para quedarse allí por cuatro años a raíz de un doctorado que su marido cursaría. Y se encontró con un sistema de recolección de residuos recientemente implementado por el Estado, llamado Love your rubbish (Ama tu Basura). Aquí, cada persona debía separar su basura en tres recipientes que eran recolectados semanalmente: el tarro verde para los orgánicos, animales o vegetales, procesados o no; el amarillo para el papel, metal, vidrio y plástico duro, o sea, desechos reciclables, y el rojo para otros residuos no reciclables y plásticos de un sólo uso. Era perfecto, pero cuando llevaba un mes en la ciudad, llegó a la puerta un aviso de multa, ya que no estaba cumpliendo correctamente con la separación de sus residuos. Por fortuna la perdonaron, pero nunca más olvidó las reglas para amar su basura.
La ciudad con sus políticas en torno a los desechos, sumado a ingresos limitados, la llevó a conocer los comercios a granel, específicamente en el conocido supermercado Bin Inn, que resultaba mucho más conveniente para su bolsillo. Estando allí, adquirió el hábito de usar sus propias bolsas y potes, y cada día volvía a casa sin ni un gramo de basura, lo que hizo por cuatro años hasta que debió mudarse a Exeter, en Inglaterra. Allí se encontró con toda variedad de productos envasados en plásticos y numerosas bolsas de basura que salían de su casa, sin explicación.
“Dije: no puedo, tengo que encontrar la forma de no producir basura. Así es que comencé a averiguar, a leer, y me encontré con que era muy común que las granjas te llevaran las cosas a la casa, lo que era más barato. Lo mismo con la leche. Además, hacían una feria semanal donde podía comprar todo a granel. Ahí hice el cambio cultural donde me dije: voy a hacer todo lo posible por vivir sin plástico, porque una vez viví muy consciente y no voy a volver atrás. Era como haber aprendido a caminar y no poder seguir haciéndolo. Y comenzamos a hacer cambios que implicaron un esfuerzo familiar”, relata.
Esos esfuerzos implicaron buscar puntos de reciclaje y comenzar a preparar su propio jabón y desodorante, al tiempo que descubría nuevos productos como los cepillos de dientes de bambú, las bombillas de acero inoxidable y la copa menstrual, que la acompaña cada mes durante su periodo, sin contaminar ni gastar dinero en toallas higiénicas.
En su repertorio, había varias recetas sustentables para reemplazar productos desechables, como una reducción de betarraga que utiliza como labial, o la mezcla de cacao en polvo con chuño de papa, que le da color a sus mejillas.
Todo iba bien, pero decidieron volver a Chile, el país que según los datos de diciembre de 2018 de Waste Atlas (el mapa online que mide los desechos y su gestión a nivel mundial), produce 456 kilos de basura al año per cápita, de los que el 11,1 % es sólo plástico, y donde se recicla sólo el 0,4 % de todos los residuos.
Chile
Cuando Claudia llegó a Chile, en marzo de 2016, la sensación que tuvo fue muy similar a la de chocar contra una muralla. “Primero, tienes que encontrar un punto de reciclaje, que usualmente está lejos y no todos reciclan de verdad, pues muchos separan la basura pero finalmente llega todo al mismo vertedero. Usualmente, si debo llevar pocas cosas al punto de reciclaje, voy en bicicleta o en bus, pero si no, lo hago en auto. Y gastar bencina para llevar tu reciclaje es casi lo mismo que botar toda tu basura. Es súper paradójico”, ejemplifica.
Pero no era la única dificultad: no había comercios a granel en ese minuto, en ocasiones ni siquiera en las ferias, y si no encontraba alimentos en tal formato, menos hallaría jabón, shampoo o lavalozas. Por otro lado, en cualquier lugar donde comprara le entregaban bolsas plásticas de manera automática, aunque no la hubiera solicitado, y la gran mayoría de los productos alimenticios venían empacados en plástico no reciclable. Es el caso de los fideos, donde sólo existen dos marcas cuyo envoltorio está rotulado para entrar de nuevo en el ciclo.
“En Nueva Zelanda el sistema te obliga a ser consciente, a reciclar, a separar tu basura. Pero no es fácil vivir así aquí (en Chile), o en lugares donde el Estado no se preocupa de educar a las personas, porque acá se lava las manos. Mi idea no es que las personas vivan como yo, porque es muy difícil, y lo entiendo. Hay gente que me dice que no tiene tiempo para hacerse cargo de tantas cosas, y también lo entiendo. Yo puedo hacerlo, pero hay gente que no puede, y por eso soy súper comprensiva con la realidad chilena. Y siento que el Estado está en deuda con nosotros, porque no educa, no pone de su parte, no da las condiciones para tener una vida con menos basura”, sostiene.
Y… ¿cómo lo haces?
Son casi las diez de la mañana del jueves, y Claudia llega a su casa con el cargamento desde la feria. Tarda sólo un par de minutos en guardar todo: la avena pasó de la bolsa de tela al tarro, las aceitunas se fueron al refrigerador con frasco y todo, y las cerezas quedaron lavadas sobre un plato, coloreando una cocina poco usual, partiendo por el detalle de que no tiene basurero, sino un recipiente donde recolecta todos los desechos orgánicos que más tarde alimentarán su lombricompostera, el sistema que transforma todos esos residuos en una fragante tierra de hoja, ideal para cultivos.
No hubo nada de plástico, ni de basura en su compra. “Al principio uno siente vergüenza de pedir sin bolsa o pedir que te echen las cosas en el pote. La reacción de los vendedores te puede anular. Y la clave es estar convencida de esto y ser clara: no quiero bolsas. No hay que dar tanta explicación, como que no tengo basurero, o que soy el capitán planeta. Por otro lado, no puedo criticar ni decir que yo estoy haciendo algo correcto y tú no, porque no es la idea que la gente te rechace, o vea esto como algo malo o como una locura. Entonces yo soy simple, y digo que es más fácil, porque lo guardo en el mismo pote en el refrigerador y de paso es más ecológico. Ahí las personas entienden y lo encuentran hasta novedoso”, explica.
El resto de su despensa está en frascos, la mayoría reutilizado o adquirido de segunda mano. Desde granos y legumbres, hasta frutos secos y confites, con los que regalonea a sus hijos. Es mucho más sano, cuenta, pero asegura que, contrario a lo que muchas personas creen, “en este estilo de vida no hay que restringirse”. Frente a eso, busca alternativas, como papas y galletas caseras, y helado sólo en barquillo para consumirlo todo, en algún restaurante, o bien en un vasito que ella misma lleve. Y si se trata de diversión, siempre se asegura de contar con cervezas y bebidas, que compra por jaba, siempre en botellas retornables. Con otros licores no hay problema alguno, pues siempre vienen en botellas de vidrio. Por eso es que también sólo consume aceite de oliva.
En cuanto a la limpieza, usa paños de cocina de tela para asear encimeras y artefactos, y escobillas para lavar la loza, las que conserva desde sus años en Exeter. El detergente y lavalozas los pide a emprendedores nacionales y locales, como los de la marca Freemet o Ecoil; usa jabón en barra comprado a granel, y fabrica su propio shampoo. El desodorante que utiliza es de piedra de alumbre, mineral conocido por sus beneficios para la piel y por sus propiedades astringentes, antisépticas y antibacterianas.
Pero, sin duda, la principal característica de su estilo de vida es la organización. Y en base a eso, Claudia escoge un día a la semana para realizar compras, siempre tomando nota de sólo aquello que hace falta. De este modo cumple con una de las primeras reglas de una vida zero waste: rechazar lo que no necesitas, al mismo tiempo que construyes una vida más minimalista y menos consumista.
De hecho, afirma, gracias a eso ahorra bastante dinero e invierte menos tiempo en tareas hogareñas. “Hay un hábito que hay que adquirir: llevar siempre una bolsa reutilizable para las compras. Pero con lo que no estoy de acuerdo es que de la nada se te ocurra comprar algo que no tenías presupuestado, y que quizá no necesites. Cuando tienes un control de lo que tienes y lo que realmente necesitas, eso no ocurre, porque ocupas bien tu dinero, adquieres sólo lo que necesitas, los alimentos no se echan a perder y todo se ocupa. Entonces ahí hay que hacer la reflexión: ¿realmente lo necesito? ¿lo quiero? ¿lo voy a usar o lo voy a guardar?”.
El éxito en una pasta de dientes
En el camino que Claudia ha transitado ya por una década, ha decidido no criticar y más bien comprender a quienes no llevan una vida zero waste, sobre todo en Chile. “La forma de vida usual ahorra tiempo. Pero tratar de vivir sin basura, y eso es lo difícil de Chile, debiera ser fácil. Y si lo intentas, pero comienza a ser difícil, déjalo. Cuando algo se torna tormentoso, tú lo terminas odiando y, en este caso, pierde el sentido”, dice. Aun así, no pierde la oportunidad de inculcar nuevos hábitos para el cuidado del medio ambiente y la sustentabilidad del planeta cada vez que puede. Y con bastante éxito.
Como aquella vez que, en medio de una reunión de apoderados de uno de sus hijos, decidió ponerse de pie y hacer una propuesta a los otros padres y madres. Tímidamente habló de la importancia de reducir el consumo de plástico y papel y de lo innecesarias que resultaban las servilletas desechables. Una alternativa podría ser, tal como lo hacían los colegios en Inglaterra, usar servilletas de tela para la colación de los niños, y también manteles, los que lavaban los propios padres por turnos. En ese momento la profesora preguntó al grupo si estaba de acuerdo, y si bien los apoderados no quisieron confiar los trozos de tela a lavadoras ajenas, hoy cada compañero de sus hijos lleva una servilleta de tela en la lonchera.
También logró convencer a su familia de no llenar de regalos innecesarios a sus hijos, sino más bien de regalarles experiencias y recuerdos que no olvidarán nunca y que impedirán que tengan cosas o juguetes, generalmente plásticos, que no valorarán realmente. Sus familiares entendieron luego de un tiempo, y sus hijos reciben regalos sólo para el día de su cumpleaños. A pesar de eso, no puede evitar que traigan plástico a su hogar, especialmente luego de fiestas a las que son invitados, desecho que acumula en botellas plásticas que luego dona para la fabricación de ecoladrillos. Tampoco luchó contra los LEGO, entretención favorita de sus pequeños, y resolvió el problema de la basura comprando siempre las piezas que estaban en vitrina.
Pero, sin duda, el mayor éxito para Claudia viene durante este año, con la pronta comercialización de una pasta dental hecha de una receta que ella misma creó, perfeccionándola a lo largo de los años y que ahora se llama BiOrigen. Su familia la usa hace tiempo, y da fe de sus buenos resultados en higiene y salud dental. Además, seguirá cumpliendo con los estándares de su estilo de vida, pues su envase será reciclable.
Todos pueden
La última parada de Claudia aquel día jueves fue en una carnicería en San Pedro de la Paz, la que recientemente abrió sus puertas. La primera vez que fue tuvo una buena experiencia, y su objetivo es que la carne y salchichas que compre puedan vendérsela en los potes que ella lleva. Básicamente, un par de fuentes plásticas con tapa, las únicas que tiene, heredadas de su suegra, y que utiliza constantemente hace años.
Porque para ella, el plástico no es el problema. “El plástico, finalmente, es un material muy noble, pero está ese mal entendido de que es completamente nocivo. Y el plástico significó un tremendo avance para algunas ciencias, como la medicina, que no sería nada sin el plástico. Imagina los catéteres, las agujas desechables, y todo lo que ha permitido que la gente no se enferme. También en materia aeronáutica, y todas las cosas que van al espacio, que fueron avances tecnológicos en base al plástico y que ha sido bien usado. El plástico no es el problema. El problema es el abuso que se hace de él. El problema es que nuestro jamón viene en plástico, nuestro yogur viene en plástico, las bombillas y los vasos son de plástico, y creemos que los productos de plástico son algo desechable, pero se tardan miles de años en degradarse. Frente a eso tengo que hacerme cargo. Así es que si alguien no quiere dejar de usar el plástico, no lo bote, sino hágase cargo, recicle y minimice el daño”, reflexiona.
Cree que todos pueden hacer el mayor esfuerzo, “hay cosas que no son fáciles de encontrar, pero la mayoría se puede hallar sin envoltorio plástico y sin tener que generar basura. Siempre hay una alternativa. Y yo siento que el Estado tiene que poner de su parte para que sea fácil para las personas no generar basura. Creo que se puede, pero no se puede ser tan exigente con las personas ahora, frente a esta realidad”, afirma.
En la carnicería ya la conocen, pero esta vez es algo difícil. Pesaron la carne sobre un trozo de plástico, o sea, aunque le entregaron el pedido en sus propios potes sin problema alguno, de igual modo se generó basura. Claudia no puede evitar lamentarse y sentir algo de decepción, pero sabe que esas situaciones seguirán ocurriendo, y trata de ser flexible y amable.
“Para la próxima puede pesar el pote antes, para que así no tenga que ocupar una bolsa para pesar”, le dice al vendedor. El hombre le contesta que el plástico se bota no más, que no importa. Claudia insiste: “Ésa es la idea, que no se bote”.