El modelo económico chino: la decepción de Karl Marx

/ 2 de Mayo de 2024

Viviana Véjar
Profesora investigadora de Faro UDD.

La reciente crisis al interior de la siderúrgica Huachipato levantó las alarmas respecto a la debilidad de la industria doméstica frente a la china.

Contar con un acero importado más barato, indudablemente, favorece al consumidor, pero hace que nos preguntemos, si vale la pena llevar a cabo intercambios comerciales libres de aranceles con la China Comunista, en el entendido de que sus industrias pudiesen estar gozando de mayor competitividad de manera artificial. Sin embargo, la potente intervención que el estado chino hace a sus industrias solo es novedosa porque ha sido medianamente exitosa.

Desde comienzos del siglo XX, los intentos por implementar un modelo de economía centralmente planificada, herencia intelectual del economista Karl Marx, resultaron fallidos toda vez que las personas descubrían que iban perdiendo sus libertades gracias a que derivaban en la necesaria abolición de la propiedad privada. El selecto grupo de personas que conformaba el gobierno central tenía monopolizadas las decisiones económicas y designaba quiénes producían qué cosa y a qué precio.

Esto se tradujo en una ineficiente asignación de los recursos por la falta de coordinación entre los agentes económicos -proveedores, fabricantes y consumidores- y la ausencia de precios que reflejaran la escasez o abundancia relativa de los bienes y servicios que se producían, sin contar con el hecho de que la información relevante nunca llegaba al planificador en tiempo real y, cuando finalmente lo hacía, esta se encontraba obsoleta.

Prometían construir un mundo mejor gracias al desprecio por las pasiones que el nuevo hombre experimentaría; no habría lugar para la ambición, la codicia o la avaricia. El hombre evolucionado, por tanto, no tendría incentivos para reclamar derecho de propiedad sobre ningún medio de producción, sino solo del que le sirve para la propia subsistencia. De otra manera, se volvería un capitalista cuya fuente de ganancias provendría de la explotación del trabajador, quedándose -de forma ilícita- con la plusvalía de su trabajo.

La teoría de la explotación marxista, aunque ha sido tajante y elegantemente refutada por el economista austriaco Eugen von Böhm-Bawerk, ha calado profundamente en las generaciones jóvenes, ya que  -en sus palabras- “sus soportes más sólidos están no en la mente convencida de sus defensores, sino en sus corazones, en sus deseos y esperanzas”.

Pero el modelo económico chino es otra cosa. A pesar de tener una economía abierta al comercio internacional, su administración unipartidista, al alero del Partido Comunista, es una mezcla, un híbrido entre el feroz corporativismo amiguista y el control centralizado de los medios de producción.

El estado chino deja caer a aquellas empresas que no rinden como deberían, pero subsidia fuertemente la cadena productiva de otras, ganándose, en más de una oportunidad, el desprecio y la desconfianza de algunos de sus socios comerciales.

Estos últimos alegan -con justa razón- de malas prácticas: competencia desleal y dumping, junto con la laxitud de sus leyes laborales que se traducen en largas jornadas de trabajo, bajas remuneraciones, trabajo infantil, entre otros.

Karl Marx estaría profundamente decepcionado del esfuerzo industrializador comunista chino, cuya ventaja competitiva, en parte, ocurre precisamente gracias a los reprochables abusos de poder del gobierno central, que contrastan con los sistemas legales de resguardo laboral de los países “capitalistas”.

Sin embargo, Europa tampoco está libre de culpa. El continente que alguna vez se jactó de su liberalismo comercial, hoy ha caído en el embrujo proteccionista alegando cuidado de la soberanía de los países que componen el bloque económico de la Unión Europea.

El intercambio comercial, para que sea eficiente, debe encontrarse en su estado más puro posible, a decir, libre de intervenciones gubernamentales. Las acciones injustas deben ser corregidas por medio de la ley. La “ley es justicia”, reclamaba Frédéric Bastiat. Esta definirá el marco de acción que dirigirá la conducta de los agentes económicos, y corresponde a los legisladores de cada país comprender que existen ciertas regulaciones en el ámbito económico que, más que corregir una conducta indeseada, lo que hacen es restar eficiencia al proceso dinámico de descubrimiento de las oportunidades de negocio.

La delicada tarea del legislador es, primero, buscar el consenso en aquellas materias jurídicas que mejorarán el desempeño y aumentarán la productividad de los factores de producción, y segundo, eliminar las trabas legales que entorpecen el buen funcionamiento del sistema de libre comercio.

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