La más clara expresión de una sociedad mediocre, desde el punto de vista de la institucionalidad de las naciones, se manifiesta a través del número de leyes que se dicten y, más delicado aún, del número de leyes que solicita la sociedad.
Este axioma, reconocido y aceptado por cuanto instrumento administrativo fiscal se haya dictado en el mundo, se entronizó en Chile en forma tan abrumadora que, detenerlo, es casi imposible.
Cada ley que se dicta es una cuota menos de libertad individual y social. Cada ley que se pide es una manifestación de desesperación social. “Si no dictan una ley pronto esto no se va a solucionar”, es la frase que antecede al debate o conversación de cualquier cosa en Chile. Lo peor de todo es que dictada la ley, muchas veces inútil en extremo, nadie sabe que existe ni, menos, se preocupan en aplicarla. Algunos, al contrario, se esmeran en conocerlas todas en detalle y obligan a la aplicación absoluta provocando otros caos que, siendo aparentemente menores, en realidad no lo son, por su elevado número de peticiones a la autoridad competente.
¿Que nos queda entonces? El número de leyes existentes en sociedades disciplinadas, con grados de responsabilidad elevada, como Alemania y Reino Unido, entre otros, permite a sus respectivos gobiernos contar con más activos fiscales. En efecto, el cumplimiento de la obligación de cada individuo es de cada uno y no hace necesario tener “inspectores” en la observancia de tal o cual obligación. ¿Por qué entonces para nosotros no es así?
Basta observar al Chile de hoy para tener la respuesta. De partida, la disciplina social obliga a que exista confianza y ella debe ser el mayor patrimonio de una persona o sociedad. Si tengo confianza en alguien se produce una relación de paz y concordia. Si una sociedad tiene confianza en sus líderes, de cualquier orden es también una sociedad de paz, que no requerirá grandes ordenanzas para desarrollarse en la plenitud de las capacidades y anhelos que cualquier ser humano, en dicho Estado, requiere.
La ley, al revés, dispone de obligaciones que surgieron, las más de las veces, de situaciones muy ajenas a la persona misma. Impone y no da tregua.
En periodos de confianza nacional, el Parlamento funcionaba ordinariamente sólo tres meses en el año. No se requería más. Hoy lo hace 11 meses y algunos hasta se jactan de tener 200 proyectos de leyes en carpeta. ¿Seguiremos así? La única forma de detener toda esta “catarata” de leyes es volver a las confianzas…. ¿será posible?