“El señor de la guerra” (Lord of the war) parte contiene uno de los comienzos más seductores que se recuerden en los últimos tiempos. La imagen –casi publicitaria- de Yuri Orlov (Nicolas Cage), de terno negro y maletín parado sobre un mar de cartuchos de bala en plena zona de guerra, es poderosa. Su voz en off y el relato en primera persona anuncian el tipo de película que veremos: de aventuras, pero reflexiva. Una mezcla que bien hecha, puede resultar cool. Luego, la presentación de los créditos es un notable acierto: la cámara subjetiva que sigue el recorrido de una bala –magia digital mediante- desde su fabricación hasta su destino final, estrellándose en la cabeza de un joven africano, terminan por enganchar al espectador ¿Qué se viene, una “Ciudad de Dios” en formato gringo, un “Club de la pelea”? Nunca tanto, aunque promete.
Esta película, dirigida por Andrew Niccol (“Gattaca”, guionista de “El show de Truman”) trata sobre la historia de Yuri Orlov, un inmigrante ucraniano que desde la pobreza se transforma en el mayor traficante mundial de armas. Siempre aferrado a su maletín visita diversos países, cual exitoso ejecutivo de ventas, y se gana la confianza de sanguinarios dictadores como el africano Andre Baptiste (un buen desempeño de Eamonn Walter). En su periplo no estará solo, y lo perseguirá un tozudo agente del FBI llamado Jack Valentine (Ethan Hawke); su rival, el traficante de vieja escuela Simeon Weiz (el veterano Ian Holm) y el mencionado dictador Baptiste, que siempre aparecerá para recordarle que su opción es un camino sin retorno. Paralelamente, Orlov deberá mentir constantemente a su bella esposa (Bridget Moynahan) y ayudar a su hermano adicto a la cocaína (Jared Leto). Un guión redondito.
La historia se basa en hechos reales, y se inicia en los finales de la Guerra Fría, cuando una enorme cantidad de armas quedó disponible en los antiguos estados soviéticos para ser vendida a los países “en desarrollo”. Los traficantes –veladamente protegidos por las principales potencias, paradójicamente las mismas que integran el Consejo de Seguridad de la ONU- lograron acumular inmensas fortunas. De hecho, entre 1982 y 1992, en Ucrania se robaron más de treinta y dos mil millones de dólares en armas. Ningún culpable fue jamás atrapado ni procesado, en lo que es conocido como “el mayor atraco del siglo XX”.
Por ello, se podría decir que esta tercera producción de Niccol es política; cierto, pero también es de aventuras, y tiene todos los ingredientes, includas las reflexiones en primera persona –como lo hiciera Carlitos Way, aunque ahora en un vuelo menor- de un tipo aparentemente amoral que igual vive atormentado por su conciencia. Ofrece buenas locaciones (más de 13 países, una gran fotografía a cargo de Amir Mokri) y se celebra que el rol protagónico recaiga en un villano, algo no habitual en los guiones norteamericanos. Pero deja un gustillo a poco. Podría ser un drama, no alcanza a ser de acción, y su supuesta demanda contra el armamentismo es demasiado suave y tímida. Cierto, Niccol no es Costa Gavras (“Missing”) ni tendría porqué serlo; pero “Ciudad de Dios” ya nos demostró que sí se puede lograr una cruda denuncia con la mejor escuela de Tarantino. Una opción digna de considerar al momento de pagar su ticket, pero nada más.
Nicolás Sánchez