Cuando mis niños eran pequeños fui una madre desmesuradamente protectora. Los tíos y tías que trasladaban a mis hijos en sus furgones amarillos supongo que me odiaban. Me decían en mi cara que era muy “aprensiva”, por decir lo menos. Claro, si los hice firmar un papel notarial asegurando que jamás uno de mis retoños se quedaría solo arriba del auto mientras ellos se bajaban para entregar niños en una sala cuna. Ocurría mucho en invierno que al arribar el minibús a mi calle, venía solamente con otro pasajerito rumbo al jardín infantil. Arreciaba la gripe. Yo conocía la rutina de los tíos. Se bajaban con el bebé en brazos y mi hijito o hijita se quedaría solitario en el furgón. Confieso que mi temor era que me los raptaran. Habían ocurrido dos casos en Santiago, muy bullados. De un furgón sustrajeron a un chiquito que en ese momento se encontraba solo y cobraron rescate a un conocido empresario. En otra oportunidad, una mujer esquizofrénica raptó a un pequeñín de un año, puesto que ella no podía tener hijos. También estaba solo en aquellos instantes y esta perturbada se lo llevó a su población a vivir con ella. Gracias a Dios, los dos fueron rescatados por la PDI. En el primer caso, el padre pagó por su rescate. En el segundo, los vecinos avisaron a la policía que dicha mujer había llegado de la noche a la mañana con un chiquitito rubio precioso, argumentando que era un sobrino. Obvio, no le creyeron.
En el trágico suceso acaecido hace ya más de un mes, en que el pequeño Borja López fue abandonado en un auto durante cuatro horas por la parvularia Eugenia Riffo, los hechos tuvieron un horrible desenlace. Borja, amarrado a su silla, fue dejado solo frente al jardín, la tarde completa bajo, un sol abrasador. Borja murió en condiciones horrorosas, absolutamente indefenso, desprotegido, abandonado a su suerte. La parvularia, que ha tenido versiones muy contradictorias, alegó en su defensa que se “distrajo”, pues vio en el auto vecino la cartera de otra parvularia y se “le borró la película”, según sus palabras textuales.
La pregunta es: ¿Es lícito olvidar a un niño como si fuera un paquete, un gato, una planta dentro de un auto por horas aduciendo un “borrón” de la memoria? Mi parecer es muy drástico. No hay excusa posible, salvo que la persona que comete esa “negligencia”, vocablo que aún me resultado demasiado suave, esté perturbada síquicamente o bajo la acción de medicamentos que la hagan padecer lagunas mentales. No. Un niño de tres años, que no puede valerse por sí mismo ni pedir ayuda, no puede morir en condiciones ambientales subhumanas, simplemente, porque a alguien se le olvidó. En 1989, la ONU promulgó “Los derechos de Niño”, los que nuestro país suscribe como miembro.
La ONU lo plantea clara y categóricamente. Uno de sus acápites dice: “El niño, en todas las circunstancias debe figurar entre los primeros que reciban protección y socorro”. Aduce posteriormente que: ”El niño deberá se protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación”.
No creo que la educadora de párvulos que olvidó sacar del auto a Borja -pero que no se olvidó de extraer del portamaletas su mochilita de Superman- lo haya hecho con intención criminal. No lo creo. De lo contrario sería perverso. Pido que no haya más Borjas inocentes. Pido que se aplique todo el rigor de la ley. Que no ocurra lo que le sucedió a un bebé de ocho meses, Sebastián Navarrete, en el 2009 en Santiago, en un jardín infantil. Sebastián lloraba. Tenía hambre, era la hora de su mamadera y lloraba. El dueño de ese jardín le tapó su pequeña boca con un scotch y le colgó un cartel que decía: “Soy llorón”. Murió asfixiado. Hoy día, el dueño del jardín pasea libremente por las calles. Fue condenado a 541 días remitidos después de cometer un acto de crueldad extrema que terminó con la vida de una guagua que sólo pedía su mamadera de la única forma que podía. Llorando.