Los primeros viernes de cada mes, nos reunimos las que nos hemos denominado “las chicas de Public Relations”. La última cita fue un desastre. Todas estaban indignadas con sus jefes. Se atropellaban para hablar. La Vero contaba que su jefecito le había preguntado si tenía listo el discurso que él leería para el Bicentenario, en el aniversario de la empresa. Y ella, que es como una Gertrudis, que siempre anda diez pasos más adelante, se atrevió a encararlo. “Perdón, señor, pero eso no me corresponde. Es tarea suya. ¿Cómo quiere que yo visualice la empresa del futuro? Además, también es tarea del Directorio”. El susodicho enardeció como si le hubieran echado pimienta en la lengua. “¿Para qué cree que le pago, su insolente? ¡Para que sueñe pues, para que sueñe! ¡Use sus lindas neuronas, sueñe la región, el país, el mundo y la empresa también! Y le volvió a repetir, así como el señor Zañartu. ¡Para eso le pagoooo!”
La Cindy había tenido otra gresca con su gerente. Se había negado a vestirse de Vieja Pascuera para la fiesta de Navidad con amigo secreto. También recibió su merecido. “¡Mire Cindy!”, le dijo, “hace ratito que ya se me viene corriendo de la Comisión Organizadora de la Pascua ¡Se va a disfrazar de Vieja Pascuera le guste o no le guste! ¿No es relacionadora pública usted, acaso?”
En fin, el barullo de lamentos continuó. Yo mantuve mi boquita cerrada. Al fin, a alguien se le ocurrió jugar a buscar el tipo de jefe ideal. La idea era que surgiera de un personaje atípico, casi estrambótico. Propusimos nombres y votamos. ¿Y saben quién ganó por paliza? Evaristo Espina. ¡Sí, “Espinita”, del Japening con Ja!
Mientras las chicas bebían su pisco sour, yo prendí un cigarrito y me volé. Me puse a pensar cómo sería “Espinita” de gerente. Entonces sonó el teléfono. Era la secretaria de gerencia. “Don Evaristo quiere hablarle. Le transfiero”. En un segundo lo tenía en línea con su voz meliflua. “¿Cómo amaneció mi súper ocho, mi doblón, mi chomp, cosita más linda?” Carraspeé. “Perdón, don Evaristo. Se confundió. No soy la Walkiria”. Se oyó una risita. “Mil perdones, me castigo. Quiero hablar con usted”. Le respondí que iba de inmediato a la gerencia. “No faltaba más, no se moleste. Los caballeros visitan a las damas. Yo voy para allá. Además, daré un paseíto para levantar el ánimo al personal, usted sabe, con tanto ajetreo que hemos tenido”.
Aterrada, comencé a ordenar el desparramo que tenía sobre mi escritorio. Pero no me dio tiempo. Al segundo, estaba asomado en la puerta, con su peluquín torcido, sus bigotillos grasientos y esa chaqueta que parece haber heredado de un finado, apretadísima, casi como de torero. Se paseó a trancos largos, aspiró profundo y sonrió mostrando sus dientes de oro. “¡Qué maravilla! Esto es un Olimpo, un templo al trabajo. Se nota que aquí se labora, mi querida funcionaria”. “¿Le sirvo un café, señor Espina?”, le dije atragantada. “No faltaba más, no se moleste. Además, vine por otra cosa y se acarició el bigotillo. ¡Quiero decirle que nuestros últimos eventos han sido epopéyicos, epicúreos, dionisíacos! ¿Vio la cantidad de prensa y los camarógrafos, que parecían enjambres?” Mi amigo del alma, que en paz descanse, Peter Drucker, me decía: “Sin tele, no somos nada. Sabia frase. Por eso he decidido premiarla”. Tragué saliva. “Pero, don Evaristo, si yo sólo cumplí con mi deber”. “Ah, je, je, je. ¿Con que bajándose el autoestima la picarona? Nada de eso. Se va al Caribe o Playa del Carmen, all inclusive, a pasarlo chancho. Ah, y sabiendo lo que le gustan los trapitos, le encargué a mi amiga, la Chechi, que le envíe de su línea personal de alta costura, todo lo necesario para que se vea apolínea. Ahora, si su señor esposo, conviviente o pareja, porque yo no me inmiscuyo en la vida íntima de mi personal, no puede ir, este modesto servidor la puede acompañar. Esta es una empresa con alma. Incluso he pensado crear un Departamento del Alma. Usted sería la gerente. Podría tener asesores como mis dilectos amigos Humberto Maturana, la Paty May, la Susana Bloch, Jaime Hales, la Quenita Weinstein, el Chechito Melnick. ¿Le tinca?” Ese fue el preciso instante en que me caí de la silla y me desperté gritando ¡Plop!